América Latina exhibe el doloroso rótulo de ser la región con las ciudades más inseguras del mundo. Lo documenta la presencia de 42 ciudades latinoamericanas en un listado de las 50 urbes más violentas, todo en el marco del informe del Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal (CCSPJP). Las estadísticas en Latinoamérica demuestran un vertiginoso crecimiento en materia de inseguridad y, junto a este fenómeno, curiosamente también se experimenta un aumento sostenido en el gasto público que algunos países en la región destinan a combatir esta problemática.

Históricamente, las medidas destinadas al tratamiento de la violencia e inseguridad que utilizaron las premisas “cero tolerancia” y “mano dura” nunca han funcionado correctamente, no importa dónde hayan sido implementadas. Esto debido a que, pese a los esfuerzos, la interacción entre los principales damnificados y los actores involucrados siempre ha sido insuficiente. En distintos países de la región, la implementación de acciones unilaterales ha sido el principal factor de fracaso. El más claro ejemplo de ello ha sido mantener el orden público a través de la discrecionalidad y la policialización; las principales herramientas de toda medida relacionada con la lucha contra la inseguridad en la percepción arcaica y descontextualizada del problema.

Pertinentemente, aflora un término relativamente nuevo, pero sorprendentemente oportuno: gobernanza. Este concepto nos permite abordar problemas de orden estructural a través de la intervención conjunta de los actores de una sociedad, cuestionando la verticalidad convencional pero, a su vez, generando la participación de la sociedad en la búsqueda de soluciones condicionadas por las nuevas circunstancias.

El término gobernanza hace referencia a la existencia de un proceso de dirección de la sociedad en su conjunto, sin que esto vaya en desmedro del papel gubernamental, sino más bien recapacitando sobre el rol que desempeñan todos los actores implicados como medida post-gubernamental (no antigubernamental). Esto tampoco implica que la gobernanza aúne criterios homogéneos. Por principio individual, se debe concebir a la sociedad como un ente diverso y múltiple, con actores que no siempre comparten las mismas visiones inherentes acerca de cómo alcanzar el bienestar y la prosperidad. En resumen, este término sugiere los nuevos modos de relacionarse entre actores involucrados, significando entonces la redefinición de los objetivos.

Esta idea ha tenido experiencias exitosas en otros países, lo que evidencia que las políticas públicas de seguridad ciudadana basadas y diseñadas en colaboración con los actores sociales involucrados en el problema pueden contraer los niveles de inseguridad de manera tangible (Muggah y Aguirre, 2013; Alvarado 2015; Abt y Winship, 2016; Muggah, 2016). Muchas de estas iniciativas han funcionado en ciudades tan diversas como Bogotá, Ciudad Juárez, Medellín, Recife o Sao Paulo (probablemente existen más casos que faltan ser evaluados con detenimiento).

El modelo planteado por la gobernanza para la seguridad ciudadana presenta una propuesta de interés común e irrefutable. La evidencia se respalda a través de la praxis en sitios en los que este concepto ha sido incluido en la formulación de políticas públicas adecuadas, mediante la correcta interacción de actores. No obstante, es oportuno hacer notar que en esta dinámica de redefinición de roles el paso de la teoría a la práctica no siempre es fácil, se requieren múltiples esfuerzos técnicos y metodológicos. Sin embargo, ciudades latinoamericanas históricamente aquejadas por sus altos índices de inseguridad, como Bogotá, han generado un avance parcial, mas no menor, en la búsqueda de respuestas a través de estos procesos, demostrándose así que de la intervención mancomunada de la sociedad ante este tipo de problemas resultan soluciones reales y realizables.