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Educación por competencias

Sabido es que cuando se habla de formación universitaria, el mundo entero reconoce tal acepción en su forma simple y urgente: enfoque por competencias. Esta frase, en un contexto tercermundista, o por decirlo en la jerga apropiada, en un contexto de país emergente, ha sido y es utilizada a “quemarropa”.

Y la exigencia de este nuevo mundo de fronteras traspasadas es que los “educados” sean entregados por las instituciones universitarias al mercado laboral con una óptima capacidad productiva. No únicamente un individuo que tenga conocimientos y habilidades, sino alguien que, en términos de desempeño real en un contexto laboral, sea “útil”… En otras palabras, un producto de calidad para insertarlo en las “redópolis”, esas de las que hablaba Bressanddlstler: una integración de redes especializadas: sociales, financieras, comerciales, industriales y culturales (no hay país en el mundo que escape de esta inmensa telaraña).

A pesar de que generar un cambio positivo en cuanto al avance científico-tecnológico en países emergentes (observado por ejemplo en nuestro país con la incorporación y la masificación de las TIC), esta tendencia, el enfoque por competencias, genera también un espectro de “estrés colectivo”, en un inmenso mar de antiguos y nuevos profesionales del contexto.

La misma transformación del ámbito laboral en la que ya no existe el concepto de “puesto” sino de “área ocupacional”, la empleabilidad temporal (o informalización entre empleador y empleado), y las altas certificaciones (que obligan al profesional a seguir eternamente los estudios de posgrado) han aumentado considerablemente el número de aspirantes a un título académico. Lo que a su vez ha impulsado la aparición de instituciones universitarias sin solvencia académica, con procesos educativos de calidad mediocre, que ofertan a diestra y siniestra seminarios, cursos de pre y posgrado a una multitud de ciudadanos con expectativas y capacidades disímiles.

Asimismo, se evidencian legiones de estudiantes, procedentes de clases medias y proletarias, con un alto nivel de presión social, quienes luchan a capa y espada por “abrirse” un lugarcito en las “redópolis”, que amenazan con desplazarlos y “reasignarlos” a labores de la economía terciaria.

A pesar de este panorama particularmente sombrío, se realza el enfoque central por “competencias” como una inversión socioeconómica, que debe producir un mejor recurso humano. Este concepto define la capacidad productiva del individuo con base en una maraña de insumos, resultados, procesos, etc. “Aprisionando” al empleado no solo en tareas eminentemente laborales, sino también demandando que el individuo esté en plena facultad y haya desarrollado sus actitudes socio afectivas y habilidades cognoscitivas, psicológicas, sensoriales y motoras para cumplir sus funciones o tareas; en suma, un súper funcionario, un “soldado universal”.

¿Quiénes son aquellos que cumplen la larga lista de requisitos para ser llamados competentes? ¿Quiénes son los poseedores de la vara de medida? ¿Habrá un espacio de ruptura para un ¡Eureka! arquimediano? En fin… ¿dónde queda el espíritu de la Ilustración en el alma mater?

A mi juicio, las competencias profesionales son un concepto enmarcado en un proceso de ajuste permanente e inacabado (hoy significa una cosa, mañana otra). Por tanto, este enfoque no debiera constituirse en la Lex, en la vox Dei que se erige como una espada de Damocles sobre la cabeza de los profesionales. Tampoco debiera considerarse a las competencias como ladrillos en una torre de Babel de una sociedad tan perfecta como inexistente. Debieran ser consideradas solo como un recurso pedagógico. Solo eso, y como tal, susceptibles de ser transformadas, mejoradas o desechadas en el tiempo, como todo paradigma y enfoque.