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Una Policía de temer

Una vez, un agente de tránsito me detuvo en una tranca al llegar a Oruro; no había razón, tenía todos los accesorios de emergencia en orden, como lo comprobó después. No contento con las obligaciones (casi) en orden, luego de observar otros detalles del carro, a aquél se le ocurrió revisar la licencia de conducir. ¡Sorpresa! No llevaba lentes (estaban en el tablero), como señalaba el documento. El hombre me pidió bajar del vehículo, le respondí que no era necesario hacerlo; hubo una corta pulseta entre resistirme y él pretender obligarme a bajar del coche, hasta que a manera de consulta me dijo que me iba a sancionar por la infracción. Le dije que me entregue la boleta de infracción sin problema.

En realidad, el policía quiso que bajara del vehículo para evitar tener testigos y quizás una grabación en su intento de extorsionarme. No tenía el talonario, estuvo obligado a “perdonarme” la infracción.

Historias como esas solemos tener casi todos, desde el mito de la infancia cuando los papás amenazaban con llamar a la Policía en casos de que se portaran mal.

Así de temer.

Pero esos son temores de fantasía, con algo de realidad, cierto. En nuestra cotidianidad, la Policía y los policías denotan autoridad, poder… y abuso. Quién no tuvo o vio algún incidente o altercado con un policía. Ellos denotan poder y siembran temor en la gente, salvo algunas excepciones.

Y cuando las noticias solo hablan de ellos, hay que preocuparse. Policías implicados en el asesinato de un chileno traficante de vehículos, policías violadores de una ciudadana brasileña en una celda, policías haciendo dinero con el destino de otros policías que dejan pasar contrabando por más dinero, policías vendiendo para sus bolsillos cupos para la Academia, policías haciendo negocio con delincuentes, policías feminicidas (ayer se conoció del último de los casos), policías socios y protectores de narcotraficantes… De temer.

¿Dónde perdió el rumbo la Policía? No ahora, hace tiempo; no por nada pasaron años de intentos por reformarla, y este Gobierno tuvo mucho tiempo para lograr ese propósito sin éxito. Lo que acaba de develarse es solo el lado escandaloso de sus implicaciones con la delincuencia y el narcotráfico. Hay casos de policías —de los que se supone que resguardan a los ciudadanos— “trabajando” con los maleantes.

Es inconcebible la presunta sociedad de un jefe policial con un capo de las drogas, un mecenas de la institución distinguido por cuatro sillones y con una libertad absoluta para delinquir. Que el mismo narcotraficante tenga favores de otras unidades de la Policía Boliviana, devela una narcoestructura operando en la institución. Ya no sorprende nada, con razón el narcotráfico y la delincuencia común son taras de nunca acabar pese a los esfuerzos que aparentan dedicarles las autoridades.

Y eso que no sabemos casi nada de todo lo que mueven los malos policías.

Hace falta un duro golpe de timón, que mueva todas las estructuras; no así paliativos como la remoción de una guarnición, la baja de oficiales implicados o la advertencia de medidas similares para agentes implicados en graves ilícitos.

No mentiríamos si decimos que muchos de nuestros males como sociedad se lo debemos a una Policía corrupta, que cobra a los choferes infractores, que pacta con la delincuencia o que negocia con el narcotráfico. Su poder es tan grande, que aparentemente nadie de sus miembros se libra de algún ilícito en su currículum, como el oficial con antecedentes de narcotráfico que nos hizo creer que salvó la vida de un triste suicida en un puente de La Paz.

* Periodista.