¿Merece el mundo ser salvado?
El ecologismo incentiva el terror a nosotros mismos; dice que tenemos la culpa de todo lo que pasa en planeta.
La mejor forma de resguardar el poder es a través del miedo. La religión siempre fue el mejor vehículo para ello. Los animistas usaban los malos espíritus; el paganismo, a la rabia de la madre naturaleza; el politeísmo, la cólera de los dioses; el monoteísmo, el infierno; el socialismo, la angurria de los malvados burgueses; el liberalismo, el pavor al Estado totalitario que sojuzga al individuo. De todos los miedos infundidos quizás el más peligroso es el fomentado por el nuevo dogma: el ecologismo, que incentiva el terror a nosotros mismos; dicen que los humanos tenemos la culpa de todo lo que pasa en este planeta.
Este credo surgió como reacción ética al punto de convergencia de las dos religiones dominantes en el último siglo, el socialismo y el liberalismo: la fe en el crecimiento económico. O sea, el poder aprovechar los recursos naturales para fomentar el incremento de productos, mejorar la calidad de vida y fomentar del desarrollo tecnológico. De la ética a la política fue un pequeño paso llegar al ecologismo, para imponer su propia visión de mundo, situada entre la autogestión del feudalismo y el crecimiento económico moderno. Su propuesta es un sincretismo llamado desarrollo sostenible. La ilusión de que podamos vivir en armonía con la naturaleza y los demás seres vivos segrega a los seres humanos como entidad aparte de la naturaleza y de los otros seres vivos. Todo esto es como pretender que el zancudo ya no chupe sangre o que el león no cace venados. Los seres humanos vivimos de otros seres vivos, ya sean plantas o animales. Para construir nuestra civilización necesitamos recursos naturales, no hay otra. Si en nuestro lugar estuvieran los dinosaurios, no habrían sido éticamente mejores que nosotros. Y si llegaran extraterrestres tampoco cambiarían de comportamiento.
El ecologismo dejó hace mucho tiempo de ser un movimiento de protesta para convertirse en parte del statu quo político. Ya tiene su lugar institucional, e incluso es patrocinado por muchos gobiernos. Se ha convertido en parte programática del liberalismo y el socialismo. Aunque quedan algunos puristas, en la mayoría izquierdistas frustrados por la caída del muro de Berlín, que se resisten a caer en brazos del liberalismo y acusan al socialismo de inconsecuente, promoviendo una retórica radical y vacía. El pensamiento ecologista ha contaminado nuestra comida, la educación y hasta los sentimientos. Nos guste o no, el ecologismo es la mayor revolución ética del último siglo.
El ecologismo que actualmente se promueve no es el revolucionario de los verdes europeos allá por los años ochenta, sino el de las películas Disney; que humaniza la naturaleza y promulga la idea de que los animales tienen sentimientos y que los malvados seres humanos solo pueden ser convertidos por la fuerza del amor. Lo trágico es que esta visión es trasladada a la política con carácter oportunista. En el fondo, significa trasladar la culpa al espíritu humano y no a personas y grupos concretos. Aquí se aplica el dicho de “cambiar para que nada cambie”.
El ecologismo se equivoca al pensar que los seres humanos no tenemos derecho a usar los recursos naturales para nuestro propio desarrollo y progreso. Hemos conquistado el derecho a erigir nuestra civilización, a mejorar nuestro entorno, de mejorarnos a nosotros mismos. El planeta Tierra es nuestra casa transitoria. Se prevé que a lo mucho nos queda dos siglos para seguir viviendo aquí y que debemos cambiar de destino y de formato biológico para poder sobrevivir afuera. La Tierra, con o sin los seres humanos, igual se va al carajo. En lugar de negar el desarrollo, quizás deberíamos enfocarnos más en diseñar nuestro destino de eternidad.
* Escritor y agricultor.