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Thursday 28 Mar 2024 | Actualizado a 04:47 AM

Los fantasmas del desarrollo

Lo curioso es que si antes el abandono era la gran amenaza, hoy lo es el desarrollo, la urbanización.

/ 8 de junio de 2019 / 00:07

El nombre de Igüembe suena remoto y lejano. Para aquellos que les gusta hablar de identidad, este lugar, ubicado en el límite del Chaco Boreal, es donde habitan los verdaderos chaqueños y guaraníes. Pasé por allá hace 20 años, en pleno huracán neoliberal. Su imagen de destrucción mística me inspiró a escribir la novela Los fantasmas del abandono.

En aquel entonces parecía un lugar condenado a desaparecer, invadido por la maleza, casas deshabitadas, mucho polvo, gente vieja y pocos niños. Así fue el destino de los pueblos que desaparecieron bajo regazo del progreso y las prolongadas sequías. Es difícil sobrevivir tan alejado de la línea férrea, con un camino carretero destrozado por los vendavales y los escasos aguaceros, ni pensar en la tecnología que solo aparecía en los sueños. Ahora, en pleno siglo XXI, fue inevitable contemplar el discurrir de aquella Bolivia profunda.

Igüembe es hoy un pueblo muy bien conectado; han quedado en el olvido los viajes a pie, en mula o a caballo. A diario pasa un minibús para el transporte de pasajeros, tiene un camino bien conservado y posee casi todos los servicios básicos. Su estampa antigua de casas de adobe desapareció. Hay un hotel, y dentro de poco estrenarán su segundo puente. “Nos parecemos a Nueva York”, me dijo un vecino, mostrando el nuevo servicio de alumbrado público. Hay electricidad todo el día, y el sonido de las radios y los televisores han sustituido al cantar de las chicharras y los rococos. Los niños caminan con su celular; los simbas ya no usan la tradicional camisa blanca, sino lucen poleras de Chicago Bulls.

¿Cómo ocurrió ese milagro? Primero con el subsidio omnipresente desde los años 60 cuando la Alianza para el Progreso buscaba eliminar la pobreza esterilizando a los pobres. Luego, en los años 80 Rubén Poma y su programa Jenecherú nos mostraron la pureza de Tentayape como una riqueza cultural, y esto disparó a las ONG que, como aves carroñeras, llegaron a cambiar todo, con demagogia y alimentos. Se destruyó la autosuficiencia, allí en el pasado se comía lo que se producía y todos eran medianamente felices. Lo único que faltaba era la esperanza del desarrollo. Las ONG dañaron seriamente la producción agrícola familiar. Le siguió la Participación Popular y después el gobierno de Evo Morales.

Hoy ya casi nadie cría chivos, que eran la fuente de carne. La verdura y la fruta se importan desde Muyupampa. El maíz para el mote y la harina para el muiti vienen desde Monteagudo. Me explicaban que ya nadie quiere ser vaquero porque todos prefieren trabajar para las petroleras o para el Gobierno. La agricultura decrece y se orienta sobre todo hacia la alimentación del ganado. Lo curioso es que si antes el abandono era la gran amenaza, hoy lo es el desarrollo, la urbanización.

Muchos de los que se fueron de Igüembe retornaron después de unos años. Hay toda una generación nacida durante el gobierno de Morales; chicos bonitos, saludables, bien vestidos, de quienes sus ídolos no son Apiaguaiki Tumpa, Bacuire o Evo, sino Messi o Cristiano Ronaldo. La pobreza extrema desapareció y todos tienen internet. Al ver a esos niños, uno piensa que en la década de los 80 y 90 la dignidad era plantarle cara a la potencia extranjera. El logro del actual Gobierno es haber levantado la dignidad en esos pueblos. La dignidad es también darles una mejor vida.

Si la Revolución de 1952 hizo del campesino propietario de las tierras, Morales lo convirtió en consumidor. Quizás ya no existe en Bolivia un centímetro cuadrado donde no rige el capitalismo, o se repitan las oraciones del liberalismo y se espere que la mano invisible del mercado haga los milagros. Ya estamos todos enganchados y nadie es olvidado.El Talón de Aquiles del Socialismo del siglo XXI ha sido el tema productivo. Pueblos como Igüembe necesitan recuperar su autosuficiencia. La dependencia alimentaria puede tener efectos más devastadores que las sequías o los infernales vendavales.

* Escritor y agricultor.

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Agonía de la ONU

El mundo después del coronavirus se presenta como un planeta de naciones aisladas, naciones orientadas a sí mismas

/ 22 de abril de 2020 / 06:39

Después de la Segunda Guerra Mundial fue creada la Organización de las Naciones Unidas, con la misión de resguardar la paz y seguridad del planeta. Nació como producto del multipolarismo, el sueño mojado de la humanidad en la que todos los países se encontraban en igualdad de derechos. La diferencia se dio en las condiciones, pues cinco países se quedaron con el derecho al veto, o sea, de hacer lo que les dé la gana. Los demás tienen que estar contentos con estar dentro. Y para ser considerado miembro pleno, aparte de los requisitos legales se tiene que cumplir con el financiamiento. Países que incumplen esta condición, como Surinam, pierden su derecho a voto. Y hay países que están en la lista negra como Venezuela y Yemen. Se lo acepte o no, el tema de presupuesto es indispensable para participar en la ONU.

Actualmente, los tiempos son distintos a los de la Segunda Guerra Mundial. Existen otras necesidades, otros desafíos, otros peligros. Naturalmente que el rol de las Naciones Unidas es puesto en duda. Las nuevas realidades políticas han degradado la danza ritual del lobby político en una burda pantomima de los nacionalismos. Es como si el mundo estuviera demasiado trillado y todos quisieran regresar de inmediato a casa. Los países más poderosos, y en especial Estados Unidos (que debía ejercer el liderazgo), se pertrechan en las propias fronteras, como diciendo que si alguien quiere hacer algo, primero debe tocar la puerta. Aunque suena a nostalgia, mientras existía la Unión Soviética, las Naciones Unidas fue un instrumento de equilibrio. Una vez que la URSS desapareció, la ONU cayó en un profundo fango, el de la instrumentalización. Sucedió en los Balcanes, la guerra de Irak, las famosas misiones de paz, las sanciones impuestas a algunos países, etc.

La ONU se redujo a un aparato burocrático inútil. Y para alguien que ve la política como un terreno de negocios, es obvio que abordará este asunto desde el punto de vista económico. Si yo soy el que más dinero pone, es normal que tenga derecho a decir para qué sirve lo que pongo. Por eso, desde el 2018 el financiamiento y el presupuesto de este organismo se han ido reduciendo. Trump fue quien más énfasis dio al respecto, y en 2019 se produjeron pagos retrasados que dejaron a la ONU casi en estado de parálisis. Entonces se comprendió que el problema financiero solo mostraba el problema político. El multipolarismo ya no es de esta época. Hay una cerrazón universal. Trump fue muy claro en la última asamblea de la ONU cuando dijo “el futuro pertenece a los patriotas, no a los globalistas”.

Sí, la ONU fue un sueño global, y ese sueño ya no existe. Actualmente los conflictos en el mundo se resuelven hablando directamente con el patrón, no con el empleado, tal como en las conversaciones con Corea del Norte, Irán, los talibanes, etc. Estados Unidos dicta sanciones económicas a quien se le antoja. La ONU es un espectador muy caro del acontecimiento mundial.

Con el Coronavirus se ha profundizado más el escepticismo acerca el rol que las naciones unidas tienen en la actualidad. Si algún momento tenían que funcionar era éste. El liderar el combate a la amenaza mundial que supone el Coronavirus. Pero cada país escogió su propio camino, dando la espalda a la cooperación y solidaridad. La acción de Trump al cortar el financiamiento a la Organización Mundial de la Salud ha sido el corolario de esta vía crucis. No se trata de castigarla por considerarla pro-China, sino de degradarla como excusa ante sus votantes por su sinuosa estrategia del control del Covid-19.

El mundo después del coronavirus se presenta como un planeta de naciones aisladas, naciones orientadas a sí mismas. Naturalmente que la globalización no ha muerto, como pretenden los nacionalistas. Esta es una coyuntura aciaga del comportamiento mundial. Y si se quiere estar a tono con los tiempos, hoy más que nunca se necesita resetear a la vieja carcasa de las Naciones Unidas.

Elvis Vargas Guerrero, agricultor y escritor.

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La geopolítica del coronavirus

Cuando el mal lo padece el de la acera del frente, la cultura del miedo lo estigmatiza.

/ 2 de marzo de 2020 / 06:26

El barbijo se convertirá en la corbata del siglo XXI?, aunque la moda no la hayan impuesto los diseñadores de Milán o París, sino nuestro miedo. El cual podemos explicar en una combinación de los miedos primarios que son innatos, condicionados. Por ejemplo, un bebé que siente miedo por la fotografía de una serpiente es porque en su memoria genética está el asegurar nuestra sobrevivencia, el saber cuándo debemos pelear o huir. Y los miedos secundarios, que tienen una raíz cultural. Los sentimos sin ver al enemigo, porque hay un imaginario que está vinculado con la autoridad política o religiosa. Esos líderes asientan su poder en la cultura del miedo para poder controlarnos. Según el sociólogo Barry Glassner, se trata de la percepción común, intencionalmente elaborada, de angustia y ansiedad. La transmiten los medios de comunicación, no la Iglesia.

Junto con el nuevo coronavirus (COVID-19) se ha difundido una cultura del miedo, con el objetivo claro de dañar la imagen del Gobierno chino. Se la sintió mucho más cuando se conoció la muerte de Liu Zhiming, el médico que denunció el secretismo usado por su Gobierno para esconder información sobre la infección.

Probablemente lo que hicieron esos gobernantes no es diferente a lo que hubieran hecho los estadounidenses, dosificar la información hasta saber qué tenían en manos. A veces, la verdad puede ser fuente de desesperación y caos debido al miedo humano hacia lo desconocido. Cuando el mal lo padece el de la acera del frente, la cultura del miedo lo estigmatiza.

Las fronteras de la geopolítica del virus se han ensanchando como si estuviese programada para afectar a unos cuantos. No es que crea en la teoría del complot o tenga un antiimperialismo de cafetín, pero es curioso que los primeros países afectados fueran China e Irán, dos enemigos de EEUU. Y mucho más si en ese momento se desataba una feroz guerra comercial. Las coincidencias van más lejos al ver que el coronavirus COVID-19 solo llega a suelo estadounidense cuando ya hay indicios de medicinas que demuestran su efectividad. A su vez los chinos, debido a su sociedad autoritaria y disciplinada, pudieron sacar pecho diciendo ahora vamos a enseñar al mundo cómo nosotros manejamos la situación.

Las consecuencias de esta pandemia las sufriremos los ciudadanos no solo con las víctimas mortales: la existencia del enemigo invisible se convierte en el mayor ataque a nuestro libre albedrío, el bajar los brazos en nuestra autodeterminación como individuos y aceptar fácilmente que los gobiernos decidan por nosotros.

Toleramos que la libertad individual o de grupo nos sea arrebatada para disciplinarnos.

Sin la cultura de miedo que impusieron los medios de comunicación, quizás hoy veríamos al nuevo coronavirus como una forma severa de resfriado. Y actuaríamos como con las otras enfermedades. Si nunca nos ha asustado los muertos por la gripe común, tampoco los millones que mueren con malaria, o por la enfermedad más prevenible que es el hambre. Si estamos llenos de indolencia con lo que ocurre a nuestro alrededor que solo nos importa cuando nos sentimos afectados, la cultura del miedo ya nos domina y nos obligará a seguir al pie de la letra las medidas sanitarias, aun sabiendo que son un desastre para nuestra salud. El alcohol en gel también mata los organismos buenos que habitan en nuestras manos. Mandaremos al carajo la maravilla creada por siglos de evolución: nuestro sistema de inmunidad, al que lo volvemos más susceptible a enfermedades. Olvidaremos que el instinto de sobrevivencia nos hizo transitar del sufrimiento hacia la fortaleza, porque estaremos contentos con que el bienestar nos lleve del goce a la debilidad.

Elvis Vargas Guerrero 

es escritor y agricultor.

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‘Parásitos’

La estética de la pobreza y la riqueza son uno de los mayores negocios del entretenimiento.

/ 17 de febrero de 2020 / 06:50

La cinta Parásitos, del coreano Bon Joong-hoo (ganadora del premio Oscar a la mejor película de este año) es una sátira política sobre la estética de la pobreza.

Una narrativa neoliberal de cómo una familia pobre coreana que vive en los subterráneos, pero mediante artimañas se asienta en el seno de una familia rica, honesta y tonta. Al contrario de lo que piensan algunos, no se trata de una historia edulcorada sobre la lucha de clases en Corea del Sur, en la que se desenmascara la disparidad social oculta de esa sociedad borracha por el éxito tecnológico y económico. Esta película muestra el cinismo de la derecha que imagina a los pobres como los sirvientes astutos que se aprovechan y manipulan a sus nobles amos, de allí el nombre de parásitos.

La estética de la pobreza siempre ha fascinado a la intelectualidad progresista, sobre todo a la clase media alta. Los marxistas denominaron a este fenómeno “complejo de culpa del pequeño burgués”. En contraparte, el intelectual liberal considera a la pobreza una lacra. Antepone la sociedad del bienestar al Estado de bienestar. Para él, la solidaridad es una palabra mala. La caridad individual es más efectiva que cientos de programas sociales. El mercado protegerá a los pobres, piensa. Se opone a que se obligue a aportar por alguien que está en esa situación por elección propia. Ve en el pobre una dualidad: la ética que aprecia a esa persona como un fracasado, una carga social, una fuente de vicios y defectos; la estética, al pobre como mercancía, él es un objeto de consumo para la satisfacción personal. Sin esta imagen patética no se justificaría nunca que los ricos también lloran.

La estética de la pobreza y la riqueza son uno de los mayores negocios del entretenimiento. Millones de pobres quedan hipnotizados por las aventuras de los adinerados en las telenovelas latinoamericanas, o con las bobadas de los famosos en los talk shows. El éxito de la televisión basura, los influencers no serían nada sin la estética de la pobreza y de la riqueza.

Un izquierdista, por lo contrario, ve en el pobre virtud, honradez y lo auténtico. Le fascina vestir como el pobre, sentir, hacerse el pobre, aún sabiendo que al entrar en casa la realidad es más poderosa que los sueños. Le apasiona erigir su imagen personal en la espalda de los desposeídos. Todo esto deviene del legado mesiánico de la religión. Jesús era pobre y decía que de ellos era el Reino de los cielos. O sea, el admirar al pobre le lleva a presentarse como salvador del mundo.

El liberal y el izquierdista coinciden en la cosificación de la pobreza, como objeto de consumo o como justificación existencial. Pero la pobreza es real y deja sus huellas. El señor Kim se siente tocado en lo íntimo cuando el señor Park siente repulsa por su olor. Al principio pensaba que el señor Kim tenía que cambiar de shampoo. Pero no, su olor, como lo describe el señor Park, estaba en todas partes, sobre todo en el metro, ese olor tan persistente de la pobreza. Para quien ha sufrido los rigores de la carestía material, sabe que su piel, sus dientes, su estómago, nunca serán los mismos. Las huellas físicas de la escasez de recursos lo han marcado de por vida y han determinado su futuro. El éxito es más probable en el hijo de un ejecutivo de Manhattan que en el hijo de un paria de Calcuta.

La cinta Parásitos, aparte de del goce estético, nos lleva a pensar en el tema tabú de la desigualdad, vista en estos tiempos como normal. Probablemente la película será recordada en unos años por la memoria de los cinéfilos, pero para el común de las personas, ese objeto será desechado después de ser consumido. 

Elvis Vargas Guerrero

es escritor y agricultor

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¿Merece el mundo ser salvado?

El ecologismo incentiva el terror a nosotros mismos; dice que tenemos la culpa de todo lo que pasa en planeta.

/ 31 de agosto de 2019 / 00:45

La mejor forma de resguardar el poder es a través del miedo. La religión siempre fue el mejor vehículo para ello. Los animistas usaban los malos espíritus; el paganismo, a la rabia de la madre naturaleza; el politeísmo, la cólera de los dioses; el monoteísmo, el infierno; el socialismo, la angurria de los malvados burgueses; el liberalismo, el pavor al Estado totalitario que sojuzga al individuo. De todos los miedos infundidos quizás el más peligroso es el fomentado por el nuevo dogma: el ecologismo, que incentiva el terror a nosotros mismos; dicen que los humanos tenemos la culpa de todo lo que pasa en este planeta.

Este credo surgió como reacción ética al punto de convergencia de las dos religiones dominantes en el último siglo, el socialismo y el liberalismo: la fe en el crecimiento económico. O sea, el poder aprovechar los recursos naturales para fomentar el incremento de productos, mejorar la calidad de vida y fomentar del desarrollo tecnológico. De la ética a la política fue un pequeño paso llegar al ecologismo, para imponer su propia visión de mundo, situada entre la autogestión del feudalismo y el crecimiento económico moderno. Su propuesta es un sincretismo llamado desarrollo sostenible. La ilusión de que podamos vivir en armonía con la naturaleza y los demás seres vivos segrega a los seres humanos como entidad aparte de la naturaleza y de los otros seres vivos. Todo esto es como pretender que el zancudo ya no chupe sangre o que el león no cace venados. Los seres humanos vivimos de otros seres vivos, ya sean plantas o animales. Para construir nuestra civilización necesitamos recursos naturales, no hay otra. Si en nuestro lugar estuvieran los dinosaurios, no habrían sido éticamente mejores que nosotros. Y si llegaran extraterrestres tampoco cambiarían de comportamiento.

El ecologismo dejó hace mucho tiempo de ser un movimiento de protesta para convertirse en parte del statu quo político. Ya tiene su lugar institucional, e incluso es patrocinado por muchos gobiernos. Se ha convertido en parte programática del liberalismo y el socialismo. Aunque quedan algunos puristas, en la mayoría izquierdistas frustrados por la caída del muro de Berlín, que se resisten a caer en brazos del liberalismo y acusan al socialismo de inconsecuente, promoviendo una retórica radical y vacía. El pensamiento ecologista ha contaminado nuestra comida, la educación y hasta los sentimientos. Nos guste o no, el ecologismo es la mayor revolución ética del último siglo.

El ecologismo que actualmente se promueve no es el revolucionario de los verdes europeos allá por los años ochenta, sino el de las películas Disney; que humaniza la naturaleza y promulga la idea de que los animales tienen sentimientos y que los malvados seres humanos solo pueden ser convertidos por la fuerza del amor. Lo trágico es que esta visión es trasladada a la política con carácter oportunista. En el fondo, significa trasladar la culpa al espíritu humano y no a personas y grupos concretos. Aquí se aplica el dicho de “cambiar para que nada cambie”.

El ecologismo se equivoca al pensar que los seres humanos no tenemos derecho a usar los recursos naturales para nuestro propio desarrollo y progreso. Hemos conquistado el derecho a erigir nuestra civilización, a mejorar nuestro entorno, de mejorarnos a nosotros mismos. El planeta Tierra es nuestra casa transitoria. Se prevé que a lo mucho nos queda dos siglos para seguir viviendo aquí y que debemos cambiar de destino y de formato biológico para poder sobrevivir afuera. La Tierra, con o sin los seres humanos, igual se va al carajo. En lugar de negar el desarrollo, quizás deberíamos enfocarnos más en diseñar nuestro destino de eternidad.

* Escritor y agricultor.

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Julian Assange, el héroe Wabi-sabi

Los héroes modernos ya no son la encarnación de los valores o la proyección estética de una sociedad

/ 29 de abril de 2019 / 04:41

Los héroes son lo que nosotros vemos en ellos: una ficción, una simple proyección del álter ego colectivo. No se trata de personas o de hechos reales, sino de la construcción imaginaria de valores y de la estética. Desde la Iluminación, se ha desatado en este terreno una batalla descarnada entre lo apolíneo y lo dionisíaco: la destrucción paulatina del ideal griego de la perfección. Para las religiones politeístas, los héroes eran una mezcla de dioses y humanos armados con poderes de las fuerzas naturales. Ellos eran nuestros protectores. Para el monoteísmo, eran mesías que venían a salvar el mundo. Y para el humanismo evolutivo, el ideal del superhombre. La diferencia la marca el liberalismo, que olvida la estética y solo resalta el valor: la voluntad individual hace al héroe.

En los últimos 300 años, los héroes son gente dotada de un extraordinario talento, capaces de cambiar y dar nuevo rumbo a la historia gracias a su capacidad individual. Allí están Bolívar, Washington, Superman o Mickey Mouse. Un héroe es la exaltación del individuo. En cambio, el socialismo creía en el colectivismo, la fe en la masa amorfa del pueblo. Aunque en Latinoamérica se fue creando un sincretismo con el monoteísmo y fueron surgiendo figuras mesiánicas como el Che Guevara, con su paraíso revolucionario y el hombre nuevo. O sea, el ideal del colectivismo fue desapareciendo.

Pero ahora en siglo XXI, cuando el liberalismo es la religión mundial, la que debería firmar el fin de la historia, en el seno de sus contradicciones se va destruyendo la estética del héroe liberal. Los héroes modernos ya no son la encarnación de los valores o la proyección estética de una sociedad, sino una imagen transitoria, una suerte de cantante a quien admiramos el momento en que está en el podio. Nuestros héroes son un objeto más de consumo. Admiramos a quien más discos vende; al artista como Bansky que destruye sus cuadros; al genio borracho de Maradona. Idolatramos lo que hace, no lo que representa; y su valor nos lo da el momento de nuestro disfrute.

Con Julian Assange encontramos este tipo de héroe. Muy lejano de lo apolíneo y lo dionisíaco. No somos sus fans por sus valores o su estética desprovista. Lo que nos une a él es su acto heroico. La creación de una plataforma con la que se puede cuestionar al poder. Donde es posible la venganza de los débiles contra los superpoderosos. Por eso Julian Assange es y será el auténtico héroe Wabi-sabi, tal como la estética zen japonesa es representada con la imperfección y la impermanencia.

No es un Alan Turing que no soporta el heroísmo y muere a lo Blancanieves. Tampoco es alguien que se perfecciona como Gandhi o Mandela a través del sufrimiento. Assange mata el aburrimiento con un monopatín. No le interesa la visita de pinches, solo atiende a celebridades como Lady Gaga. Su existencia es fáctica. No acaba en un calvario cristiano, sino en el linchamiento mediático al que lo sentenciaron los servicios secretos para matar lo que representa. El castigo a Assange es el mejor precedente para quienes se atreven a desafiar el orden establecido.

Ahora, después de su tormentosa detención, a Estados Unidos ya no le interesa extraditarlo, pues no quiere crear un escenario tipo OJ Simpson a su alrededor, porque eso significaría mucha televisión y un gran podio donde seguiría viviendo el héroe incómodo. Julian Assange está condenado a ser un personaje del arte efímero, del que todos se olvidan cuando se acaba la presentación.

* es escritor y agricultor.

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