Kintsugi
Un buen amigo del Facebook, Hugo, me hizo saber del Kintsugi, el arte japonés que repara lo quebrado, enalteciendo las imperfecciones. Este arte restaura piezas como vasijas, tazones, etc. que se han roto, uniéndolas con oro, plata o platino, de tal forma que se relievan (en vez de ocultarse) las cicatrices. Entonces, esas piezas quebradas y bellamente reparadas nos llegan a contar una historia, dicen los japoneses, refiriéndose al Kintsugi. Y sin entrar en mayores razonamientos de alto vuelo, consideraciones casuísticas ni excusas elaboradas, imaginé que los bolivianos, los quebrados (no los apátridas…) somos los candidatos perfectos para el Kintsugi.
Para nadie es un secreto que no solo somos como vasijas quebradas (no una, mil veces), sino también que solo somos pedazos (grandes, pequeños, insignificantes) desparramados en una vasta geografía y azarosa historia, y “pegados” como se pega —sin esmero ni dedicación mayor a la necesaria— la suela en el zapato: ora firmes, ora zigzagueantes, deambulando unos, marchando al calvario, otros.
Pero de esto ya se ha hablado mucho. Ese discurso quejumbroso de vasijas contrahechas y sempiternamente insatisfechas, de rumbos ilusorios o puertos lejanos, solo nos ayuda (a nosotros, los quebrados, no a los apátridas) a seguir con ese palabrerío sin destino. Claramente, precisamos volver a ser quebrados y entregados a las manos de los artistas del Kintsugi: los doctos, los sabios de esta tierra.
Ningún neófito ni incompetente podría jamás reparar bellamente las piezas. Éstas han de ser unidas, otra vez, por la gente idónea. Oro, plata y platino, material refinado de gran costo, como lo son la educación con calidad, la política con integridad y la Justicia imparcial.
Resaltar las grietas e incluso agrandarlas les otorga a las piezas historia; como a las almas, la dignidad del victorioso, que es el caído y vuelto a levantar. La gloria del derrotado y muerto en la batalla a la que se refería el poeta Walt Whitman, que eso somos: un pueblo derrotado y vuelto a levantar, nosotros, los quebrados, no los apátridas.
Ojalá viniesen los artesanos de la vida, los probos e íntegros… maestros, gobernantes, jueces. Ojalá éstos ocupasen sus días restaurando bellamente nuestras vasijas, agrandando nuestras grietas, para que nos cuenten lo que fuimos. Que los trazos y brillo resultantes nos adviertan el costo de unirnos y rehacernos. Entonces, finalmente, la contemplación de la vasija restaurada pacificará nuestras almas enturbiadas… de nosotros, los quebrados, no de los apátridas.