Todos somos pobres
Lo que actualmente se considera como pobreza se encuentra lejos de su definición en tanto carencia de ingreso.
Uno de los aspectos poco debatidos en el proceso de cambio, cuya disminución de intensidad hace que se vayan desvelando aquellos “espacios” que no pudo cubrir, es el tema de la medición de la pobreza. Tal vez ese descuido se deba a que los buenos resultados económicos en ese proceso han generado en nuestra subjetividad la expectativa de mejora de nuestras condiciones de vida, la cual, al verse frustrada, podría madurar en sentido reactivo.
Precisamente, días atrás los medios de comunicación dieron a conocer que, según el Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (CEDLA), para el 2017 seis de cada 10 bolivianos eran “pobres multidimensionales”, contrastando con el 34% de pobres por ingresos, que el Gobierno publicita para dar cuenta de la reducción de la pobreza. El dato pudo haber quedado ahí de no ser por el uso político que un candidato le dio, secundando posiblemente la intención del CEDLA. La reacción del Gobierno tampoco se hizo esperar, y el Instituto Nacional de Estadística (INE) se vio obligado a pronunciarse ante tal revelación.
Resonancias de ese tipo obedecen a las implicaciones éticas del problema, puesto que vivir en pobreza significa carecer de condiciones de bienestar para el disfrute pleno de una vida digna. Por eso, su estudio y medición son necesarios, máxime si se toma en cuenta que la vigencia del sistema capitalista supone la (re)producción de las desigualdades.
Sin embargo, lo que actualmente se considera como pobreza se encuentra lejos de su definición en tanto carencia de ingreso, que sostenía al llamado enfoque monetarista. Incluso éste parece superado, tras haber sido el paradigma de los modelos de desarrollo enfocados en la producción de riqueza financiera. Hoy se asume que el bienestar del ser humano no depende solamente del acceso a bienes materiales, y que vivir en pobreza supone carecer de bienestar en varios niveles, incluidos los derechos humanos. Es así que resultan pertinentes el enfoque multidimensional de la pobreza y el enfoque de capacidades, fundamento del desarrollo humano (incluso actualmente se procura un salto desde la consideración de las condiciones materiales de bienestar, a la dimensión psicológica de la pobreza).
No obstante su diferencia, estos enfoques apuntan hacia el Estado como principal responsable del bienestar de sus ciudadanos. El cual, ya sea por principio de derechos o por razón ética, debe implementar programas de lucha contra la pobreza, como lo demandan organismos internacionales. Pero para ello ya no basta con contar a los pobres ni repartirles dinero. He ahí la importancia de un instrumento como el Índice de Pobreza Multidimensional, que a nivel global es monitoreado por la ONU y la Iniciativa sobre Pobreza y Desarrollo Humano de Oxford. Este índice permite medir las carencias básicamente en términos de acceso a educación, salud y calidad de vida; el cual en caso de adoptarse debe ajustarse a la realidad de cada país, en virtud de sus condiciones particulares.
El Índice Multidimensional ha permitido definir, así, políticas integrales de lucha contra la pobreza en países en los que los gobiernos lo adaptaron y oficializaron, como Colombia, Chile y México. Sin embargo, la falta de resultados alentadores en la reducción de la pobreza hace que el propio instrumento sea cuestionado. En ese sentido, la contribución del CEDLA es importante, porque abona a una controversia saludable. El problema es que éste cuestiona una medición que revela logros importantes en una situación de pobreza estructural. Además, la propuesta incluye dimensiones no reconocidas que podrían llevar a concluir que todos somos pobres, lo cual no resulta descabellado, de no ser por una mala intención política.
* Doctor en Sociología, docente de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) de México.