Hay distintas maneras de ejercer la violencia. Forzar el olvido es una de ellas. En el Perú, nadie encarnó mejor ese impulso por el olvido que el dos veces presidente Alan García, quien se suicidó el 17 de abril. El dramatismo de su final (se disparó en la cabeza) creó un clima de desconcierto que políticos, intelectuales e incluso periodistas cercanos a él aprovecharon para intentar instalar desde los medios una falsa memoria oficial del expresidente. Lo llaman “héroe”, “mártir”, “perseguido”; algo que no tiene relación con lo que muchos peruanos, quizá la mayoría, recordamos.

Para entender las causas de la megacorrupción peruana actual (cinco expresidentes encarcelados o procesados) hay que remontarse a la segunda mitad de la década de los ochenta, cuando Alan García era el joven presidente de un Perú pobre y aterrado por una guerra interna. En esos años, García inauguró una manera de gobernar que ha marcado hasta hoy la historia del país: la idea de que el Estado puede ser la mina personal de quienes están en el poder, desde presidentes hasta alcaldes de pueblos remotos. Y también que el talento principal de un político consiste en fomentar el olvido colectivo para volver a gobernar.

El desastre que era el Perú tenía numerosas causas, pero las dos más visibles eran las figuras que dominaban el país. Uno era el presidente García, quien gobernaba rodeado de gente corrupta e ineficiente. El otro era Abimael Guzmán, el exprofesor de filosofía que lideraba Sendero Luminoso y se hacía llamar presidente Gonzalo. Por distantes que fueran sus posiciones, ambos parecían tocados por el paradójico mesianismo de quien intoxica lo que anuncia que va a salvar. Guzmán llenaba Lima con pintas que anunciaban la guerra popular. García, orador profesional, dominaba el país con su retórica engañosa. Ambos fueron los dos villanos de mi infancia y de muchos otros peruanos.

Me enteré del suicidio de García a la distancia, mientras viajaba con mi esposa por el sur de Estados Unidos, donde ahora vivo. El impacto contenía ese viento de irrealidad de los acontecimientos que parecen imposibles, como la extraña noche de 1992 en que la televisión mostró a Abimael Guzmán detenido por fin y para siempre. La muerte de García parecía un fenómeno histórico equivalente, la caída del otro villano. Me trasladó en el tiempo hasta ese país sombrío de su primer gobierno y revivió experiencias que necesitan ser contadas.

Por aquellos años, los peruanos vivíamos entre el terror de Sendero Luminoso y el terror que producía el mismo Estado. Los noticieros de la noche parecían una película gore en la que quienes más sangre perdían eran ciudadanos inocentes. Un día nos enterábamos de que un batallón de Sendero Luminoso había entrado en una aldea de los Andes y había matado a sus vecinos. Otro día, que las Fuerzas Armadas, cuyo jefe era el presidente García, habían resuelto un motín de presos senderistas al dispararles a docenas de ellos en la nuca cuando ya estaban rendidos.

Los peruanos tomábamos el desayuno escuchando esas noticias. El terror estaba tan normalizado que también había deformado las actividades más domésticas como conseguir comida. Mi hermana Elena solía volver del mercado con el cansancio de quien ha logrado evadirse por territorio enemigo. Ponía la bolsa de compras sobre la mesa, como un trofeo, y mientras vaciaba su contenido me contaba cuánto había tenido que caminar y rogar para obtener la leche, el arroz, los fideos que íbamos a comer durante la semana.

El Perú funcionaba al revés: las tiendas tenían productos, pero muchos de sus dueños preferían cerrarlas y no vender por miedo a que el dinero que obtuvieran hoy no valiera nada mañana. Mi padre, quien tenía un negocio de gaseosas, compartía el mismo temor. Lima era un gigantesco mercado negro. Comprar significaba rogarles a los comerciantes o negociar con ellos a precios muy altos y sin testigos alrededor.

Cuando las tiendas abrían, los vecinos formábamos colas larguísimas. Hacíamos cola para el pan, para el azúcar, para las verduras. La crisis peruana era un fenómeno de interés mundial, pero para un niño como yo las palabras que los adultos usaban para describir la vida cotidiana (hiperinflación, escasez, especulación) sonaban igual de complicadas que decir “radiactividad”.

Yo vivía en un barrio pequeño, rodeado de cerros y pirámides prehispánicas llenas de agujeros (porque las habían saqueado) llamado Mangomarca. Estaba en el extremo este de la ciudad, lejos del mar de las fotografías turísticas y cerca de los Andes, desde donde cientos de miles de familias como la mía habían huido de la guerra civil entre el Estado y Sendero Luminoso. El conflicto había comenzado a principios de los ochenta y durante dos décadas iba a producir decenas de miles de muertos, desplazados y otro tipo víctimas.

Una noche hubo un apagón en Mangomarca, como solía ocurrir casi todas las semanas. Los vecinos salimos de nuestras casas atraídos por un fulgor insólito. En la superficie del cerro más grande relumbraba, gigantesca, una hoz y un martillo. La imagen proyectaba una sensación de desamparo en las familias del barrio, como una señal de que la guerra estaba cerca. ¿Vendría Sendero Luminoso a Mangomarca? ¿Vendrían primero los soldados? El Estado estaba tan corrompido que su presencia no daba tranquilidad. Nuestra sociedad estaba aterrorizada por Guzmán y sus tropas sanguinarias y por la negligencia del presidente García.

García contribuía al terror en lugar de combatirlo. En un país que se desangraba, su gobierno parecía una fábrica tecnificada de corrupción: sus funcionarios recibían sobornos al comprar aviones de guerra o importar carne malograda que luego abastecía a los mercados desabastecidos. También García anunciaba obras que no concluía. Pasado su gobierno, muchas de ellas lucían abandonadas y eran el símbolo de un país saqueado por quienes debían protegerlo. Durante dos décadas, el tren eléctrico, su obra cumbre, recorrió vacío un pequeño trecho de rieles solo para que las máquinas no se deteriorasen. Los niños del barrio cercano de Villa El Salvador lo llamaban el Tren Fantasma.

García huyó del Perú después de su primer gobierno, acusado de haberse enriquecido en el poder, y regresó casi una década después cuando sus delitos habían prescrito. No era inocente, pero tampoco podía ir a prisión. En 2006, ganó la presidencia una segunda vez no porque fuese el candidato más popular, sino porque su opositor, Ollanta Humala, entonces un exmilitar de discurso chavista, lucía como un mal incluso peor. García parecía haber madurado, pero los escándalos que empezaron a chamuscar su entorno (supuestos sobornos, indultos a narcotraficantes, obras que no se hacían) confirmaron que se trataba del García de siempre.

Cuando, años después, en la mañana del 17 de abril de 2019, un juez ordenó que lo arrestaran por delitos cometidos en su último gobierno, García atendió brevemente a los policías en su casa. Luego subió a su habitación y se disparó. Matarse fue su forma definitiva de evadir la justicia una vez más, y un intento inútil de imponer su propia narrativa como héroe perseguido para que olvidemos las cosas terribles que hizo. Pero esta vez no lo logró.

El olvido es una forma de corrupción. En un país tan violentado como el Perú, la historia reciente no suele ser un terreno de reflexión y aprendizaje, sino un campo de batalla donde las élites políticas siguen peleando por impunidad y protagonismo. Como ciudadanos, los peruanos debemos ejercer nuestro derecho a la historia y debemos exigir y vigilar que nuestras experiencias sean contadas y recordadas. Recordar y compartir lo que vivimos, lo que nos hicieron políticos como Alan García, es una forma de combatir su violencia.

* Periodista, editor y migrante peruano. Ha escrito tres libros: “Día de visita”, “No soy tu cholo” y “De dónde venimos los cholos”; colaborador del New York Times en español.© New York Times News Service, 2019.