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Solsticio

La humanidad sigue teniendo necesidad de misterio, de algo que la haga sentir viva por encima de la tecnología.

/ 24 de junio de 2019 / 00:49

A coger el trébole (el trébol de cuatro hojas, ese que da buena suerte), encender y saltar hogueras o bañarse en los ríos bajo la Luna: millones de personas en el mundo salieron un año más de sus casas la noche del domingo, cumpliendo con un rito pagano para unos, y cristiano para otros. La noche de San Juan, aunque no coincide exactamente con el solsticio de invierno (el de verano en el hemisferio norte) tiene su origen en él, y como tal, es tomado por muchísimas personas, que consideran la fiesta una celebración panteísta. Pese a los muchos siglos de religiones modernas, en el fondo de nuestras conciencias alienta un animismo primitivo que tiene que ver con lo natural más que con la filosofía y la ciencia.

A la vez que el mundo avanza hacia la tecnificación robótica, que la informática y la astrología conectan el conocimiento humano y el universo, cada vez menos ignoto, la humanidad sigue teniendo necesidad de misterio, de algo que la haga sentir viva por encima de la tecnología. Enganchados a móviles y a ordenadores, necesitamos a la vez sentir que estos no lo solucionan todo, y que hay algo que se les escapa, algo que nos pertenece y que ya estaba dentro de nuestros espíritus antes de que aparecieran ellos. Algo que tampoco tiene que ver con la religión como nos la presentan, en todo caso con sus antecedentes mágicos. En el fondo de todos nosotros, lo queramos o no, hay un eco de la historia de ese tiempo en el que las preguntas aún no tenían respuestas, o por lo menos no todas ellas.

La noche de San Juan en Occidente va unida a la superstición, una rémora para quienes consideran que todo tiene una explicación científica. Posiblemente estén en lo cierto, pero eso no les faculta para descalificar a quien necesita creer en algo diferente de lo que la tecnología y la ciencia nos presentan como único real. Sin entrar en creencias milenaristas o en fantasías heterodoxas, de esas que las televisiones también nos venden como si fuera una publicidad más, hay gente que necesita seguir pensando para vivir que no todo tiene explicación y que cabe aún el misterio en este mundo, llámese poesía o representación sin más.

Por eso, en noches como las de San Juan o de Navidad, la más corta y la más larga dependiendo de los hemisferios terrestres, todos sentimos un estremecimiento y un desasosiego que tratamos de convertir en fiesta, para no reconocer que nos asusta el misterio del tiempo y nuestro desvalimiento como especie, en medio del gran enigma del universo y de la eternidad que intuimos detrás de él.

“El mayor de los soles en un lado / y del otro luna nueva / lejos de la memoria como aquellos pechos / Y en medio el abismo de la noche estrellada, / el cataclismo de la vida”, escribió el poeta griego Yorgos Seferis mirando el cielo de Atenas un solsticio de verano, sin saber que esa noche quedaría para siempre prendida de su poema como de tantos poemas escritos por tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia, la mayoría de ellos perdidos para siempre con las luces de la noche, con las hogueras y las ilusiones brotadas al calor de su fantasía, tan fugaz.

Otro poeta, este de la pintura, lo escribió con sus pinceles en un lienzo cuyo título, Noche estrellada, resume todos esos poemas, los conocidos y los por escribir. “Las piedras de molino muelen todo / y todo en astros se convierte / En vísperas del día más extenso”, dejó escrito Seferis.

* Escritor y periodista español.

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Cigüeñas

El mundo ha cambiado tanto que ya nada es como era, ni el clima, ni las cigüeñas, ni las supersticiones

/ 24 de febrero de 2016 / 04:40

Si rebobinara el tiempo y regresara a los años de mi adolescencia, ayer habrían vuelto las cigüeñas a sus nidos, el sol derretiría la nieve acumulada en las calles durante todo el invierno y mi madre me habría llevado a Sabero a pedirle a San Blas, el santo protector de la garganta, que cuidara de la mía, trayendo de regreso de su ermita agua bendita y caramelos también bendecidos con ella para chuparlos cuando tuviera anginas o faringitis. Pero el tiempo ha pasado con velocidad de vértigo y ni las cigüeñas han vuelto, porque nunca se fueron, pues el clima se ha suavizado mucho últimamente, ni el sol derrite la nieve, pues ya no nieva apenas, ni mi madre me llevaría a Sabero, pues ya no vive y yo lo hago muy lejos de aquella ermita a la que peregrinábamos toda la gente del valle minero para pedirle a San Blas que protegiera nuestras gargantas.

En apenas medio siglo, el mundo ha cambiado tanto que ya nada es como era, ni el clima, ni las costumbres de las cigüeñas, ni las supersticiones. En solo 50 años, que son los que uno recuerda, la humanidad y el mundo han cambiado tanto que cuesta reconocerlos a poco que uno los rememore en los años sesenta o setenta del pasado siglo y los compare con los de hoy. Y, sin embargo, el tiempo y el calendario siguen siendo los de siempre, lo cual produce un desfase entre nuestra realidad y ellos.

Pasan los meses, las estaciones, se suceden uno tras otro los días y las fechas señaladas, cada uno con su recuerdo o su celebración adherida a él, pero ya apenas se corresponden con una meteorología modificada cada vez más por un cambio climático que ya ningún científico niega y por unas circunstancias culturales que evolucionan de día en día también a lomos de los avances tecnológicos, del desarrollo vertiginoso de la medicina y de otros conocimientos humanísticos y de la propia inercia del tiempo. La religión, las costumbres, los hitos del calendario que nos señalan el paso de éste por nuestras existencias no son así, pues, más que anticuados recuerdos, cigüeñas imaginarias que ya no vuelan, como las verdaderas, salvo en nuestra imaginación. Y, sin embargo, el tiempo sigue pasando, sucediéndose a sí mismo día tras día y mes tras mes, matándonos poco a poco sin que lo percibamos, salvo de la ligera forma en la que la describió el poeta: “Y como nubes pasarán los días”. Lo único que no cambia (que no cambiará nunca) es ese augurio de las cigüeñas que cada febrero vuelve, crepuscular y latino a un tiempo.

Es escritor y periodista español.

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Cervantes

Este año se conmemoran los 400 años de la muerte del autor de ‘El Quijote’, Miguel de Cervantes

/ 23 de enero de 2016 / 04:00

El 19 de abril de 1616, tres días antes de morir, Miguel de Cervantes, ya muy enfermo, escribe la dedicatoria de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, su obra póstuma. En ella dice: “El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir”.

Se cumplen, pues, este año los 400 del fallecimiento del más grande escritor español de todos los tiempos, conmemoración que irá acompañada, es de imaginar, de multitud de celebraciones. El pistoletazo de salida lo dio ya en vísperas de la Navidad la exposición de fotografías de José Manuel Navia en la sede central del instituto que lleva el nombre del autor del Quijote, exposición que recorrerá después todos los institutos Cervantes del mundo y que ha sido acompañada por un libro editado por Ediciones Anómalas de Barcelona, un auténtico regalo para los amantes de la fotografía y de la edición, y un homenaje al autor cuyo prestigio e influencia atravesó ya hace siglos las fronteras de España como le ocurriría en vida a él mismo: Lepanto, Argel, Lisboa, Nápoles, son algunos de los lugares por los que por su voluntad o por las circunstancias pasó, lugares que aparecen reflejados e intercalados entre otros más conocidos para el espectador español (Alcalá, Madrid, Esquivias, Toledo, los paisajes infinitos de La Mancha, la llena de tesoros y de pícaros Sevilla, la Barcelona a la que don Miguel llamó flor de las ciudades del mundo), a veces enfrentados intencionadamente por el fotógrafo para darle a la sucesión de imágenes un aire de ensoñación biográfica, la de la biografía de un hombre que fue un cosmopolita adelantado a la propia palabra, y una narratividad visual que hacen de la exposición y del libro algo más que una sucesión de fotos.

Las citas que las acompañan, la mayoría de ellas extraídas de las distintas obras de Cervantes, terminan por convertirlas en una suerte de biografía cinética, literaria y artística a la vez. Una aproximación a Cervantes, pues, distinta de las tradicionales, que profesores y alumnos no deberían obviar en el año en que Hispanoamérica rendirá homenaje a su autor más internacional, pero a la vez más desconocido por culpa de su sacralización.

El verano pasado tuve la suerte de recorrer los caminos del Quijote y puedo asegurarles que la confrontación de la obra con esos lugares es una de las experiencias más ricas que uno puede encomendar a los demás. Ésa y la lectura de las distintas obras de un escritor que supo captar como ningún otro la esencia de España, que recorrió en vida de punta a punta llevado del deseo de saber y de vivir.

Es escritor y periodista español.

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Caminar

Caminar, en el contexto del mundo actual, podría suponer una forma de nostalgia o de resistencia

/ 9 de diciembre de 2015 / 05:51

Coinciden desde hace tiempo en las librerías varios libros y reediciones de otros ya antiguos con una temática común: la relación entre caminar y pensar, entre pasear y reflexionar, ya sea libre o voluntariamente. El arte de pasear, Andar y pensar, El caminante, Elogio del caminar son algunos de esos títulos que se refieren de modo explícito a una actividad que siempre ha formado parte de nuestras vidas, pero en la que pocas veces pensamos como algo más que un ejercicio físico.

Ya el alemán Walter Benjamin inmortalizó la figura del flâneur baudeleriano, contrapunto urbano y moderno al excursionista o el caminante clásicos, propios del campo o de los espacios abiertos, que estaría más cerca de la figura del paseante tradicional, pero con un punto de distraimiento que le hace más novedoso.

Caminar, en el contexto del mundo contemporáneo, podría suponer, al decir del francés David Le Breton, una forma de nostalgia o de resistencia, puesto que no deja de ser una pérdida de tiempo. Y perder el tiempo es un gran pecado, o cuando menos una equivocación, en esta sociedad de urgencias y de “disponibilidad absoluta para el trabajo o para los demás (convertida, con la aparición del teléfono móvil, en una caricatura)” (Elogio del caminar, David Le Breton).

De donde nace, por tanto, ese interés repentino de los europeos, y supongo que también del resto de los occidentales, por conocer las entrañas de una actividad a la que hasta ahora no se le había prestado mucha atención más allá de sus consideraciones médicas o deportivas. El descubrimiento de su valor filosófico, en tanto en cuanto el paso rítmico del caminante alienta su fantasía y su capacidad de ensimismamiento y de reflexión, por la gran cantidad de personas que sobreviven hoy en buena forma a su jubilación y que han hallado en las caminatas un nuevo modo de entretenimiento podría ser una explicación, además de la mayor curiosidad de una sociedad cuyo nivel cultural ha ido en aumento. Pero hay una segunda que a mí, caminante irredento y flâneur urbano, se me antoja también importante. Y es la necesidad que tenemos de interrogarnos mientras andamos, de separarnos de la corriente general, de transgredir normas que cada vez son más asfixiantes y que tienen que ver con el control completo de nuestras vidas por parte de ese Gran Hermano que hemos creado entre todos, voluntariamente o no. Caminar nos da libertad, lo mismo que el pensamiento.

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