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Adiós, Jacques Chirac

Alguien dijo que para la lucha política se requiere popularizar un nombre y ostentar un físico adecuado. Jacques Chirac tenía esas ventajas. Forjó su fama en 40 años de incesante actividad ciudadana en toda la gama de cargos públicos: diputado, alcalde, ministro, primer ministro y dos veces presidente. Y, en cuanto a su estampa, su elevada estatura, su agradable fisonomía y su singular bonhomía lo asemejaban más a un actor hollywoodiano que al francés ordinario. Mis funciones en la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) me permitieron visitarlo, por vez primera, en su gestión inicial como alcalde de París, donde permaneció por largos 18 años. Luego, cuando en un tercer intento fue elegido presidente de Francia, nuevamente lo frecuenté, entonces ya como embajador de Bolivia en París. Su devota inclinación por las primeras naciones aumentó nuestra afinidad, por su marcado interés en las culturas precolombinas.

Gracias a su amistad pudo ser posible la implantación de la plaza de Bolivia en el afluente barrio XVI de París, no lejos de la torre Eiffel y en la ribera del río Sena. También se hizo factible presentar la soberbia exposición de arte colonial, titulada El retorno de los ángeles, en la capilla de la Sorbona. Muestra inaugurada por Chirac, que durante un mes fue contemplada por miles de aficionados.

Más adelante, cuando la FIFA decidió suprimir a La Paz de las eliminatorias para los mundiales de fútbol, se logró convencerlo de apoyar la causa nacional y de interceder ante los dirigentes para revertir esa ingrata medida. Su cooperación fue tan contundente que escribió notas personales a los mandatarios de los 25 países miembros del consejo ejecutivo de la FIFA, presionándolos a revisar la odiosa determinación. Su firmeza como anfitrión del campeonato mundial de 1998 hizo posible coronar con éxito la gestión.

Más allá de lo anecdótico, Chirac, pese a ser el líder de la derecha conservadora, tenía el corazón bien inclinado a la izquierda y a las causas que le parecían justas. En ese sentido, se opuso radicalmente, el 2003, a la invasión estadounidense de Irak en una memorable actuación en el Consejo de Seguridad. La historia le dio la razón por las desastrosas consecuencias que esa catastrófica excursión tuvo en la región.

En el plano interno, abanderado de combatir lo que llamaba la “fractura social”, se enfrentó a la extrema derecha y combatió la islamofobia en su propio terreno, en su recorrido por Jerusalén, cuando la Policía sionista trató de impedirle contacto con los habitantes palestinos en territorio ocupado.

Quiso el destino ofrecerme la oportunidad de participar en los honores fúnebres organizados para honrar su memoria; y fui testigo del cariño y admiración que mostraba el millón de personas que aguardó por 48 horas, día y noche, haciendo largas filas en los alrededores del Hotel de los Inválidos para tocar por última vez la bandera que cubría el féretro presidencial de su ídolo, fallecido a los 86 años. Mementos con su imagen, en postales, camisetas y otros abalorios, reemplazaron en la juventud adicta a la cultura “pop” la efigie del Che Guevara.

Al siguiente día, en la emblemática iglesia de San Sulpice, la solemne misa fue atendida por la clase política de todos los matices y dignatarios extranjeros que lo conocieron en vida. En la calle, las viejas generaciones de la gente humilde recordaban su venerable figura, conversadora, afable, amante de la cerveza y de la comida casera. Los más jóvenes repasaban sus libros de historia, tratando de comprender el afecto que le prodigaban sus mayores. Con Chirac se fue una parte de la gloriosa era gaullista; y con ésta, la conducción del mundo por gigantes políticos que parecen no reproducirse en nuestros días.

* Doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia