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Narco-escándalo: no a la impunidad

En las últimas semanas, el país ha vivido un suceso de grandes proporciones con fuertes connotaciones mediáticas. Todos los medios masivos de difusión se han ocupado del tema, brindando titulares de prensa y generosos espacios en radio y televisión. Ni qué se diga de las redes sociales, las cuales, ya se sabe, no solo informan, sino también desinforman, especulan y —con frecuencia— mienten al calor del posicionamiento político sectario. De todo hubo en este culebrón noticioso desatado desde mediados de abril. ¿Qué quedará cuando la avalancha atenúe y comience a despejarse el ambiente para ensayar conclusiones así sean preliminares?

Si bien es prematuro hablar de evidencias incontrastables, y todavía se puede —y se debe— presumir determinadas inocencias, el hecho innegable es la omnímoda presencia en el país del negocio ilícito de las drogas. No valen los consuelos triunfalistas de que los cultivos excedentarios de hoja de coca han disminuido, que solamente somos país de tránsito, que ocupamos el tercer lugar en el ranking de países productores, que las incautaciones han aumentado considerablemente, y otros por el estilo.

Aun siendo ciertas tales aseveraciones, no explican el fenómeno que ha quedado al descubierto. Y lo que sale a la luz es un tejido social, un clima institucional y aparatos estatales permisivos que hacen posible que el fenómeno exista y se desarrolle a vista y paciencia de propios y extraños. No solamente la Policía fue penetrada, sino también al parecer la Justicia y quién sabe cuántas instancias estatales y sociales más. Sería sensato admitir y reconocer la gravedad del asunto. Otra fuente de preocupación es que, pasada la euforia, las cosas queden más o menos como estaban y se extienda un manto de olvido e impunidad. Eso ha ocurrido en ocasiones pasadas.

El caso que admite ciertos paralelos, aunque también grandes diferencias, es el de Huanchaca en 1986. El 5 de septiembre de aquel año, una misión científica encabezada por Noel Kempff Mercado aterrizó “por error” en la pista de una inmensa fábrica de cocaína, de cuya existencia estaban enterados varios meses antes los organismos represivos y la propia DEA. Kempff, el piloto y el guía fueron brutalmente asesinados, en tanto que el científico español Vicente Castelló logró escapar y dar la alarma en Santa Cruz a las 18.00 horas del mismo día. Los aparatos de la Fuerza Aérea podían llegar en 40 minutos al lugar de los hechos. Los helicópteros de la DEA, con base en Trinidad, podían hacerlo en dos horas. Pero luego de órdenes y contraórdenes de autoridades políticas, militares y personeros de la DEA, el auxilio llegó… ¡73 horas después! Y solo gracias a la insistencia de los familiares y de la sociedad civil cruceña, quienes exigían el levantamiento de los cadáveres.

El hecho destapó un mayúsculo narco-escándalo que involucró a diversas autoridades, y tuvo incluso ramificaciones con el asunto Irán-contras (venta ilegal de armas a Irán e introducción de cocaína en Estados Unidos para financiar a los contras antisandinistas). Edmundo Salazar, diputado del FRI y presidente de la comisión parlamentaria que investigaba el tema, fue asesinado el 10 de noviembre con cuatro impactos de bala, cerca de su domicilio en la Av. Mutualista de Santa Cruz. Tres días antes, habían intentado sobornarlo para obtener su silencio y paralizar las investigaciones. Pasado el tiempo, todo quedó en nada. Nadie fue incriminado ni juzgado. Así de simple. Se impuso el reino de la más completa impunidad.

Para contribuir a que esta vez no ocurra lo mismo, volveré sobre esta aleccionadora experiencia, apoyado en dos libros clave, La guerra de la coca: una sombra sobre los Andes (1992), de Roger Cortez; y Huanchaca: modelo político empresarial de la cocaína en Bolivia (1996), de Hugo Rodas. Lo dije siempre a colegas y alumnos: los libros son el mejor soporte de la memoria, y no muerden.

* Periodista.