Voces

Tuesday 23 Apr 2024 | Actualizado a 20:08 PM

Que no nos falten, ellos

Hay quienes advierten la injusticia social y rechazan la codicia y la banalidad de los superfluos.

/ 17 de julio de 2019 / 00:02

No ha amanecido aún en esta capital, pero en este trajín cotidiano, que se ha vuelto común, las gentes corren de aquí para allá. No hay tiempo para pensar, el mundo gira, hoy más que nunca, aprisa. Para la mayoría, hay un par de minutos para tomar una taza a medio hervir de café insalubre y un pedazo de pan con lo que se halle a mano… y salir en el coche de segunda, o el insufrible transporte público, donde la humanidad es zarandeada sin respeto. Solo hay tiempo para —antes de cerrar la puerta— decirle un “chau” al viento.

No hay tiempo ni para persignarse u orar unos segundos al Creador o mirar a tu descendencia una sola vez más y abrazar con calidez a la mujer de tu juventud, quien ruega ya no por tu vida, sino porque no llegues tarde a la pega. Hay que llegar puntual al trabajo y no poner en riesgo la seguridad alimentaria de los tuyos. Hay que sonreír a los capataces, que nadie sabe cómo fue que se hicieron del cargo; pero se sospecha que fue como se estila en una comunidad plagada de adulones y faranduleros.

Pero este drama es solo de unos, de la mayoría urbana, que replica cada 24 horas el mismo libreto, cual si fuera una tragedia shakesperiana puesta en escena por años con un éxito rotundo. Imposible, dirán los auspiciadores en dar por terminado el ciclo. Hay que seguir, el Teatro no cierra.

Los dueños carcajean por las noches después de un día entero de ocio, chocando sus copas de cristal tramando nuevas formas de exprimir a sus empleados. Entretanto, sus mujeres siliconadas baten sus joyas, chismorreando sobre cosas que poco conocen y, de cuando en cuando, tertuliando sobre las vidas ajenas, se irán a la cama tarde… no hay apuro. Hay serviles que por unos cuantos billetes arrugados harán funcionar la máquina capitalista que les provee su zona de confort. Se levantarán al día siguiente, tarde… no hay apuro. Les tendrán, sus sirvientes, el café de exportación humeante, las rosquillas, croissants y si les apetece, una bandeja de las frutas de temporada.

Subirán a su carro del año y su mujer en el suyo, también del año. Sin prisa, con sus lentes Ray-Ban, polera con caimancito a la izquierda y zapatillas deportivas tickeadas. Y sus mujeres, enfundadas en un buzo lycra opresivo color fucsia, gafas de sol fotocromáticas, continuarán con su mayor objetivo en la vida: lograr el cuerpo de Afrodita en el santuario fitness de moda.

Solo un bye-bye y cada uno a lo suyo, para juntarse nuevamente a la hora de almuerzo con sus hijos regordetes para ufanarse mientras degustan una Lasagne o un Fondue bourguignonne, preparado por una mujer del pueblo de bajo salario y título de chef internacional. Y así, unos y otros, pasarán sus años en un santiamén, si acaso no existiesen quienes les fastidien el sacro plan de sus vidas. Pero los hay, pocos, pero los hay. Hay quienes advierten la injusticia social y rechazan la codicia y la banalidad de los superfluos.

Estos fastidiosos y revoltosos son los que atemorizan a los resignados en su mundo cruel, como a los revolcados en su merengue de rosas y perfumes. Unos los llaman izquierdistas, revolucionarios, comunistas. Otros los llaman herejes, apóstatas, desobedientes. Nadie sospecha que es el amor la pólvora de sus fusiles y menos inferirían que el mismísimo Omnipotente trabaja a través de ellos. Sin ellos, sin estos pocos, este mundo sería el infierno por adelantado, y de seguro la humanidad se hubiera acabado tiempo ha, devorándose mutuamente. Que no nos falten, ellos.

* Escritor y profesor universitario.

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El reto del candidato

/ 6 de enero de 2020 / 00:14

Aún sentado y encorvado se calzó los lentes y se encajó las pantuflas refunfuñando. Son apenas las seis, y el tedio ya lo había consumido. La pregunta recurrente había colmado todo recoveco de su mente: “¿Cómo fue que aceptó la propuesta?”. Sus cuentas tenían varios ceros, sus sábanas de seda y sus zapatos italianos relucían. Su mujer batía entusiasta sus joyas mientras degustaba los huevos de pescado y los hongos Matsutake en las finas cenas de gente obesa y escuálida de alma; y, aún mejor, su amante (deleitada en las dádivas y su holgura) no pretendía ser más que una sombra.

¿Cómo fue que aceptó la propuesta?, si habiéndose resignado al implacable ciclo de la vida, ya tomaba el exclusivo tecito Whittard en sus tacitas inglesas a las 16.00 horas en punto y con la familia, en medio de gratificantes sorbos elegantes y risas impostadas. Ya se había resignado a que, concluida la ceremonia de estilo, los niños fuesen enviados a trepar —solo por un momento— las rodillas del abuelo. Y alguna vez, al caer la tarde, alguien, condescendiente y aparentemente interesado, le brindaba oídos al relato de su saga que pretendía heroica… Y, finalmente, apacible y serenamente, retirarse a las penumbras de su existencia cotidiana, descambiarse y enfundarse la pijama de vivos colores antes de cerrar los ojos sin saber si habrá un mañana.

Pero ya era tarde para atender el martilleo incisivo en su conciencia. No podría, no de nuevo, renunciar al reto asumido sin despertar las carcajadas de los sapientes, echadas al viento. O, peor, ese doloroso ostracismo (de quien famoso fue) que viene como la niebla envolvente, por la indolente mirada de los indiferentes. Eso, sabía, era cruel y aterradoramente difícil de soportar. No renunciaré, se decía a sí mismo una y otra vez, buscando un alivio tan fugaz como lejano.

Se mira entonces en el espejo, de frente y de lado, de cerca y de lejos. Son apenas las seis y ya van como 300 amaneceres que hace lo mismo. Se estruja y amolda, se tranquiliza y observa, pasmado, las arrugas que no estaban antes de aceptar el reto; y piensa que quizás los surcos hoy amanecieron más profundos. Cuenta, entonces, siete descolgándose de sus cejas y 14 que emergen de sus orejas. Son 21 solitarios pelos, masculla.

Y prosigue estrujándose los pálidos y enjutos cachetes. Acomoda la barbilla, la punta de la nariz, y termina alisando con sus dedos abiertos y arrugados los cabellos raleados, sin indagar cuántos le quedan. Luego suspira y exhala un hálito cansino, empañando su rostro reflejado. Ha observado su rostro en el espejo, y aunque suyo, es de otro. El que quieren arreglado, juvenil, sonriente, aplomado y votado. Ya no falta mucho, ese día se aproxima. Ha observado su rostro en el espejo y lo ha dejado en él, pegado.

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La graduación

Eran los dueños del aroma de mi niñez. Aquellos que, llegada la pesadez en los ojos, nos acurrucaban...

/ 8 de noviembre de 2019 / 01:03

Por alguna razón, me he despertado con la imagen del rostro cabizbajo y enjuto de mi madre, con sus ojos negros, las gruesas lágrimas que anegaban sus arrugas y humedecían sus cabellos trenzados. Yo sé cuándo fue, ¿cómo olvidarlo? Fue en ese octubre, cuando la Flora le vino a avisar que habían matado a su marido. “Grande ha debido ser la bala, comadre, que le ha destrozado el pecho”, le dijo.

Aquel día, el Inti se puso al mediodía vencido por el espeso humo negro de la masacre. Ella quedó quietecita, sin siquiera emitir un quejido. La angustia hizo un barro alrededor de sus pies. Quedó mirando el charco que el Sebastián, sus cinco hijos y ella recorrían día a día, en ese pequeño cuartito de cuatro por cuatro… Donde cada esquina tenía su dueño: la cocina, la mesa para comer, el rincón de la ropa, los clavos, el alambre y el catre principal, al medio y pegado a la pared de estuco blanco con los colchones de paja encima.

Eran los dueños del aroma de mi niñez. Aquellos que, llegada la pesadez en los ojos, bajados al piso, nos acurrucaban con un par de frazadas plomas encima, y nos rendíamos al sueño, que siempre venía dulce y complaciente, hayamos comido poco o mucho… Hoy, luego del humeante ají de papalisa, la canelita, y después de una larga siesta bienhechora, quise estar con mi vieja madre a solas y sin hablar, observando su alisado de largas trenzas pobladas de canas, sentada en la entrada de la casa, vestida con su mejor pollera y su manta lila bordada de flores doradas.

Mi mujer entraba y salía del dormitorio de mi hijo, el Sebastián, quien llevaba el nombre del abuelo que nunca conoció, salvo por una foto de su cadáver ensangrentado, en la primera plana del periódico La Razón, al día siguiente de la masacre. “Ratuki, Sebitas, apuráte, llegaremos tarde… ratuki, pues, hijito”. El Sebas se graduaba como bachiller del Colegio La Salle, una institución de curas dedicados a la educación de gente con plata. Matilde, mi mujer, me obligó a matricularlo ahí desde el primer curso de primaria, en las épocas en las que nosotros, los de tez de bronce y aliento a coca, no éramos bien vistos ni recibidos. Lo aceptaron porque, creo, el cura profesaba la Teología de la Liberación.

Yo sabía que mi salario de obrero solo cubría lo básico. Fue ella quien lo inscribió y se puso a trabajar como lavandera, y luego como empleada doméstica… hasta que aprendió repostería por sí misma. Merced a la exigencia que esta nueva labor demandaba, aprendí a leer y escribir junto a ella en el programa “Yo sí puedo”.

“Ya el Sebitas está listo”, gritó la Flora, quien se encargó del arreglo. Lo vimos salir con su rostro moreno brillante y no pude contenerme. Me abracé a mi vieja madre y gemí como un llokalla hasta que el Inti, ardiendo y brillando en mi interior, me recompuso, y entonces levanté la barbilla orgulloso, como mis ancestros.

El Sebastián vestía unos pantalones hasta el tobillo, de bayeta, así como su unku bordado en el cuello, ceñidos a la cintura con una faja multicolor de aguayo; calzados los pies con unas ojotas de cuero y con un lluchu tejido por las manos de su abuela, color marrón, café claro y ceniza, con íconos tiwanacotas. Cruzaba su pecho, orgullosa, la ch’uspa remendada en su esquina inferior izquierda… La misma que llevaba su abuelo el día de la masacre. Y así mismo nos fuimos a la graduación.

Él desfiló con su madre chola, y estuvo entre una multitud de estudiantes vestidos con sotana negra y birrete… el Sebastián Mamani, con la ropa del aymara, como a su abuelo le hubiese gustado verlo, como así él lo quiso; quizá como una forma de redimir la sangre de su abuelo. Fue, también, un día de octubre. Pero ya eran otros tiempos.

* Escritor y profesor universitario.

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Educación por competencias

A pesar de este panorama, se realza el enfoque central por competencias como una inversión socioeconómica.

/ 19 de junio de 2019 / 00:12

Sabido es que cuando se habla de formación universitaria, el mundo entero reconoce tal acepción en su forma simple y urgente: enfoque por competencias. Esta frase, en un contexto tercermundista, o por decirlo en la jerga apropiada, en un contexto de país emergente, ha sido y es utilizada a “quemarropa”.

Y la exigencia de este nuevo mundo de fronteras traspasadas es que los “educados” sean entregados por las instituciones universitarias al mercado laboral con una óptima capacidad productiva. No únicamente un individuo que tenga conocimientos y habilidades, sino alguien que, en términos de desempeño real en un contexto laboral, sea “útil”… En otras palabras, un producto de calidad para insertarlo en las “redópolis”, esas de las que hablaba Bressanddlstler: una integración de redes especializadas: sociales, financieras, comerciales, industriales y culturales (no hay país en el mundo que escape de esta inmensa telaraña).

A pesar de que generar un cambio positivo en cuanto al avance científico-tecnológico en países emergentes (observado por ejemplo en nuestro país con la incorporación y la masificación de las TIC), esta tendencia, el enfoque por competencias, genera también un espectro de “estrés colectivo”, en un inmenso mar de antiguos y nuevos profesionales del contexto.

La misma transformación del ámbito laboral en la que ya no existe el concepto de “puesto” sino de “área ocupacional”, la empleabilidad temporal (o informalización entre empleador y empleado), y las altas certificaciones (que obligan al profesional a seguir eternamente los estudios de posgrado) han aumentado considerablemente el número de aspirantes a un título académico. Lo que a su vez ha impulsado la aparición de instituciones universitarias sin solvencia académica, con procesos educativos de calidad mediocre, que ofertan a diestra y siniestra seminarios, cursos de pre y posgrado a una multitud de ciudadanos con expectativas y capacidades disímiles.

Asimismo, se evidencian legiones de estudiantes, procedentes de clases medias y proletarias, con un alto nivel de presión social, quienes luchan a capa y espada por “abrirse” un lugarcito en las “redópolis”, que amenazan con desplazarlos y “reasignarlos” a labores de la economía terciaria.

A pesar de este panorama particularmente sombrío, se realza el enfoque central por “competencias” como una inversión socioeconómica, que debe producir un mejor recurso humano. Este concepto define la capacidad productiva del individuo con base en una maraña de insumos, resultados, procesos, etc. “Aprisionando” al empleado no solo en tareas eminentemente laborales, sino también demandando que el individuo esté en plena facultad y haya desarrollado sus actitudes socio afectivas y habilidades cognoscitivas, psicológicas, sensoriales y motoras para cumplir sus funciones o tareas; en suma, un súper funcionario, un “soldado universal”.

¿Quiénes son aquellos que cumplen la larga lista de requisitos para ser llamados competentes? ¿Quiénes son los poseedores de la vara de medida? ¿Habrá un espacio de ruptura para un ¡Eureka! arquimediano? En fin… ¿dónde queda el espíritu de la Ilustración en el alma mater?

A mi juicio, las competencias profesionales son un concepto enmarcado en un proceso de ajuste permanente e inacabado (hoy significa una cosa, mañana otra). Por tanto, este enfoque no debiera constituirse en la Lex, en la vox Dei que se erige como una espada de Damocles sobre la cabeza de los profesionales. Tampoco debiera considerarse a las competencias como ladrillos en una torre de Babel de una sociedad tan perfecta como inexistente. Debieran ser consideradas solo como un recurso pedagógico. Solo eso, y como tal, susceptibles de ser transformadas, mejoradas o desechadas en el tiempo, como todo paradigma y enfoque.

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