La reciente pausa ambiental, decretada por el gobierno, surge como una respuesta urgente frente a la devastación provocada por los incendios forestales, con el objetivo de proteger tanto el medioambiente como la salud de la población. Esta medida suspende todas las autorizaciones de quema, previamente concedidas, a nivel nacional y prohíbe emitir nuevas. Asimismo, instruye que las tierras fiscales afectadas no podrán ser utilizadas durante un periodo mínimo de cinco años, tiempo indispensable para su regeneración antes de considerar su uso futuro.
Este decreto, aunque bien intencionado, expone un conflicto fundamental: ¿es posible equilibrar la protección ambiental con la necesidad económica de explotar los recursos naturales? Este dilema se presenta con especial crudeza en nuestro país, donde la dependencia de los recursos naturales es estructural. Para muchos, las medidas de protección pueden percibirse como un freno inmediato al desarrollo, aunque, en realidad, son esenciales para garantizar la prosperidad a largo plazo y la supervivencia.
El verdadero problema es que Bolivia ha sobrepasado los límites de explotación de sus recursos. Estamos casi en un punto de no retorno. Los incendios forestales de los últimos tres meses han devastado entre 7 000 y 10 000 hectáreas. La expansión de la frontera agrícola y ganadera ha colocado al país en una crisis ecológica sin precedentes. Según el informe de Oxfam A Fuego y Mercurio. Crisis Ecológica y Desigualdades en Bolivia, entre 2018 y 2022, el 97% de la deforestación fue impulsada por la agricultura y la ganadería, mientras que el 87% de las emisiones de gases de efecto invernadero provienen de esta actividad. En consecuencia, la deforestación es el principal motor detrás del aumento de temperaturas, la sequía y, en general, de la crisis ecológica en el oriente boliviano.
El informe también revela que, entre el 2019 y el 2023, en un acumulado de 5 años, los incendios forestales ocurrieron, por orden de importancia en cuanto al número de hectáreas quemadas, en primer lugar, en tierras empresariales y de tamaño mediano, en segundo lugar, en tierras fiscales, en tercer lugar y de muy lejos en cuanto al número de hectáreas quemadas en Territorios Indígenas Campesinos, en cuarto lugar, en tierras comunitarias, y casi muy poco en tierras de propiedad pequeña. El informe también señala que, en Santa Cruz, en la Chiquitanía, más del 50% de la deforestación ocurre en tierras de propiedad empresarial.
El análisis de la situación muestra una responsabilidad desproporcionada en los actores empresariales y aquellos que ocupan tierras fiscales. Ambos grupos, movidos por intereses económicos, ignoran las consecuencias ambientales de sus acciones, ampliando sus áreas de cultivo sin contemplar los daños colaterales. A diferencia de los pequeños agricultores, que apenas tienen recursos para sobrevivir, estos actores cuentan con tecnología avanzada y alianzas con multinacionales que responden a la demanda global. Asimismo, muchos de ellos lucran directamente con la tierra: la ocupan, la deforestan y luego la venden, obteniendo beneficios rápidos y altamente rentables.
En este contexto, las comunidades indígenas y campesinas son las más vulnerables. Aunque no sobreexplotan la tierra, sufren directamente las consecuencias de la degradación ambiental. Según Oxfam, en los últimos cinco años, estas comunidades han visto una disminución del 45% en sus ingresos debido a problemas ambientales y climáticos, lo que agudiza su pobreza.
Todos estos actores son conscientes del estado de la tierra, de su degradación, de cómo el suelo pierde nutrientes y se vuelve infértil. Sin embargo, la diferencia crucial radica en que los actores que ocupan tierras empresariales y fiscales ven la tierra como un recurso inagotable. Sin límites, ni Estado que los regule, porque tienen poder, influencia y privilegios económicos para seguir expandiéndose, entonces su propia tierra quizás les importa algo, pero saben que tienen recursos y poder para seguir ocupando y deforestando otras tierras.
Al no estar sujetos a una regulación efectiva ni a un Estado que los controle, continúan expandiéndose sin freno, aprovechando vacíos de poder y lagunas jurídicas.
Por ello, es necesario preguntarse: ¿a quién beneficia realmente la pausa ambiental?
Si bien la pausa ambiental es un paso importante hacia la protección del medio ambiente, es imprescindible que venga acompañada de medidas de protección social, tanto a corto como a largo plazo. Estas deben estar orientadas a mitigar los efectos de esta crisis sobre las poblaciones rurales e indígenas, que enfrentan el empobrecimiento acelerado. Además, es urgente replantear los límites del extractivismo, ya que está claro que, a largo plazo, no es un buen negocio para el país.
La pausa ambiental puede ser un punto de inflexión, pero solo si se abordan las desigualdades estructurales que perpetúan la crisis ecológica y social en Bolivia.
Natasha Morales Escoffier es coordinadora de investigación de Oxfam en Bolivia.