El brexit consume las energías de Reino Unido desde hace ya tres largos años. El proceso comenzó con el temerario referéndum convocado por el ex primer ministro David Cameron. Su objetivo era zanjar el interminable debate sobre la permanencia británica en la UE. Paradójicamente, lo único que el referéndum zanjó fue el gobierno del propio Cameron. Desde entonces, el brexit ha derivado en un drama político interminable, en el que uno de los más sufridos protagonistas es el venerable constitucionalismo británico.

Basado en un sistema de soberanía parlamentaria, Westminster es el centro de la vida política de Reino Unido. Aferrados a la versión más nacionalista de este modelo constitucional, los brexiters argumentaron que la salida de la UE permitiría a los británicos “recuperar el control”, dando a Westminster la posibilidad de decidirlo todo sin las imposiciones de los políticos de la lejana Bruselas. Este Parlamento, empero, no está digiriendo fácilmente el pesado menú del brexit. Sus miembros no han logrado ponerse de acuerdo para aprobar la salida negociada por la anterior primera ministra, Theresa May. Tampoco han sido capaces de alcanzar una alternativa a dicha salida. Las prórrogas al brexit se han ido acumulando. Ahora, el nuevo Primer Ministro amenaza con romper el bloqueo de la peor manera posible. El miércoles pasado, Johnson pidió a la Reina suspender el Parlamento cinco semanas, con el fin de dificultar que dicha institución, cuyo poder decían querer restaurar los brexiters, impida el brexit sin acuerdo al que el Primer Ministro parece estar dispuesto.

Esta estrategia no es gratuita, y puede cobrarse diversas víctimas. La primera de ellas ha sido la Reina, a la que Johnson ha puesto en un difícil papel al solicitarle la suspensión del Parlamento. Al hacerlo, el Primer Ministro ha erosionado la imagen de la monarquía a ojos de quienes consideran su estrategia como ilegítima. Tras la Reina está el Parlamento británico, cuya autoridad se cuestiona. El brexit duro al que Johnson dice estar dispuesto no haría más que gangrenar la herida abierta en la sociedad de Reino Unido.

Hasta ahora, los brexiters presumían de la legitimidad que les daba haber ganado un referéndum. Pero el brexit de Johnson, paradójicamente, dilapidaría ese capital político y deslegitimaría el resultado del proceso. En el constitucionalismo británico la legitimidad política está elacionada con la centralidad del Parlamento: silenciada la voz de Westminster, aunque sea por unas semanas, una sombra de duda se arroja sobre el posible brexit de octubre. Más aún, Johnson busca oponer, en una estrategia populista de manual, la legitimidad del pueblo expresada en el referéndum a la legitimidad del Parlamento. Todo por Westminster, pero sin Westminster.

Las relaciones con la UE y la integridad de Reino Unido también sufrirían en este escenario. El Tratado de la UE establece que un Estado miembro podrá retirarse de la Unión de acuerdo con sus requisitos constitucionales. Pero Reino Unido ya ha notificado a la UE, siguiendo esos procedimientos constitucionales, su decisión de retirarse. A falta de una nueva prórroga, que Johnson querría dificultar cerrando el Parlamento, la salida del Reino Unido se produce de manera automática. El resultado sería un brexit duro, que obstaculizaría la relación con la UE y daría alas a los sectores más asertivos del independentismo escocés.

Por último está la judicatura británica. La idea de Johnson de cerrar el Parlamento para permitir un brexit duro podría ser ilegal. Pero la ilegalidad de dicha estrategia debería ser apreciada por un órgano judicial. A cuenta del caso Miller, la judicatura británica decidió hace unos años que el Gobierno de Reino Unido no podía iniciar el brexit sin el consentimiento del Parlamento. Los jueces del High Court que tomaron aquella decisión fueron acusados por los medios de derecha radical británica de “enemigos del pueblo”. El episodio podría repetirse. Dada su dudosa legalidad, los jueces británicos podrían verse obligados a impedir el brexit sin Parlamento de Johnson. Esto permitiría al Primer Ministro ganarse el favor de los brexiters más duros, sin tener que asumir las consecuencias desastrosas de un brexit sin acuerdo y con una legitimidad mermada. Los jueces impedirían tal trágico desenlace. Pero Johnson habría puesto contra ellos a una parte de la sociedad británica, la que anhela con desesperación la salida de la Unión Europea.

Johnson parece dispuesto a contraponer la voluntad del pueblo expresada en un referéndum a las instituciones que permiten a ese pueblo convivir como una comunidad política. Para ello, practica indisimuladamente formas agresivas de constitutional hard ball (bola dura): la explotación de instrumentos constitucionales para fines contrarios al espíritu de una sociedad democrática. El daño al constitucionalismo británico y a las instituciones del país será difícil de calibrar.

* es profesor de Derecho en la Universidad de Sheffield (Inglaterra).