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Galeano

Era un hábito adquirido, una actividad recurrente, adictiva. Había internalizado la idea de que las historias pasadas y los futuros esperados no contados de América Latina los escribe en las paredes. Recogidos en fotografías, en un cuaderno, en servilletas, en contratapas de libros, o en cualquier papelito que tenía a la mano, llegué a coleccionar cerca de 3.000 grafitis. País que visitaba, pared que me regalaba sus historias.

En una de esas andanzas, varios años después de aquella Navidad de 1989 en la que fuerzas norteamericanas invadieron por mar, cielo y tierra la ciudad de Panamá, con el resultado de 3.000 muertos y más de 20.000 familias en la calle, encontré como testigos vivientes de ese hecho un grafiti mentiroso: “Operation just cauce”; y a su lado, poniendo las cosas en su sitio, la versión nativa que cambió el sentido invasor por el de la resistencia: “Operación causa in-justa”.

Estaba en esa tarea coleccionista cuando escuché a mis espaldas: “recoger grafitis es un grafiticante safari cultural y político de expresiones en chiquito sobre historias colosales”. Supe quién era por el tono ceremonial de cada palabra que pronunciaba, con un giro literario que le hacía hablar tal como escribía. Era Eduardo Galeano, sí, el de Las venas abiertas de América Latina, recogiendo testimonios para seguir documentando esa historia sin fin del mundo al revés.

Nos conocíamos de eventos y reuniones, pero aquel día, unidos por un oficio grafitero común, inauguramos una amistad que todavía perdura, aunque él ya no está con nosotros. Desarrollamos una rara amistad epistolar, que de vez en cuando refrendábamos con un café de por medio en algún punto del continente. América Latina, al influjo de sus redes ciudadanas, era generosa en la realización de eventos en los que coincidíamos y nos regalaba espacios para fugas urbanas de exploración de paredes. Pero las tertulias inolvidables eran, son, allá en su Montevideo, en el Café Brasilero, testigo bohemio de diálogos, lectura de textos y propuestas de ideas para seguir soñando un mundo nuevo.

En una de esas conversas, iniciando el siglo, nació mi columna Graffiteando, que los papeles del periódico La Prensa sostuvieron convirtiendo una de sus páginas dominicales en muro. Mi idea inicial era la típica: organizar temáticamente los graffittis y publicarlos. Galeano me convenció de que nuestra tarea recolectora debería consistir en entablar diálogos con ellos y, a partir de ellos, generar mediaciones hablando de política, de economía, de fútbol, de cocina, de intimidades, de derechos fundamentales y de las voces de los pueblos que han sido desterrados en sus propios territorios, pero que mantienen viva su “memoria del fuego”. La experiencia fue, en verdad, grafiticante. Y cuando ya la columna se nutrió de varios artículos, me empujó a publicarlos en un librito con una selección que él mismo organizó. Por si fuera poco, enviado por fax, le dedicó unas líneas que hicieron que el libro se adquiera más por ellas que por mis escritos: “Yo también soy un fervoroso lector de paredes. Parecen mudas las paredes que no tienen una palabrita puesta”.

Son cuatro años de una partida en la que parece no haberse embarcado porque su obra sigue tan vigente como siempre. Y porque son muchas, muchos más quienes siguen recolectando historias en las paredes, en los testimonios de las gentes, en los relatos de los abuelos, en las historias no contadas que construyen sociedades desde abajo y desde los bordes para incluirse en los centros descentrándolos y humanizándolos. Y el Café Brasilero, allí donde también se inspiraba Benedetti, acoge a nuevas generaciones que siguen los diálogos, las tertulias y ahora los chats, que saben que otro mundo es posible. Grande Galeano.

* Sociólogo y comunicólogo boliviano, ex secretario general de la Comunidad Andina de Naciones (CAN).