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El sultán Erdogan

Parece evidente que desde el famoso general de los ojos azules y temperamento enérgico Mustafá Kemal Ataturk (1923-1938) no hubo en la Turquía moderna otro líder tan robusto como Recep Tayyip Erdogan (65), quien domina los restos del otrora Imperio otomano, con pulso duro, desde hace 17 años; del 2003 al 2014 como primer ministro y luego acumulando todo el poder como presidente, apoyándose en el Partido Justicia y Desarrollo (AKP), un conglomerado islamista moderado que, en su política exterior, aspira a expandirse en la región como los neo-otomanos.

De origen georgiano, padre de cuatro hijos, Erdogan cobró fama primeramente como laborioso alcalde de Estambul (1994-98). Difícil tarea la de gobernar ese singular territorio donde una parte es europea y la otra, asiática; aunque su candidatura para ingresar a la Unión Europea sea constantemente rechazada quizá por su población de 73 millones de musulmanes.

Una característica recurrente de Erdogan es su pragmatismo e inclinación para sacar ventaja de las situaciones más complicadas. Por ejemplo, durante la avalancha migratoria de 2016 que invadía Europa aceptó interceptar y retener a los impetrantes dentro de sus fronteras, a cambio de $us 3.300 millones, desembolsados por Frau Merkel. Anteriormente, un supuesto intento de golpe de Estado incitado por su enemigo íntimo el clérigo Fethullah Gülen, hoy exiliado en EEUU, le sirvió de pretexto para ejercitar una gigantesca purga de sus adversarios, despidiendo a miles de empleados públicos, policías, militares y hasta profesores universitarios.

Asimismo, la guerra intestina que sacudió Siria por tantos años le resultó útil para fortalecer sus fuerzas castrenses con apoyo externo, y pasada la contienda, arremeter contra el Partido Obrero del Kurdistan (PKK), fracción autonomista de los kurdos, pese a que su ala militar fue vital en la derrota del Estado Islámico.

El macabro desmembramiento del periodista saudí Jamal Khashoggi, acontecido dentro del Consulado de Arabia Saudita en Estambul, aparentemente orquestado por el príncipe Mohamed bin Salman, fue un episodio grabado furtivamente por los servicios de inteligencia turcos, y difundido a la prensa en cuentagotas por el propio Erdogan. Esta circunstancia le permitió negociar favorablemente con el reino wahabita varios puntos pendientes en su relación bilateral.

Desde su palacio de Ak Saray, que como todo autócrata fue construido a la medida de su ego, Erdogan debe hacer frente a una copiosa agenda geopolítica. Desde la perdurable partición de la isla de Chipre, donde la ocupación turca de la parte norte es motivo de confrontación con Grecia; pasando por su vinculación con Israel, enturbiada por la ayuda turca a Gaza; la luna de miel con Putin, su socio ineluctable en la cuestión siria; hasta la gestión de su área de influencia en las repúblicas turcófonas del Asia Central, entre otros asuntos. En otro nivel, es notorio el choque de personalidades entre Erdogan y la canciller Angela Merkel, como lo es el hielo en su relación con Trump.

Dentro el mosaico internacional descrito anteriormente, cabe preguntarse dónde cabe el interés del nuevo sultán otomano para con América Latina. Su apoyo al régimen de Maduro está monetizado en el oro venezolano exportado a Estambul, en trueque por productos alimenticios recibidos y quizá por armamento bélico. En cuanto a Bolivia, es difícil imaginar un intercambio comercial significativo con Ankara. Inclusive no hay sintonía en el acápite de novelas evocadas por Evo Morales en su conversación con Erdogan, por cuanto éste leyó y citó antaño a Necip Fazil Kisakurek, novelista reaccionario antisemita, y es sabido que el Premio Nobel Ohran Pamuk es el escritor turco más crítico al sistema imperante.

Como colofón, cabe anotar la ruidosa derrota que sufrió su partido en las recientes elecciones municipales, sobre todo en Estambul, su antiguo bastión.

Es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia.