En menos de una semana se recordarán 18 años del ingreso del Carnaval de Oruro a la lista de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco). Un título que instituciones y gestores buscan cada vez con más ahínco, pero demostrando que no se conoce claramente qué implica recibir tal distinción.

Sí, es cierto que tener una fiesta como Patrimonio de la Humanidad es potencialmente una fuente formidable de ingresos por turismo para la región donde se la realiza. También es cierto que al tenerla inscrita se tiene la confirmación de su origen.

Pero lo que muchos olvidan es que al recibir este título, la obra, fiesta o tradición deja de ser exclusividad del territorio y nación, para convertirse en parte del patrimonio de todo el planeta. Más aún cuando sus orígenes son culturas compartidas por más de un país, como la andina.

Desde hace una década, años más, años menos, se impuso en varios sectores culturales nacionales una mentalidad chauvinista que va en contra de lo que pretende dicho nombramiento, ya que en vez de compartir la tradición con el mundo, los gestores de este reconocimiento por parte de la Unesco buscan fervientemente encerrarla en las calles orureñas.

Desesperadamente denuncian supuestos plagios, pegan el grito al cielo cada vez que un ballet nacional prepara una coreografía de la diablada o de la morenada, condenando a los artistas por “distorsionar la obra maestra que es el Carnaval de Oruro”. Anuncian medidas draconianas para sancionar a los grupos que bailan en entradas del exterior, e incluso fomentan peleas con otras regiones.

Basta recordar que el anuncio de la postulación de la fiesta del Gran Poder a la misma lista se hizo un mes después del hecho para evitar reacciones negativas de los folkloristas carnavaleros, quienes en varias ocasiones se opusieron a la candidatura de la entrada mayor de los Andes bajo el argumento de que “afectará al Carnaval de Oruro”.

Y lo peor es que no son los únicos. Desde el charango hasta la feria de Alasita, pasando por el salai y otras manifestaciones, el país entró en una especie de paranoia cultural en la que estamos seguros de que el único objetivo de los países vecinos —particularmente de Chile y Perú— es “robar” la herencia cultural boliviana.

Y para colmo se sigue viendo como solución declarar patrimonio, olvidándose de que solo se trata de un título en papel que no sirve para nada si no se elaboran políticas coherentes; algo que, lastimosamente, no se hace.