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Dolorosas vergüenzas-éxodo y corrupción

El viernes, en una intersección del Cuarto Anillo de la ciudad de Santa Cruz, me crucé con cuatro jóvenes delgados que sostenía un cartel, que decía “Ayúdenos, somos venezolanos huyendo a Uruguay”. Después, frente al Cine Center, estaba un hombre joven, acompañado con dos niños menores de cinco años y un cartel que decía: “Somos venezolanos, ayúdenos a seguir”. Poco más lejos, estaba su compañera, sentada en un banco, dando leche a un bebé. Más tarde, por la Manzana Cero, entre los vehículos vi a una joven pareja con un niño en brazos y el mismo reclamo: “Somos venezolanos, ayúdenos”. Carteles y personas cada vez más repetidos en nuestras calles, algunos quieren venderte algo, otros hacen malabarismos, y muchos más piden una ayuda (uno, cerca del supermercado IC Norte pedía comida para su perrito, que estaba dentro de una mochila con la cabeza afuera, compañero de viaje que no dejaron atrás).

Quizás mi memoria de los carteles sea incompleta (seguro decían algo más), pero lo que sí era (y es) total es la vergüenza e indignación que sentí. Hasta fines de agosto, la ONU contabilizaba más de 4,3 millones emigrados venezolanos, la segunda mayor crisis migratoria mundial en términos numéricos después de Siria (aunque la ACNUR no la considera entre las cinco peores del planeta, porque no es impulsada por una guerra ni por una persecución “oficialmente declarada”).  

Un pobre y fútil consuelo nacional es que no aparecemos entre los 17 países en todo el mundo con más venezolanos refugiados, ni entre los 14 países latinoamericanos con más emigrantes venezolanos residentes, solo somos un país de tránsito… ¿Nos complaceremos con eso? ¿Acaso podemos ser indiferentes ante esta grave crisis? Con cerca de 33 millones de habitantes, la ONU calcula que en 2020 habrá 8 millones de migrantes y refugiados venezolanos: más del 24% de su población; la peor pesadilla migratoria en Latinoamérica desde las independencias (la diáspora cubana llegó a cerca de 3 millones en un periodo muchísimo más largo, y los desplazamientos por las dictaduras del Plan Cóndor en los setenta no se acercaron a estas cifras).

Al menos cinco factores se encuentran detrás de esta terrible crisis: la represión a la disidencia venezolana: la escasez de alimentos y medicinas, que el gobierno madurista achaca a “factores ajenos” y que utiliza para cambiar escasas provisiones por fidelidad; la corrupción; la destrucción del aparato productivo por el régimen, que ha convertido a la burocracia clientelar en la única opción laboral; y la caída del poder adquisitivo del dinero (la inflación interanual es el 2.295.981% y el FMI pronostica 10.000.000% para fines de año). De esta manera, el 90% de la población estaba en 2018 bajo el límite de pobreza, con un salario mensual promedio de $us 6 y un PIB que ha decrecido en 50% desde 2013, según datos del Banco Central de Venezuela (totalmente dependiente del régimen), y en más del 60%, según el FMI.

¿Por qué? Cinco razones: la ideologización de la economía a partir de Hugo Chávez y su ministro Jorge Giordani, el síndrome de la enfermedad holandesa, por causa de sus ingresos petroleros; la imposición de fieles sin méritos en puestos claves; el mesianismo sin disensos del líder; y, sobre todo, el intento, por intermedio de los petrodólares, de “exportar” el sueño fracasado de su alter ego Fidel Castro y una pesadilla para muchos países: la revolución cubana.

Y a todo ello se suma el narcotráfico, los cohechos en PDVSA y la Tesorería Nacional, el refino de oro, la importación de medicinas y alimentos; hoy todos negociados de allegados al poder. Ver a esos jóvenes venezolanos en las calles del país nos recuerda el fracaso absoluto del Socialismo del siglo XXI, y constituye una advertencia en tiempo electoral sobre dónde podríamos llegar sin un golpe de timón.

* Analista y consultor político.