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Friday 29 Mar 2024 | Actualizado a 10:14 AM

Ley del cáncer en medio de una crisis de salud

Las municipalidades no disponen de las condiciones ni capacidades para atender esta nueva responsabilidad.

/ 13 de agosto de 2019 / 23:52

Al igual que pasó con la Ley 1152 del Sistema Único de Salud (SUS), el Gobierno central insiste en tratar temas de altas implicancias y connotaciones administrativas, técnicas y financieras territoriales sin la participación y voz de los gobiernos municipales, pero, paradójicamente, a través de ellos.

El nuevo proyecto de Ley del Cáncer procura, sin consensos con los cuatro gobiernos municipales más importantes del país (Santa Cruz, El Alto, La Paz y Cochabamba, que soportan y contienen la demanda de salud del 81% de la población boliviana), endosar, una vez más, responsabilidades adicionales y de alta especialización sin los recursos ni el financiamiento necesarios para atenderlas. Y lo más delicado, sin iniciativas que desarrollen capacidades materiales para responder a la altura de las exigencias del conjunto de enfermedades que desata el cáncer y sus tratamientos: especializados, costosos, de largos periodos y altamente calificados.

Por ello, la dificultad es doble. Los gobiernos municipales no solamente carecen de recursos adicionales para enfrentar el SUS (obsérvense los conflictos registrados en Santa Cruz y El Alto durante las últimas semanas), sino que además ahora, con una nueva competencia municipal para el tratamiento de los pacientes con cáncer, no disponen de las condiciones ni capacidades para atender adecuadamente esta responsabilidad.

Desligarse de responsabilidades propias de un gobierno central, el cual concentra el 95% de los ingresos del Tesoro General del Estado a costa de los gobiernos municipales, no es el mejor camino para atender la dolorosa situación de los pacientes de esta enfermedad. Al contrario, el cáncer debería ser un programa nacional de alta gerencia, con un presupuesto millonario para construir infraestructura, adquirir equipamiento de punta, capacitar y becar a profesionales de alta técnica para que manejen esta maquinaria y, por supuesto, salarios y régimen acordes a los méritos y responsabilidades propias de esta exigente enfermedad.

Esta vertical forma de atender una necesidad apremiante y de alto rédito político no hace más que sobrecargar aún más las limitadas capacidades de los gobiernos municipales y departamentales, que están zozobrando en su intento de cumplir con las prestaciones del SUS, conteniendo una cantidad de población para la cual no estaban preparados y menos capacitados de sostener. Se está sobrecargando la capacidad de contención municipal y poniendo en riesgo todo el sistema de salud. Sin un fuerte acompañamiento y asistencia técnica y financiera, especialmente a las cuatro ciudades referidas, corremos el riesgo de defraudar a los pacientes.

El Gobierno central no comprende que, a partir de la Constitución, el paradigma con las municipalidades es distinto, más de concertación y no de confrontación; y que en un régimen autonómico prima la coordinación y no la imposición. El Ejecutivo necesita reconocer que toda la política social (desayuno escolar, salud, desarrollo infantil, defensorías, servicios integrales para la mujer, tercera edad, discapacidad, entre otros) se asienta y está en manos de los gobiernos municipales; y que si no trabaja con ellos y a través de ellos, únicamente está haciendo política (pero no política pública), duplicando los recursos sin optimizarlos, malgastándolos en lugar de asignarlos a quienes realmente lo necesitan.

La salud está en crisis, y el tratamiento del cáncer es imperativo, pero no de esta forma, no al estilo del viejo Estado centralista y autoritario, carente de respeto a la estructura y organización territorial definida en la Carta Magna. Urge un modelo de gestión pública que corresponda a un Estado autonómico y de alta coordinación intergubernamental, que vaya más allá de los colores y calores políticos. Por ello los gobiernos municipales, especialmente los de las ciudades capitales, no pueden estar al margen de este importante proyecto de ley.

* Economista.

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¿Sirven de algo las declaraciones de desastre?

Será siempre más atractivo políticamente el desastre que el trabajo silencioso de la prevención y la planificación.

Los Bomberos luchan para combatir los incendios y focos de calor. Foto: Archivo

Por Vladimir Ameller Terrazas

/ 26 de noviembre de 2023 / 06:35

DIBUJO LIBRE

Declarar el desastre significa que el gobierno es consciente de que hay una situación que está desbordando sus capacidades financieras y técnicas y que requiere de un plan de acción para enfrentar dicho escenario. La gran mayoría de las veces reconoce el desastre tarde, cuando poco se puede hacer desde el Estado para atenderlo, su reacción demorada además casi siempre es intrascendente, atendiendo la siempre la emergencia y nunca planificando evitar la emergencia.

En la práctica, es un ejercicio fuera de tiempo y contexto, y muchas veces sin financiamiento (a pesar de que el marco legislativo según Ley 602, establece porcentajes que deberían ser provisionados anualmente). Las miserias de los presupuestos nunca alcanzan, porque además es más “capitalizable” salir a atender la emergencia con una manguera de agua o sacarse una foto con un arbolito antes que realizar el trabajo “invisible”, de planear el adecuado uso del suelo, transparentar el acceso al mercado de tierras, sancionar drásticamente a los que atentan contra el medio ambiente.

En lo cotidiano, solo tiene acceso a recursos frescos el gobierno central, el resto de entidades territoriales tienen que ir a mendigar a la Asamblea Legislativa Plurinacional se apruebe el reformulado, para reinscribir recursos que no recaudan y que, faltando menos de un mes para el cierre administrativo y financiero de la gestión 2023, no tiene sentido ni apuro, salvo para pagar planilla de salarios y deudas contraídas.

Es más, por los tiempos dispuestos por la normativa del sistema SAFCO, pueden tomar semanas e inclusive meses identificar los recursos y poder liberarlos para reasignarlos a otros destinos, identificando una fuente para garantizar su aplicación, lo que involucra una obligatoriedad más a considerar en la asignación del presupuesto en cada órgano y gobierno. Posteriormente, preparar el reformulado y enviar para su aprobación a su órgano deliberativo y finalmente, si cuenta con una ley, inscribirlos y habilitarlos para su uso. Solo así pueden, aunque parezca inaudito, transcurrir varias semanas dependiendo de la pericia de los técnicos tanto del ejecutivo como del legislativo para evacuar informes sin mayor rigurosidad en el análisis.

Pero el tema no queda ahí, ahora que se cuenta con la aprobación del ente legislador y una ley promulgada por el ejecutivo, viene el camino el tortuoso de la contratación de bienes y servicios, que según la norma específica debería estar aprobada en cada repartición estatal ante la declaratoria de desastre; debería en teoría, allanar el camino para realizar compras rápidas, oportunas y pertinentes para atender la gravedad del desastre, a veces sin consciencia que este ejercicio administrativo es inocuo ante el daño irreversible por la pérdida de especies, bosques y aires.

En la práctica, las compras resultan un calvario por la papelería exigida en procesos “abreviados”, debido a las firmas requeridas en su larga ruta, por la lentitud de hacer una compra de emergencia que pueda demorar más semanas que no se disponen. Aunque parezca contradictorio, la emergencia para la legislación y procedimientos vigentes en los gobiernos, no muestran como atributo la celeridad.

La compra por emergencia se convierte en un “vía crucis”, porque los insumos o los servicios se contratan o se adquieren a veces no están disponibles, y si lo están no son de la calidad y cantidad necesaria, y llegan generalmente cuando la emergencia dejó de serlo. De manera extemporánea, las zonas afectadas reciben insumos que ya no necesitan que se dispersan en el mar de necesidades y/o apetitos de la zona.

La declaración de desastre a cargo de cualquier Gobierno, sea central, departamental o municipal nunca en Bolivia tuvo efectos inmediatos ni de magnitud. Recordemos el efecto del fenómeno del niño 2007-2008 su inacción, o los incendios descontrolados del año 2019 previos a la pandemia.

Los órganos públicos, ocupan los medios de comunicación para visibilizar una ayuda que llega tarde y donde no se la necesita con urgencia. Se procuran entregas de insumos en organizados actos para la prensa local intentando convencer al colectivo social sobre sus actuaciones.

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Finalmente, es evidente la complacencia con la alteración permanente del ecosistema a cargo de gobiernos inescrupulosos que persiguen la visibilidad mediática y la perpetuación del apoyo político, privilegiando a una minoría movilizada que toma el suelo para explotarlo con actividades económicas muchas veces no controladas, para su asentamiento o su irracional explotación, interviniendo en el mismo de manera no planificada y cambiando su destino, sin analizar el daño inmediato y posterior que se realiza al mismo.

No existen lugar en Bolivia donde no exista evidencia humana de la depredación, donde no hayan dejado huella de su intervención, alterando ecosistemas y haciendo daños directos y otros colaterales, muchas veces ignorados en su alcance e intensidad.

¿No es momento de cambiar la forma de responder al desastre y disponer de un modelo de gestión que deje de lado la visión administrativa y documental insuficiente y tardía al desastre, y que otorgue un giro radical para desarrollar las capacidades de prevención, planificación y control para esta manera aplicar leyes que solo se cumplen para algunos y no para el resto?

Concluyendo, será siempre más atractivo políticamente el desastre que el trabajo silencioso de la prevención y la planificación. Mientras no se realicen ajustes normativos al procedimiento y se dispongan de recursos frescos para financiar la retórica expresada en las declaratorias de emergencia, todo será una ilusión y no una verdadera respuesta.

(*)Vladimir Ameller Terrazas es economista

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La educación luego del golpe letal de la pandemia

Las tensiones entre el mundo unipolar, que lucha por persistir, y el multipolar, que va naciendo a empujones.

Los estudiantes pasarán clases hasta diciembre. Foto. Archivo.

/ 8 de octubre de 2023 / 06:40

DIBUJO LIBRE

El 12 marzo de 2020 la salud colapsó en Bolivia al decretarse el inicio de la cuarentena rígida por pandemia; murieron más de 22.365 personas y muchas mas no registradas, hubo 1,2 millones de contagios, la tasa de letalidad fue la más alta de la región alcanzando el 6,8% en su momento. Sin embargo, hoy nada parece cambiar en el sector, se continúa realizando lo mismo y de la misma forma.

Así como la salud no parece tener cura, la educación tampoco parece aprender. Sin capacidad de reacción ante el deterioro del aprendizaje y el aumento del rezago educativo. La magullada educación recibió con la pandemia un golpe letal, pero (des)afortunadamente invisible para los ciudadanos y gobernantes. El daño en educación es silencioso a diferencia de salud, cuando está de por medio la vida todo es inmediato, no existe forma de ocultar las debilidades de la salud, pero si en el caso de la educación.

En la educación es distinto, nadie se entera si un individuo entiende lo que lee, si tiene la capacidad de establecer relaciones, interpretar y concluir en significados, o si es un incompetente en la carrera universitaria que acaba de concluir virtualmente. Los efectos no son de corto plazo, son de largo y prácticamente irreversibles; arrastrar un déficit en la formación no solo es insalvable, sino también acumulable por el alto deterioro del capital humano; sin que nadie lo perciba, el aprendizaje es limitado y las desigualdades aumentan entre quienes aprovecharon la oportunidad de adaptarse a la nueva realidad y quienes en gran porcentaje no lo hicieron.

La educación a diferencia de la salud, no dispone de métricas oficiales desde el año 1996; se están tomando decisiones a “ciegas” desde hace casi treinta años en el sector. Por lo tanto, aquello que no se mide no es posible reencauzarlo, aquello que no se conoce es inexistente para el Ministerio de Educación, que insiste, además, en evitar cualquier medición internacional como la prueba PISA o participar de cualquier otro ranking que pretenda valorar y monitorear el desempeño de los distintos compontes de la educación y su Ley Avelino-Siñañi promulgada el año 2008, que ya debería estar mostrando resultados.

Los últimos datos parciales del estudio TERCE/Unesco (2017), establece que en el sexto grado de primaria el 85% de los estudiantes no entienden lo que leen y en matemáticas es todavía más preocupante, 2 de cada 3 estudiantes se hallan en el desempeño más bajo. Si la situación era preocupante antes de pandemia, luego de ella, estamos en presencia de un golpe letal para más de una generación. Otro estudio de Procosi (2023), estima que las pérdidas en capital humano fueron enormes, la calidad de bachilleres y profesionales egresados de las universidades son dramáticos por la insuficiente formación. Los niveles de desempeño son sistemáticamente más bajos en el área rural, entre los indígenas y en las escuelas públicas.

Tres años de iniciada la pandemia nada importante ha ocurrido en el sector, al contrario, el Ministerio de Educación, sin capacidad de reacción, permanece en la intrascendencia, sin respuestas para subsanar este déficit en la formación básica de 2,9 millones de niños, niñas y adolescentes en etapa escolar y más de 556.371 estudiantes matriculados de universidades públicas y privadas según datos del INE de abril 2018.

La educación es un sector poco desarrollado institucionalmente y con un gasto muy inflexible; el 90% del presupuesto está en manos del gobierno central y el 83% del gasto es para pagar planilla de docentes y administrativos según el presupuesto del año 2023. Docentes que para las exigencias del siglo XXI muestran fuertes debilidades en su formación y capacitación, pero, además, poseedores de una cultura sindical rígida y contestataria a cualquier posible reforma en tiempos de permanentes cambios.

La clave para la transformación de la educación está en los docentes, y ello requiere cambios profundos desde los incentivos y promoción, así como en su reclutamiento y formación desde los institutos y normales a través de otra ley más ambiciosa que el Escalafón Docente, útil para el año 1957, pero no para una cuarta ola industrial en la era de la información.

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Si bien el acceso a la educación aumentó vía bonos, mayor infraestructura y equipamiento, no lo hizo en la calidad educativa. Sobran aulas en al área rural y existe hacinamiento en las ciudades; dos de cada tres bolivianos vive en áreas urbanas, y en el año 2035, 8 de cada 10 lo hará en ciudades capitales o intermedias. Se dotan ítems en áreas rurales donde su productividad es cada vez más baja y algunas ciudades reciben nuevos institutos y unidades educativas vía el programa Evo Cumple, pero sin docentes, mobiliario o equipamiento.

Por otra parte, la virtualidad “forzada” ha desnudado el analfabetismo digital y la ausencia de conectividad para la oportuna provisión del servicio en grandes territorios del país. En áreas rurales de baja densidad, la situación es mucho más crítica y se hallan abandonados a su suerte.

La única forma de aprovechar las oportunidades es cuando se las identifica, pero lo más importante, cuando se está preparado para aprovecharlas. La pandemia fue (o todavía es) la oportunidad para un golpe de timón en la educación, pero bajo otra lógica y paradigma acorde a la vorágine de la cuarta revolución industrial, la robótica y la inteligencia artificial, sin concesiones para la inacción o la sobre-ideologización, de lo contrario seguiremos languideciendo en silencio y de forma invisible.

(*)Vladimir Ameller Terrazas es economista

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La salud en Bolivia parece no tener cura

El autor sugiere nuevos enfoques y estrategias para mejorar los servicios.

hospital-clinicas

Por Vladimir Ameller Terrazas

/ 27 de agosto de 2023 / 06:25

Dibujo Libre

El ciclo económico basado en los ingresos generados por los hidrocarburos ha llegado a su fin y, lamentablemente, no se cuenta con un plan fiscal y financiero que se adapte a esta nueva realidad. La caída constante de los ingresos desde 2016 ha resultado en un déficit fiscal que ya abarca una década, el cual está siendo cubierto mediante deuda pública y recortes significativos en la inversión pública. Este contexto limita cualquier posibilidad de reforma o, al menos, de inyección de recursos sustanciales en sectores afectados por el coronavirus. El sector de la salud, que ha sido uno de los más afectados durante la pandemia, no presenta signos de transformación ni indicios de cambio, arrastrando deficiencias que parecen carecer de solución a lo largo de los años.

A pesar del colapso del sistema de salud hace menos de 3 años, no se vislumbran condiciones propicias para la discusión de una nueva política en esta área. Una política que, basada en las lecciones aprendidas durante la pandemia, proponga modificaciones o ajustes en la estructura, el modelo de gestión, el perfil epidemiológico y el financiamiento del sector.

Durante las últimas tres décadas, el sistema de salud ha estado fragmentado debido a la tricefalia y al conflicto institucional entre el gobierno central y los gobiernos sub-nacionales. Esto se manifiesta en inversiones desconectadas en el territorio, como los hospitales recién construidos en Montero o Del Norte en El Alto, que carecen de personal adecuado y con funcionamiento restringido. Las tres responsables del sistema de salud público están fragmentados: el personal adscrito al Ministerio de Salud trabaja en Centros de Salud y Hospitales Municipales sin coordinación con el Gobierno Municipal, mientras que los Hospitales de Tercer Nivel bajo la jurisdicción de los Gobiernos Departamentales trasladan pacientes a los Hospitales de Segundo Nivel. A lo largo de estos años, no se han establecido mecanismos efectivos de coordinación y planificación integrada, y esta falta es aún más evidente si el partido político en la entidad territorial no coincide con el del gobierno central.

Durante la pandemia, los numerosos centros de salud en todo el país no han sido la puerta de entrada al sistema, sino más bien la salida. Solamente remiten casos a los hospitales, los cuales no cuentan con la capacidad, los profesionales ni el equipamiento y medicamentos necesarios que podrían salvar más vidas de las que logran hacerlo. Los Hospitales Municipales y de Tercer Nivel asumieron una carga excesiva de servicios sin haber sido fortalecidos adecuadamente para ello, y continúan haciéndolo a pesar de considerables déficits. Los problemas de salud afectan con intensidad a las ciudades y las urbes intermedias, y esta realidad parece escapar a la comprensión de las autoridades.

A la evidente ausencia de las universidades en la formulación de políticas públicas (tanto antes como durante la pandemia), se suma el Sistema de Seguridad Social, liderado por la Caja Nacional de Salud. Este sistema está segmentado en más de una veintena de seguros y un sector privado que, de manera curiosa, durante la pandemia derivó a sus pacientes hacia el sistema público, exponiendo la debilidad de la entidad rectora no solo para liderar, reorganizar e integrar la salud pública, privada y del seguro social, sino también para supervisar la calidad de los servicios.

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El panorama posterior a la pandemia se asemeja al escenario previo, arrastrando las mismas deficiencias y ahora con una agravante adicional: meses antes de la aparición del coronavirus, se implementó el Seguro Universal de Salud (SUS), que ofrece más de 1,290 prestaciones utilizando las mismas capacidades administrativas y financieras de los Gobiernos Municipales. Estas capacidades ya se encontraban debilitadas en años anteriores debido a la implementación del Ex-Seguro Básico de Salud.

Pocos países en la región cuentan con sistemas de seguro universal, y en aquellos que los tienen, las prestaciones no superan la centena debido a la complejidad administrativa y, por supuesto, a los riesgos de insostenibilidad financiera al intentar universalizar las prestaciones. Esto es especialmente cierto considerando que dos de cada tres atenciones médicas se realizan en hospitales, con costos elevados y tratamientos prolongados para enfermedades no transmisibles propias de la tercera edad que afectan a la población boliviana.

Ante los brotes de enfermedades transmisibles que creíamos erradicadas de nuestro territorio, el Ministerio de Salud una vez más se encuentra abrumado por la falta de control del coqueluche, con 847 casos reportados, 797 de ellos solo en Santa Cruz; además de casos de rabia que superan los 100, e incluso la aparición de la meningitis.

Sin embargo, no todo está perdido en el ámbito de la salud; existe una pequeña oportunidad para la entidad rectora. Esta oportunidad radica en una comprensión adecuada de lo que está operando precariamente en el territorio y en su formalización. La reconfiguración territorial, respaldada por la vinculación y la capacidad resolutiva, es la única respuesta ante esta necesidad. Así como la racionalidad económica nos lleva o nos aleja de un territorio, ocurre lo mismo con la salud: las personas no asumen riesgos innecesarios con su salud; se dirigen y se desplazan hacia donde les puedan salvar la vida o aliviar su sufrimiento.

Se trata de dejar de asignar presupuestos desde las oficinas centrales en La Paz y hacerlo desde el territorio mismo. Esto implica abandonar parcialmente la planificación sectorial y adaptar la política a la realidad de aquellos que requieren tiempos de espera más cortos, más estudios y análisis en laboratorios, y también medicamentos de calidad. Esto implica apartarse del enfoque de oferta de servicios y concentrarse más en la evidencia generada por una demanda demográfica y un perfil epidemiológico diferentes y en constante cambio.

(*)Vladimir Ameller es economista especialista en gestión pública

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Administración de los fondos de pensiones: entre el estatismo y la administración privada

La Gestora tiene desafíos importantes al hacerse cargo de las pensiones, un bien común que requiere los mayores cuidados.

/ 23 de mayo de 2023 / 13:00

Desde 1957 hasta 1996, el gobierno central administró la seguridad social del fondo de pensiones. Durante cuatro décadas, el sistema prestó un servicio deficiente a los jubilados, debido a una administración politizada, un excesivo y costoso personal, así como una gestión financiera poco productiva y rudimentaria, lo que generó una crisis en los años 80.

A pesar de haber creado una institución exclusivamente dedicada a la recaudación y pago de las rentas a jubilados, el sistema de pensiones llamado de «Reparto Simple» comenzó a tener problemas de solvencia con el cada vez menor aporte de los trabajadores. La clave del antiguo sistema radicaba en el financiamiento provisto por los trabajadores activos quienes en la suficiente cantidad cubrían a todos los pasivos. Según datos de la época, hasta ese momento existían 2.6 trabajadores activos por cada trabajador pasivo, pero esta relación se hizo cada vez más estrecha y dramática con el tiempo, lo que condujo a la imposibilidad de pagar rentas oportunamente a miles de jubilados.

En 1996, el sistema de pensiones llegó a un punto de no retorno. Además de los problemas administrativos propios de un órgano estatal, se sumaron la reducción del gasto público y el cierre de varias empresas públicas, lo que generó un despido masivo de trabajadores. Esta precaria situación se agudizó a partir de 1985, con la crisis económica que requirió de fuertes medidas de ajuste, como la reducción del gasto estatal y la estabilización de precios y del tipo de cambio.

El Decreto Supremo 21060, además de reducir el tamaño del Estado mediante el cierre de varias empresas públicas deficitarias, también generó despidos masivos que afectaron a miles de trabajadores que desembarcaron en el desempleo o la informalidad de mercados laborales precarios. Todo esto terminó por dar el «tiro de gracia» a la tendencial insolvencia para cubrir a los jubilados bajo el sistema de «Reparto Simple». La declaración de igualdad matemática entre dos expresiones de la ecuación básica del modelo…se había roto.

Ante este escenario, el gobierno adoptó un nuevo modelo de pensiones que brindara seguridad, rentabilidad y transparencia sobre los descuentos realizados a cada trabajador. El modelo elegido se denominó de «Capitalización Individual». A partir de 1996, con la Ley 1732 de Pensiones, se habilitaron cuentas individuales en lugar de un fondo común, lo que permitió un seguimiento y control directo de los aportes realizados por cada persona durante su vida laboralmente activa. Estas cuentas fueron administradas por dos instituciones privadas con experiencia en el mercado de capitales, reguladas por una superintendencia a cargo del gobierno.

Si bien el cambio generó una solución para las generaciones futuras, no lo fue para la generación que, a pesar de haber aportado por décadas, sufrió las consecuencias de recibir jubilaciones muy bajas en comparación con el monto percibido durante su vida activa. Sin embargo, la transparencia en el manejo de la información y los rendimientos satisfactorios entregaron un voto de confianza a la continuidad del novedoso modelo de «capitalización individual».

La Gestora Pública de la Seguridad Social de Largo Plazo (Gestora) fue creada en 2010 y comenzó a operar en 2015 mediante un decreto supremo. Desde mayo de 2023, sin experiencia previa en el manejo de inversiones, ha asumido la gestión efectiva de los fondos. Se está cambiando la administración de los ahorros desde manos privadas hacia las del gobierno. Aunque no se están “estatizando” los ahorros individuales privados, el gobierno decidió “estatizar” la administración de los fondos de pensiones.

El traslado de la administración a manos del gobierno no dispone de una evaluación de desempeño que haga un corte transversal y justifiquen este cambio sobre el trabajo que venían desarrollando las Administradoras Privadas de Fondos de Pensiones. Tampoco se conoce si esta decisión es parte de una política pública a largo plazo que defina las líneas de trabajo y proyecte el crecimiento de los fondos de pensiones con mejores rendimientos, menores costos de administración y mayor transparencia que las administradoras privadas en los últimos años.

Si queremos aprender de los errores del pasado, será prioridad del gobierno consolidar un órgano técnico, eficiente y transparente, con mayores capacidades de especialización y conocimiento que la reciente administración privada. La gestora pública deberá abrirse a participar en mercados de capitales internacionales y utilizar plataformas tecnológicas y bursátiles capaces de aprovechar las oportunidades que brindan los mercados del siglo XXI.

Si la Gestora pretende ser una entidad técnica y especializada, deberá contar con una serie de reglamentos de administración que eviten márgenes de discrecionalidad de sus ejecutivos, una separación de poderes entre su directorio y el Ministerio de Economía y Finanzas, el reclutamiento de personal por mérito y una política moderna que mejore el rendimiento y todas las formas de diversificación del riesgo. Además, resultará fundamental contar con el asesoramiento externo de calidad que tenga en cuenta factores como el riesgo cambiario, las regulaciones locales y los modelos de análisis y simulación de las condiciones políticas y económicas que influyen en los mercados de valores en los que se podría llegar a invertir.

El monto acumulado a lo largo de la vida laboral representa un capital autónomo para el individuo y uno colectivo para el sistema financiero en su conjunto. Estos fondos acumulados no solo posibilitan el ahorro nacional, sino que también pueden ser la fuente de apalancamiento de mayores recursos que brinden no solo respaldo financiero y estabilidad a la economía, sino también oportunidades de inversión pública de mayor calidad. Para garantizar la salud y la sostenibilidad del sistema de pensiones y de la macroeconomía del país, las economías actuales se basan en la confianza y en el crédito otorgado a los distintos actores en los diferentes mercados. La cifra más alta jamás acumulada en la historia económica boliviana, que asciende a USD 24.000 millones, exige credibilidad e inmediata generación de confianza.

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