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Cuando un político muere

La trágica muerte de Alan García parece ser emblemática del ocaso de una época política en América Latina. Los líderes carismáticos van desapareciendo y los proyectos modernizadores parecen agotados; entretanto, emerge una demanda sana de transparencia acompañada de una desconfianza radical en la política. Algo está acabando, pero lo nuevo no aparece y no hay liderazgo.

Los sentimientos que ha despertado el suicidio del expresidente peruano, poco antes de ser detenido por la Policía, son obviamente ambiguos y contradictorios, como suelen ser las vidas de los grandes políticos. Muchos entienden este suceso como un castigo, casi ejemplar, a la soberbia y falta de escrúpulos de un hombre de poder que creyó estar más allá del bien y del mal. Otros sienten tristeza por el terrible fin de un líder que, con sus luces y sombras, contribuyó a configurar medio siglo de la historia del Perú.

García fue además un personaje que no dejaba indiferente a nadie. Heredero de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), el último partido peruano con un proyecto histórico antes de la fragmentación e implosión del sistema político, fue un gran orador (eficaz demagogo corregirán algunos), hábil político, inteligente negociador, arriesgado y a veces lucido para reflexionar con realismo los retos que su país enfrentaba en los agitados momentos que le tocó vivir, pero también enamorado del poder y orgulloso hasta la desmesura en su manejo.

Su muerte, envuelta en la ignominia por sus vínculos con hechos de corrupción, no puede desconectarse de un momento histórico en el que una decena de exmandatarios de la región enfrentan procesos judiciales, en el que Lula sigue en prisión y en el que partidos históricos están siendo eclipsados en México, El Salvador o Brasil. La sociedad parece dispuesta a quemar a sus mitos políticos.

Ciertamente, frente a los excesos de las élites —de todo signo— que fueron perdiendo el rumbo y que se acostumbraron a la impunidad, esta crisis es saludable. Sin embargo, tampoco se debe desdeñar su papel crucial en la modernización política y socioeconómica de la región, que era necesaria después de la oscuridad de las dictaduras de los años 70, o su capacidad para gobernar complejas realidades y evitar grandes conflictos.

Resulta, por supuesto, más que necesario que los políticos de toda laya entiendan que hay límites, y que son responsables ante la sociedad que los encumbró. Pero eso no debiera llevar a creer que es posible gobernar sin proyectos políticos con sustancia y sin líderes que sepan escuchar, seducir y negociar cuando sea necesario. La política precisa una renovación ética, pero también sigue exigiendo audacia, realismo y pragmatismo. Por todo eso, la desaparición agitada de un político de raza como Alan García debiera motivar una profunda reflexión sobre las ambigüedades y tentaciones que deben enfrentar quienes aspiran a dirigir una comunidad.