Primero de mayo
Ya en el umbral de lo que me depare el encanecido destino inevitable, intento volver a encontrarle virtud al 1° de mayo
Mis años mozos están plagados de imágenes de marchas del 1° de mayo, de sentirme parte de un cuerpo, el de los trabajadores y su gloriosa Central Obrera Boliviana (COB), aquella de brazos entrelazados que encabezaba la multitud efervescente de trabajadores alegres en su día. Al centro —impasible— el inolvidable “maestro”, Don Juan Lechín Oquendo, las canas y bigote emblanquecido en medio de los “grandes” hombres de tez morena, sólidos y columnas de bronce, de brillantes y pétreos rostros de bocamina, Don Simón Reyes y Don Édgar “Huracán” Ramírez.
Atrás, injertados por la fuerza de la historia, donde pendía sobre nuestras cabezas, la bota militar, los golpes de Estado y los gringos —como siempre— con los hilos invisibles orquestando esto y lo otro… nosotros, los noveles universitarios de la UMSA, los de aquella vieja universidad paceña donde el ser derechista era algo así como tener sida.
Y con el pasar del tiempo, esto se fue volviendo solamente un festejo. A veces monumental, por las soberanas borracheras en las que, como trabajador petrolero y sindicalista, participaba. Entonces, los “vivas”, los “glorias” y los cánticos revolucionarios adquirían un sentido quizá hasta arcaico, opacados continua y abruptamente por el lenguaje procaz, propio del sopor de la cerveza y del fugaz dominio obrero en la naciente democracia boliviana. Había que prolongar el festejo ¡que carajos!, esta libertad nos costó sangre, ¡salud!… y así fue por escasos tres años.
Las frías noches paceñas no olvidarán jamás la cofradía, al amanecer, de miles de trabajadores del Estado, de obreros, de los hombres retornando en zeta a sus hogares. Unos cantando y vivando una revolución inexistente; los otros vociferando sabe Dios a qué o quién… Hasta que vino, como la Parca, sin aviso, el Decreto 21060, y nos despidió a todos los festejantes. De pronto, el Día del Trabajo perdió su alegría, su espuma, su sentido festivo… ¿Cómo alegrar a un hombre sin trabajo, sin salario que llevar a su familia? Mal día fue aquel.
Un buen amigo me dijo que a partir del decreto emenerrista de relocalización, el glorioso 1° de mayo juntaba en las cantinas más hombres divorciados y desempleados que obreros. Apuramos, con él, mirándonos a los ojos, nuestro último vaso, hasta el fondo. Ambos habíamos quedado sin trabajo y habíamos perdido a nuestras familias. Cerdos neoliberales, musité con los dientes apretados, una y otra vez; día tras día, por años.
Hoy, ya en el umbral de lo que me depare el encanecido destino inevitable, intento volver a encontrarle virtud al 1° de mayo, aunque no he perdido el valor signado a los mártires de Chicago, ni olvidado —en mis adentros— el sacrificio de los nuestros ¡Cómo hacerlo!, no solo por su holocausto por las libertades que hoy gozamos, sino por ese amor incomprensible de aquellos ilustres anónimos que un día decidieron que valía la pena “poner el pecho a las balas”, dando en ello significancia suprema a sus vidas y a la mía. ¡Cómo olvidarlos!
Y cómo olvidar dar la gloria debida al carpintero insigne y crucificado, dándoles honor así a los caídos por la justicia, a los que ofrendaron sus vidas por la dignidad de los trabajadores del mundo. Yo, este 1° de mayo renovaré mis votos de compromiso cristiano y revolucionario por los pobres y los sufrientes del mundo… Y quizás ese día, muchos años después, me levante tempranito, tenga las fuerzas de antes y lleve a mi compañera, nuestros hijos, la Tricolor y la Wiphala a la concentración del 1° de mayo, para la marcha, la marcha de nosotros, la marcha de los obreros… y responda, con los míos, con vigor, los “vivas”, las “glorias”, y además entone con ellos, emocionado, “El pueblo unido, jamás será vencido”…
* es profesor de posgrado de la Universidad Autónoma Gabriel René Moreno (UAGRM).