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El bosque que llora

Escogí titular esta crónica con el nombre de la célebre novela El bosque que llora, de Vicky Baum, porque la quema de buena parte de la Amazonía brasileña y de gran parte de la Chiquitanía boliviana ha provocado llanto universal en el mundo, junto con la condena de los gobernantes concernidos: Jair Bolsonaro, de la extrema derecha, y Evo Morales, en la izquierda caníbal; ambos en la misma bolsa.

La indignación ha llegado a tal grado que en Europa incluso se sugirió la internacionalización de la Amazonía, con todos los peligros que acarrearía una apuesta geopolítica de tan alto riesgo. La motivación mayor para esa propuesta deviene del instinto de preservación de la vida, cuando un órgano vital, como es el caso de uno de los “pulmones del planeta”, podría estar al borde de su extinción.

Ni siquiera el inefable calentamiento global ni la recurrencia de focos de calor en la temporada seca son factores atenuantes en el severo juicio que culpabiliza de la catástrofe a esos mandatarios latinoamericanos. Porque ambos, por separado, suscribieron leyes y decretos, fomentando la quema de bosques para impulsar la expansión de sus respectivas fronteras agrícolas. Con ello, se favorecía a los ricos ganaderos y agroindustriales, que acaparan tierras, ávidos de incrementar los beneficios que les proporcionan exportaciones desorbitadas, sin detenerse a considerar que su codicia está provocando el aniquilamiento de la biodiversidad de manera irreparable.

Se dice que en Brasil se llegó al extremo de declarar en el Estado do Pará, el 10 de agosto, el “Día del fuego”, clamando el advenimiento del “nuevo progreso”, principio fundamental del epistolario de Bolsonaro, a quien, por la tala desenfrenada de árboles, ya lo apodan el “capitán Motosierra”. En Bolivia, el ambientalista Pablo Solón, antiguo embajador de Evo ante las Naciones Unidas (a quien no se lo puede tildar de derechas), ha enunciado serias acusaciones contra líder cocalero, señalándolo como epígono de la oligarquía vacuna imperante y “aliado del modelo agroindustrial de las élites cruceñas”.

A esto se añade el traslado de asentamientos de colonos del occidente del país, jocosamente autodenominados “interculturales”, en las áreas deforestadas, donde supuestamente se dedicarían a labores agrícolas, pero que en realidad responden al cálculo masista de alterar a su favor la demografía electoral de la región. La “bolsonarisación” en Bolivia se ha condimentado, también, con la Ley del Etanol, la exportación de carne a la China y los proyectos megahidroléctricos que contaminarían y modificarían la naturaleza de generosos ríos que alimentan la hidrografía boliviana.

Para mitigar su impunidad ecológica, Bolsonaro emplea una retórica anticolonialista reclamando airadamente la justa crítica del presidente galo, Emmanuel Macron, en términos procaces; y con el fin de guardar la soberanía amazónica acude a los militares no solo para aplacar los focos incendiarios, sino también confiándoles responsabilidades federales. Parecido modelo ha anunciado Evo Morales acerca de su intención de delegar el control de empresas estatales a generales y coroneles, lo que supone un espacio de corrupción y rapiña en reciprocidad de una lealtad bien recompensada.

Con los elementos expuestos y frente a los sendos discursos de protección a la Madre Naturaleza (o Pachamama), se podría deducir que tanto Bolsonaro como Evo no son ecocidas, sino, en realidad, “verdugos contrarios a la pena de muerte”.

* Doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia