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Complejo de inferioridad

A finales de los años 80, en un cuento titulado El vaquero de piedra en el Altiplano, un funcionario de la Embajada de Estados Unidos nos identificaba, a nosotros los bolivianos, como gnomos. El hecho provocó tal indignación que varios sectores sociales solicitaron la expulsión del personero, y en el colegio una profesora denostó ante nosotros contra el susodicho con tal vehemencia que logró sensibilizarnos acerca de una supuesta indignación nacional. Aunque sin el sentido que el mentado funcionario le daba a su afirmación, tal idea podría entenderse de otra forma, porque el ser, vivir, pensar y soñar en pequeño, constituye parte de nuestro ethos social, y es expresión de un complejo de inferioridad.

Este complejo parece dado por una concepción de nuestro entorno en términos de un sentido de pequeñez y estrechez; una visión de corto plazo o un presenteismo ramplón en nuestra vida cotidiana; y un egoísmo fundante no solamente de una racionalidad instrumental (de la obtención del máximo beneficio al menor costo posible), sino también de una actitud tribal. Evidencia de lo primero es nuestra estructura urbana y arquitectónica, conformada por espacios minúsculos en las cuales opera la burocracia a modo de cuartuchos proclives al hacinamiento; el abandono de inmuebles históricos; la angostura de nuestras calles; las acciones permisivas ante el deterioro de nuestro hábitat urbano; el tamaño de nuestros teatros; las paradas minúsculas de los buses, o la inexistencia de ellos; la forma neoprivada en la cual son administrados los campos deportivos; y un largo etcétera referente de la exclusión y la privación del derecho a tener una calidad de vida digna.

En cuanto a la visión de corto plazo o aquel presenteismo ramplón en nuestra vida cotidiana, se pueden encontrar ejemplos incluso en la forma en la cual dormitan nuestros atractivos turísticos. Además del pésimo servicio del transporte interdepartamental e interprovincial, Copacabana desencanta con sus pestilentes mingitorios; el imponente Salar de Uyuni, con su falta de comodidades que los visitantes reprueban con un: “como que no le invierten, ¿no?”; las islas del Sol y de la Luna, por su presunción de la miseria mal entendida como “lo autóctono”; el Carnaval de Oruro, por no recibir atención a la altura de su rango patrimonial….

La ausencia de visión de futuro que se expresa en ese presenteismo se manifiesta de tal forma que, en enero, la ministra encargada de los asuntos culturales de nuestro país hizo gala de ella en la jornada del Segundo Encuentro Internacional de Caporales. El evento resultó tan desangelado, y en plena Plaza Murillo, que el entusiasmo forzado de la autoridad era comparable con una banda de poca monta para un “evento tan importante”, anunciado con bombos y platillos.

Y en cuestión de egoísmos y tribalidades, la política es su campo de despliegue, como ocurre con el problema de la basura por ejemplo. El sectorialismo, el amiguismo, el compadrazgo, la percepción del Estado como el principal ámbito asegurador de la posición de clase —a costa de componendas, corrupción, influyentismo, favoritismo y un interminable etcétera— nos desnuda en la lejanía de un sentido de comunidad que se supone existió en nuestro pasado ancestral, a modo de ethos societal.

Pero, precisamente, el ser, vivir, pensar, y soñar en pequeño no constituye una impronta sin origen, pues en nuestra historia nos hicieron creer acerca de nuestra pequeñez y de que no podíamos o que éramos poca cosa. Por lo que revertir ese complejo de inferioridad será siempre tarea de una educación liberadora de nuestros propios esquemas mentales, más allá de que esto aparente la defensa de un estilo de vida occidental.

* es doctor en Sociología, docente de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) de México.