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Si todos los años fueran electorales

Eventualmente el campo político boliviano, definido por una permanente polarización, que en cierto sentido es un espejo de la relación antitética que se produce entre oficialismo y oposición, suele verse agitado o cimbrado por determinados hechos que son capaces de inclinar la balanza política a favor de un bando o, en su caso, provocar un tambaleo, cuando de la regularidad política determinada por aquello que la teoría llama “política agonística”, o del conflicto, se pasa a la práctica del enfrentamiento.

Sin embargo, contrario a lo que se esperaba, la política del enfrentamiento parece haber cesado, en la medida en que se fueron despejando las dudas acerca de la celebración de las elecciones (aunque, por un hecho reciente, sus escaramuzas se sienten incluso en los mismos bandos políticos). En lugar de ello, la política del conflicto ha determinado el devenir de un agitado proceso, en el que el flujo incesante de la información impide incluso su análisis somero, aun cuando ésta corrobora con el fangoso terreno sobre el cual yace la política, cuyo desmoronamiento no es tan fácil como el deslizamiento de barrios enteros que provocan otros terrenos inestables.

De una cotidianidad política adosada por la entrega de coliseos y campos deportivos, una que otra escuela y alguna obra digna de ser destacada, repentinamente el país se ha visto en medio de la vorágine de una serie de sucesos que se asemejan a una especie de arreglo de cuentas con la historia, de no ser por el siempre inoportuno año electoral que llega para determinar el juego político. Quizá por eso, a inicios de año durante la posesión de su nuevo gabinete, el Presidente resaltaba la enorme responsabilidad que le tocaba enfrentar a su nuevo equipo, no solamente en términos de gestión, sino también de acción política.

A partir de entonces, y por sobre sus más reacios detractores, el Gobierno implementó el Sistema Único de Salud (SUS), por ejemplo. Empezaron a destaparse viejos problemas que todos conocemos, pero de los cuales nadie quiere hablar, como los amañados procesos de ingreso a la Policía; la corrupción en Derechos Reales, que propició incluso su intervención; o la (re)apertura de algunos expedientes de corrupción, siguiendo en la cloaca de la (in)justicia, que permite que el discurso que pretende sensibilidad con el problema sea aún pertinente. Pero lo que merece especial atención es que antes de que la opinión pública llegara a valorar ese mensaje, el narcotráfico reapareció desde sus sombras, mostrando su tentacular dominio.

Todo, en fin, parece fatalidad. Sin embargo, ésta es también una nobleza de los procesos electorales, porque tal dinamismo político inusual se desearía permanentemente. Esa vorágine de sucesos ha evidenciado la fragilidad institucional en cuanto a control y mecanismos de transparencia y de rendición de cuentas, a pesar de la existencia de normas que obligan a crearlos y practicarlos, como la Ley Marcelo Quiroga Santa Cruz. En lugar de ello, aparece el voluntarismo y el posicionamiento del tema de la corrupción como fundamental, y como el remedio de nuestros males. Lo bueno es que precisamente la vorágine de esos asuntos debería motivar, sino obligar, a la definición de planes y programas de acción entre los jugadores electorales, cuyos distingos deberían dejar de depender de sus colores o sus simples enunciados.

Por otro lado, esta situación configura las condiciones para lo que la literatura de los procesos electorales llamaría una “elección crítica”, que son eventos determinados por un clima político álgido y la clara contraposición de propuestas de acción en función del mismo; pero para ello se necesita precisamente propuestas que permitan la razón del voto.

* Doctor en Sociología, docente de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) de México.