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Envidia y odio para seducir a India

El 26 de febrero, Narendra Modi, el primer ministro nacionalista hindú de India, ordenó un ataque aéreo contra el vecino Pakistán, un país dotado de armas nucleares. Esa mañana había espesas nubes sobre la frontera que preocupaban a los asesores de Modi. Pero, según afirmó éste durante su campaña electoral, decidió no hacerles caso. No sabe nada de ciencia, reconoció, pero se fio de su “sabiduría primitiva”, que le dijo que las nubes impedirían que el radar paquistaní detectara los cazas indios.

Durante los cinco años de gobierno de Modi, India ha sufrido variadas consecuencias de esa sabiduría primitiva; el caso más gratuito fue el de noviembre de 2016, cuando su gobierno retiró de pronto casi el 90% de los billetes de banco en circulación. Con unas decisiones que arrasan la economía india y amenazan con causar un apocalipsis nuclear en el sur de Asia, Modi ha confirmado que el líder de la mayor democracia del mundo es peligrosamente incompetente. Y durante la campaña ha dejado claro también que es un supremacista étnico y religioso recalcitrante que utiliza el miedo y el odio como armas políticas.

Bajo el gobierno de Modi, India ha padecido constantes estallidos de violencia real y virtual. Mientras los presentadores de televisión partidarios del Primer Ministro se lanzaban a la caza de “antinacionales” y ejércitos de troles se desataban en las redes sociales con amenazas de violar a las mujeres, varias turbas linchaban a musulmanes e hindúes de las castas inferiores. Los supremacistas se han apoderado de las instituciones o se han infiltrado en ellas, desde el Ejército y la Justicia hasta los medios de comunicación y las universidades; y los profesores y periodistas disidentes se arriesgan a ser detenidos de forma arbitraria, e incluso de ser asesinados con afirmaciones falsas y estridentes. Modi y sus seguidores nacionalistas parecen haber sumido el país en un infierno lleno de estupidez.

Sin embargo, en las elecciones que comenzaron en abril, los votantes decidieron, por abrumadora mayoría, prolongar esta pesadilla. El carisma inexpugnable de Modi resulta todavía más misterioso si se tiene en cuenta que no ha cumplido en absoluto sus dos promesas fundamentales de 2014: empleo y seguridad nacional. Durante su mandato se han disparado tanto el desempleo como la actividad armada en Cachemira. Su ataque punitivo contra Pakistán en febrero no destruyó más que unos cuantos árboles al otro lado de la frontera, mientras que mató a siete civiles indios por fuego amigo.

Desde luego, a Modi le han beneficiado los planes estrafalariamente publicitados de proporcionar retretes, cuentas bancarias, préstamos baratos, vivienda, electricidad y bombonas de gas para cocinar en favor de los más pobres. Las generosas donaciones de las principales empresas indias le han permitido gastar mucho más dinero que los demás partidos en la campaña. Algunos medios en manos de las compañías han presentado a Modi como el salvador de India, y los partidos de la oposición tienen razón al insinuar que la Comisión Electoral, en otro tiempo uno de los escasos órganos irreprochables del país, también ha sido descaradamente partidista.

Con todo, esto no basta para explicar cómo ha hechizado Modi a una población mayoritariamente joven. Modi ha transformado drásticamente, con ayuda de la tecnología, la imagen que muchos indios tienen de sí mismos y de su mundo, y al llenar la esfera pública del país de un odio increíblemente popular s sus viejas élites urbanas. Desgarrada por divisiones de casta y de clase, y dominada por dinastías tanto en Bollywood como en la política, India es una sociedad con unas desigualdades escandalosas. Su Constitución y gran parte de la retórica política defienden la idea de que todas las personas son iguales y tienen el mismo derecho a la educación y la oportunidad de trabajar; pero la experiencia cotidiana de la mayoría da fe de las terribles violaciones que sufre este principio. La gran mayoría de los indios acumulan desde hace tiempo hondos sentimientos de agravio, debilidad, inferioridad, degradación, inadecuación y envidia, que tienen su origen en las derrotas y las humillaciones padecidas a manos de los que están más arriba en una rígida jerarquía.

Este sentimiento de abandono se hizo más lacerante cuando, en los 90, India empezó a adoptar el capitalismo global con una ética casi estadounidense del individualismo, en medio de un gigantesco desplazamiento de la población de las áreas rurales a las urbanas. La televisión por satélite e internet despertaron fantasías antes impensables de riqueza y consumo privados; mientras las desigualdades, la corrupción y el nepotismo crecían, y las jerarquías sociales seguían tan arraigadas como siempre.

Sin embargo, ningún político se propuso explotar la rabia latente desde hacía tiempo contra los gobernantes poscoloniales y perpetuos ni canalizar la frustración creciente por los obstáculos de la movilidad social hasta que, a principios de esta década, Modi renació de la deshonra política con su retórica de meritocracia y enérgicos ataques a los privilegios hereditarios. El antiguo aparato anglófono de India y los gobiernos occidentales habían estigmatizado a Modi por la sospecha de su participación (indiferencia malévola, complicidad o incluso supervisión directa) en el asesinato de cientos de musulmanes en su estado natal de Gujarat en 2002. Pero Modi, respaldado por algunas de las personas más ricas del país, logró volver al escenario político y, con vistas a las elecciones de 2014, fascinó a los indios con aspiraciones con un vistoso relato sobre su pasado miserable y el futuro glorioso que les aguardaba.

Desde el principio tuvo cuidado de presentarse a su público fundamental de marginados como uno de ellos: una persona hecha a sí misma, que había tenido que vencer obstáculos interpuestos por una élite arrogante y corrompida que consentía a los traicioneros musulmanes y despreciaba a los buenos hindúes como él. Tras presumir de sus 142 centímetros de pectorales, prometió transformar India en una superpotencia internacional y reinsertar a los hindúes en el gran desfile de la historia.

Desde luego, ha tenido la suerte de enfrentarse a Rahul Gandhi, un símbolo viviente de la difunta política dinástica y el centrismo ideológico insolvente. Sin embargo, en contra de lo que esperaban muchos comentaristas neoliberales en India y Occidente, Modi no ha logrado transmutar las pasiones de los indios rezagados en un crecimiento económico espectacular. Por el contrario, ha abierto lo que Friedrich Nietzsche, al hablar de los “hombres de resentimiento”, llamó “un trémulo ámbito de venganza subterránea, inagotable y de insaciables arrebatos”.

El programa de Modi en India es el mismo que el de numerosos demagogos de extrema derecha: excitar a una población temerosa e indignada usando como chivos expiatorios a las minorías, los refugiados, los izquierdistas, los liberales y otros, mientras acelera las formas más depredadoras del capitalismo. Puede que no haya creado oportunidades de empleo para los ciudadanos desfavorecidos. Pero les ha dado permiso, con su propio desprecio vengativo hacia las élites de habla inglesa, para que se enfrenten ruidosamente y callen a los privilegiados. En vez de liberarlos de las injusticias, ha liberado las emociones más siniestras; ha autorizado a sus seguidores a odiar de forma explícita a gente muy variada, desde los pérfidos paquistaníes e indios musulmanes hasta sus apaciguadores “antinacionales”.

Mientras Modi dejaba que estallara el volcán de un resentimiento histórico, India ha presenciado un ataque brutal no solo contra las instituciones democráticas y el discurso racional, sino también contra la decencia. Nada resume mejor la India que ha construido Modi que las manifestaciones del año pasado encabezadas por mujeres y las explicaciones ofrecidas por los políticos, la Policía y los abogados para justificar a ocho hombres hindúes acusados de violar y asesinar a una niña musulmana de ocho años. Emborrachar a los votantes con la seductora pasión de la venganza y grandiosas fantasías de poder y dominación ha permitido a Modi eludir el escrutinio público de los resultados de su sabiduría primitiva; un historial que habría arruinado a cualquier otro político.

* Ensayista y novelista indio. Su último libro es ‘La edad de la ira. Una historia del presente’. © The New York Times, 2019. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.