Ahogados en encuestas
Concebir a las encuestas como oráculos indiscutibles de las opiniones de los ciudadanos es un grave error.
Las encuestas están asumiendo un protagonismo inédito en la actual campaña electoral, al punto que están opacando debates de mayor relevancia para orientar las decisiones de los electores. Esto se produce, además, obviando las naturales imprecisiones de estos instrumentos para describir la realidad en toda su complejidad, así como su incapacidad para predecir comportamientos.
Muchas veces se olvida que las encuestas son reflejos aproximados de las opiniones, percepciones y comportamientos de los seres humanos. Por diseño, siempre serán imprecisas y deben ser analizadas considerando ciertos márgenes de error que dependen de la calidad de su diseño y realización. Su fiabilidad no está solamente ligada al número de personas encuestadas, sino también a una correcta cobertura del universo social que se desea explorar, y a una selección de los entrevistados mediante métodos aleatorios.
Por lo tanto, uno de los primeros desafíos en este ámbito consiste en garantizar que las mediciones realizadas en el periodo preelectoral cumplan razonablemente con los requerimientos metodológicos que garantizan su fiabilidad. Este debería ser el principal objetivo de las regulaciones a la producción y distribución de este tipo de investigaciones por parte de las autoridades electorales.
El segundo reto es más complejo y tiene que ver con la prudencia y la pedagogía con las cuales deben ser analizadas e interpretadas. Y el punto de partida ineludible, en este aspecto, es lograr una sana distancia crítica de los resultados de las encuestas y una comprensión cabal de las limitaciones e imprecisiones propias del instrumento.
En ese sentido, concebir a las encuestas como una suerte de oráculos indiscutibles sobre las opiniones de los ciudadanos es un grave error. Y aún más convertirlas en herramientas para transformar una elección en una suerte de carrera de caballos, en la que únicamente importa discutir quién va primero o segundo entre una semana y la siguiente, y especular sobre las razones de esas evoluciones con escasa base empírica o analítica. Es llamativo y preocupante que políticos y analistas pasen tanto tiempo glosando y discutiendo sobre la veracidad y el sentido de los diversos sondeos, y muy poco acerca de las propuestas de los candidatos o de sus capacidades para encarar los retos que tiene en frente el país.
El debate parece haber quedado atrapado en una espiral de conversaciones fugaces, en las que cada bando termina creyendo solo los datos que le favorecen, y criticando los que contradicen sus prejuicios. De esta manera, un instrumento que debería aportar a la comprensión de ciertas preocupaciones de la opinión pública acaba, lamentablemente, aumentando la confusión y la desconfianza de los ciudadanos.