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Vagos

En el ocaso del siglo XIX, las calles del centro de la ciudad de Cochabamba estaban invadidas por cerdos, aves de corral, gallinas y conejos. La plaza principal estaba inundada de chicherías. En el centro estaban asentadas las curtidurías. Existían desagües por doquier que contenían aguas pantanosas con poblaciones anfibias. Los umbrales de las curtiembres se convertían en puertas del infierno. De los portones parroquiales se exhalaban fetideces. Muchos religiosos, a pesar de las nuevas prohibiciones, mantenían las prácticas funerarias coloniales de enterrar cadáveres dentro de los claustros religiosos. La plazuela de los Corazonistas, a pocas cuadras de la plaza principal, estaba empachada de mataderos rústicos. El hospital San Juan de Dios estaba incrustado en el corazón de esa ciudad apestada.

En aquella urbe espantosa circulaban los vagos, consuetudinarios de las chicherías. Por esta razón, las élites cochabambinas veían a los vagos (al igual que a la cría de cerdos) como un peligro para la salud pública (se les consideraban un caldo de cultivo y de propagación de la peste que hizo estragos entre 1879 y1880 en Cochabamba), y sobre todo, para las buenas costumbres de la ciudadanía. Es decir, para la nueva moral que la élite oligárquica pretendía imponer a la plebe.

Ese periodo fue crucial para entender la mutación subjetiva que estaba provocando el advenimiento del liberalismo en el imaginario de las élites cochabambinas. Era un momento donde los valores constitutivos del liberalismo gobernados por la “modernidad civilizada” se estaban encarnándose en el imaginario de los sectores elitistas, concretizándose en sus prácticas rutinarias y en el andamiaje normativo que servía —sobre todo— para controlar la ciudad y regular los cuerpos de los vecinos, especialmente, de la plebe.

Además, el precario capitalismo que empezaba a brotar estaba acompañado por valores supremos como el trabajo y la productividad. Para tales propósitos se necesitaban cuerpos sanos y aptos para el trabajo. De allí, aparecían en la prensa local decimonónica, por ejemplo, advertencias de la inutilidad de los ociosos y los ancianos. He aquí un ejemplo: “La falta de cumplimiento de las leyes contra los vagos y de medidas que reglamenten el derecho de mendigar, que hasta cierto punto tienen los valetudinarios y ancianos inútiles para el trabajo, ha hecho que se multipliquen hasta el infinito estas dos plagas de la sociedad. Es caro el momento en que las casas no sean visitadas por gente sospechosa que bajo el disfraz de mendigos se introduzcan con el objeto indudable de buscar ocasiones de atentar contra la propiedad”.  Entonces, la productividad exigía una limpieza social: la desaparición de los vagos.

Posiblemente guiados por el adagio que sentencia que “el ocio es la madre de todos los vicios”, las autoridades determinaron que las chicherías, consideradas como refugio de los vagos, debían desplazarse a las fueras de la ciudad. O sea, era un intento de deshacerse de los ociosos o, por lo menos, convertirlos en eficientes trabajadores.

El ocio es la antípoda del trabajo. El valor del trabajo se erigió en un valor inconmensurable. El ocio, por su parte, adquirió ribetes malignos, pecaminosos, y quienes ejercieron el culto al descanso quedaron estigmatizados por la mancha y la sospecha. Así, vagos y vagabundos incurrieron en delito y fueron vistos como seres a quienes había que tolerar, cuando no perseguir con la Policía o, al menos, con el descrédito. Quizás esta sea otra forma de reflexionar sobre el trabajo.

* Sociólogo.