Que no nos falten, ellos
Hay quienes advierten la injusticia social y rechazan la codicia y la banalidad de los superfluos.
No ha amanecido aún en esta capital, pero en este trajín cotidiano, que se ha vuelto común, las gentes corren de aquí para allá. No hay tiempo para pensar, el mundo gira, hoy más que nunca, aprisa. Para la mayoría, hay un par de minutos para tomar una taza a medio hervir de café insalubre y un pedazo de pan con lo que se halle a mano… y salir en el coche de segunda, o el insufrible transporte público, donde la humanidad es zarandeada sin respeto. Solo hay tiempo para —antes de cerrar la puerta— decirle un “chau” al viento.
No hay tiempo ni para persignarse u orar unos segundos al Creador o mirar a tu descendencia una sola vez más y abrazar con calidez a la mujer de tu juventud, quien ruega ya no por tu vida, sino porque no llegues tarde a la pega. Hay que llegar puntual al trabajo y no poner en riesgo la seguridad alimentaria de los tuyos. Hay que sonreír a los capataces, que nadie sabe cómo fue que se hicieron del cargo; pero se sospecha que fue como se estila en una comunidad plagada de adulones y faranduleros.
Pero este drama es solo de unos, de la mayoría urbana, que replica cada 24 horas el mismo libreto, cual si fuera una tragedia shakesperiana puesta en escena por años con un éxito rotundo. Imposible, dirán los auspiciadores en dar por terminado el ciclo. Hay que seguir, el Teatro no cierra.
Los dueños carcajean por las noches después de un día entero de ocio, chocando sus copas de cristal tramando nuevas formas de exprimir a sus empleados. Entretanto, sus mujeres siliconadas baten sus joyas, chismorreando sobre cosas que poco conocen y, de cuando en cuando, tertuliando sobre las vidas ajenas, se irán a la cama tarde… no hay apuro. Hay serviles que por unos cuantos billetes arrugados harán funcionar la máquina capitalista que les provee su zona de confort. Se levantarán al día siguiente, tarde… no hay apuro. Les tendrán, sus sirvientes, el café de exportación humeante, las rosquillas, croissants y si les apetece, una bandeja de las frutas de temporada.
Subirán a su carro del año y su mujer en el suyo, también del año. Sin prisa, con sus lentes Ray-Ban, polera con caimancito a la izquierda y zapatillas deportivas tickeadas. Y sus mujeres, enfundadas en un buzo lycra opresivo color fucsia, gafas de sol fotocromáticas, continuarán con su mayor objetivo en la vida: lograr el cuerpo de Afrodita en el santuario fitness de moda.
Solo un bye-bye y cada uno a lo suyo, para juntarse nuevamente a la hora de almuerzo con sus hijos regordetes para ufanarse mientras degustan una Lasagne o un Fondue bourguignonne, preparado por una mujer del pueblo de bajo salario y título de chef internacional. Y así, unos y otros, pasarán sus años en un santiamén, si acaso no existiesen quienes les fastidien el sacro plan de sus vidas. Pero los hay, pocos, pero los hay. Hay quienes advierten la injusticia social y rechazan la codicia y la banalidad de los superfluos.
Estos fastidiosos y revoltosos son los que atemorizan a los resignados en su mundo cruel, como a los revolcados en su merengue de rosas y perfumes. Unos los llaman izquierdistas, revolucionarios, comunistas. Otros los llaman herejes, apóstatas, desobedientes. Nadie sospecha que es el amor la pólvora de sus fusiles y menos inferirían que el mismísimo Omnipotente trabaja a través de ellos. Sin ellos, sin estos pocos, este mundo sería el infierno por adelantado, y de seguro la humanidad se hubiera acabado tiempo ha, devorándose mutuamente. Que no nos falten, ellos.
* Escritor y profesor universitario.