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¿Política de ciudad sin ciudadanos?

Una política de Estado debe ocuparse por temas estructurales como el ordenamiento territorial

/ 10 de octubre de 2019 / 00:01

Uno de los debates en la actual construcción de la Política Nacional de Desarrollo Integral de Ciudades (PNIDC) impulsada por el Gobierno se centra en si debería tratarse de una política de ciudades o una política urbana, pues se trata de dos enfoques diferentes. Desde algunos espacios hemos abogado porque se trabaje desde un marco más integral (lo urbano), y no tan enfocado en las ciudades como unidades específicas, bajo la sospecha de que la administración actual, al igual que el resto de los gobiernos, le interesa acciones efectistas, de corto plazo y de inmediato rédito político.

Sin embargo, urge entender que una política de Estado va mucho más allá de una sumatoria de proyectos en ciudades o inversiones puntuales, en tanto debe preocuparse por temas estructurales como el ordenamiento territorial, la construcción de ciudadanía, el derecho a la ciudad, etc. Incluso nuestra posición está respaldada por el propio Plan de Acción Regional para la implementación de la Nueva Agenda Urbana 2016-2036, que en su primer eje se refiere a “políticas nacionales urbanas”, y no a una política de ciudades.

Sabiendo que los distintos enfoques urbanos han confrontado recurrentemente enormes dificultades para definir el objeto de estudio, en este breve artículo se busca enfatizar la importancia de distinguir entre la urbe y la ciudad, pues técnicamente no son lo mismo. Los actuales esfuerzos y debates de la actual política de ciudades aún no han precisado estos conceptos. Se confunde ciudad, lo urbano, centros urbanos, etc.; y se los equipara con lugares, límites, dimensiones demográficas… Con umbrales absolutamente discrecionales como definir a un centro urbano como todo asentamiento con 2.000 o más habitantes. Y lo que estaría por debajo de esta línea poblacional es calificado como rural. Estas categorías, que hasta ahora tienen plena vigencia, son mecánicas, simplistas. Y peor aún, a partir de ellas se construye el “sistema de ciudades”, con tramos que van desde centros urbanos mayores, intermedios y menores.

Esta mirada estática e irreal se rompe en mil pedazos cuando se observan vínculos intensos, incesantes, multidireccionales y muy dinámicos entre el campo y la ciudad protagonizados principalmente por pobladores migrantes que huyen de sus parcelas; las cuales resultan insostenibles por diferentes razones. Y porque las condiciones rurales en las que se desenvuelven no ofrecen las mínimas condiciones de salud, educación e ingresos.

Este brutal despoblamiento indígena/campesino, especialmente en el occidente del país, está configurando estos intersticios, interfaces, lugares que no son ni rurales ni urbanos, y que están impulsando una nueva estructura que los académicos denominamos incorrectamente “periferia”, “suburbano”. Conceptos que hoy día están reñidos con el de ciudadanía, entendida como igualdad de derechos.

En efecto, en nuestro país la migración interna y la multilocalidad están reconfigurando innumerables lugares en los que se dan activas sinergias entre el campo y la ciudad. Ante estas transformaciones territoriales se crean nuevas categorías como la “rururb”, entendida como la influencia del campo a la ciudad, cuya versión sería indígenas en las ciudades. O la de “periurbanización”, que marca el sentido opuesto: la influencia de la ciudad al campo, extendiéndose difusamente como una mancha de aceite, devorando el suelo rural. Aquí las fronteras y “dicotomías” se desdibujan y recrean una nueva configuración territorial. Si las ciudades son entendidas como lugares a partir de tamaños, magnitudes demográficas y cuantitativas, ¿dónde queda el concepto moderno de territorio, comprendido como una producción social y económica y no reducida a las dimensiones físicas?

En una segunda parte se abordará el tema de cómo superar la comprensión reduccionista, cómo ir más allá de las intervenciones urbanas, de enfoques sectoriales, a fin de poder construir ciudad fortaleciendo la ciudadanía entendida como igualdad de derechos como principio rector.

* Sociólogo urbano, docente investigador de la UMSA.

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Del extractivismo hacia el capital humano

Las capacidades y formación de la población debe ocupar un lugar preponderante en la perspectiva del desarrollo.

/ 10 de marzo de 2020 / 23:41

Mientras continuemos con una economía primaria exportadora, centrada en el extractivismo de los recursos naturales, sin que se diversifique la matriz productiva, la crisis de empleo que atraviesa el país se profundizará, y los más castigados serán los jóvenes en edad de trabajar.

Con ocasión de la reciente presentación del libro Bolivia en el siglo XXI. Transformaciones y desafíos, impulsada por el programa de Posgrado en Ciencias del Desarrollo (CIDES) de la UMSA, Alfredo Seoane planteó una pregunta crucial: ¿cómo se transita de una economía centrada en el extractivismo, la informalidad y una productividad estancada hacia una economía de creciente productividad con alto valor agregado? La reflexión en torno a esta interrogante coincidió en la necesidad de superar la cultura y la mentalidad extractivistas que imperan en el país, bajo el supuesto de que la riqueza no se crea, sino, simplemente se la extrae y se la exporta.

Tradicionalmente, la economía boliviana ha estado centrada en los recursos naturales. Urge superar este paradigma, situando a los recursos naturales como un factor productivo más, y no como el principal, reconociendo que existen otros factores económicos, acaso más importantes, como la tecnología, la mano de obra calificada y el capital para las inversiones. ¿Qué estrategia se debería seguir para impulsar el desarrollo en el país? La propuesta consiste en considerar a los recursos humanos como el centro del crecimiento y el desarrollo. Mirar a las personas como el principal recurso económico, dentro de una estrategia de desarrollo global. Esto se traduce en priorizar el aprendizaje y la innovación.

Se ha demostrado que en cualquier modelo de desarrollo únicamente las personas calificadas, con diferentes capacidades, con procesos de educación y entrenamiento de mano de obra de alta calidad pueden inyectar valor agregado a los recursos naturales, absorbiendo tecnología para, de este modo, contribuir a mejorar sustantivamente la productividad, factor que en el país se encuentra estancado. Esta visión centrada en las personas y no en la Pachamama plantea transitar hacia un nuevo tipo de sociedad, la “sociedad del aprendizaje”.

Esto significa que las “capacidades” y la formación de la gente deben ocupar un lugar preponderante en la perspectiva del desarrollo. Como dice el reciente Informe de Desarrollo Humano del PNUD, hoy en día no basta con poseer un conjunto de capacidades básicas (como la ausencia de privaciones extremas, mejorar la sobrevivencia en la primera infancia, etc.), también es necesario lograr capacidades “aumentadas”, especialmente aquellas vinculadas con el acceso y el uso de tecnologías modernas. Actualmente estas competencias resultan cruciales para mover la maquinaria del progreso, y de este modo, mejorar la calidad de vida de todos los bolivianos.

La construcción de una sociedad del aprendizaje no puede ser confinada a los buenos oficios del Ministerio de Educación o de las instituciones educativas. El sector educativo constituye una parte de este proceso. La utopía de esta transformación consiste en que toda la sociedad (personas, gobiernos, instituciones, empresas, universidades, institutos técnicos, etc.) esté alineada, volcada y comprometida con este nuevo modelo. El aprendizaje y la adquisición de capacidades deben estar ligados y orientados fundamentalmente a la actividad productiva, a la adquisición del conocimiento tecnológico. Es decir, urge una educación dirigida a la producción y a la productividad en los sectores económicos prioritarios. Este tema debiera ser objeto de debate para prepararnos a la cita electoral del 3 de mayo.

* Es experto en población y desarrollo, docente investigador de la UMSA.

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Censo de población en los programas políticos

La finalidad última de un censo es producir información para la agenda del desarrollo, y no para distribuir recursos

/ 6 de febrero de 2020 / 00:36

El Censo Nacional de Población y Vivienda de 2012 fue un estudio fallido por varias razones: por la gran omisión censal, la cual además no permitió desagregar los indicadores a niveles menores; la deficiente actualización cartográfica, que impidió que se visiten todos los hogares existentes en el territorio nacional como condición básica; y los problemas institucionales del INE, como los frecuentes cambios de director según la conveniencia política. Comparativamente con los estudios de 1976, 1992 y 2001, nunca se gastó tanto en un operativo estadístico nacional y nunca se obtuvo peores resultados que en 2012.

Se recomienda realizar un censo cada 10 años. Por tanto, en 2022 debiera impulsarse este operativo nacional, que demanda no solo un gran presupuesto, sino particularmente la participación de todos los bolivianos, para conocer las condiciones de vida en el país. La finalidad última de un censo es producir información para la agenda de desarrollo (algo crucial que se debe trabajar desde el inicio de la campaña), y no para distribuir recursos financieros, cuyos criterios pueden variar de un año a otro. Por ejemplo, con datos del Censo de 2001 los recursos se distribuyeron según el mapa de la pobreza; y en 2012, por el tamaño poblacional. Durante aquel operativo la prensa alertó que algunos líderes de comunidades rurales, principalmente expulsoras de población, obligaron a retornar a los comunarios que vivían en las ciudades para aumentar artificialmente el número poblacional. Pues una mayor población implicaba más recursos para obras y programas prioritarios.

El censo tiene una direccionalidad política, porque debe contribuir a generar una suerte de línea base para enfrentar el modelo de desarrollo, suministrando indicadores de partida para el necesario seguimiento. Esto no significa forzar realidades con intencionalidades ideológicas. Por ejemplo en 2012 se apuntó a evidenciar que Bolivia es un país predominantemente indígena con la introducción de determinadas preguntas. Pues demostrar esta situación implicaba que lo indígena, originario y campesino debía ser de alta prioridad para la discursividad y la retórica, símbolo del Gobierno. Así, los resultados del censo estaban estructuralmente impedidos para mostrar la pluralidad, especificidad y diferencias existentes entre todos los bolivianos, sus culturas e identidades. Por ejemplo, en esta materia las únicas respuestas posibles eran sobre la pertenencia a una nación o un pueblo indígena entre 40 alternativas (afroboliviano, araona, aymara, ayoreo, etc.). Y quienes no pertenecemos a ningún pueblo indígena quedamos excluidos por el tipo de pregunta.

En suma, los programas y plataformas políticas de cara a las elecciones de mayo deberían incorporar la planificación de un censo moderno, tecnológico, rigurosamente técnico; que incluya la necesaria encuesta de omisión censal. Este estudio debe producir información oportuna, confiable y técnica para la agenda de desarrollo, de cara al modelo de país que se quiere alcanzar. Para ello, se deben integrar preguntas que permitan medir el alcance de los objetivos de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, así como los avances del país respecto al Consenso de Montevideo suscrito por el Estado.

El desarrollo boliviano es más que un plan. Requiere de datos e indicadores para conocer las condiciones de vida de los bolivianos, los logros alcanzados y a la vez los desafíos que se deben enfrentar atendiendo las brechas de desigualdad en las oportunidades del desarrollo. De esta manera, el censo se convierte en un instrumento para determinar las necesidades y requerimientos de la población, en la medida en que se pueda desagregar a escalas no solo municipales, sino incluso a nivel de las comunidades, barrios, manzanos, etc.

Urge, pues, que el Gobierno y el INE inicien los procesos preparatorios para que el censo de 2022 sea absolutamente confiable, y no tengamos ninguna duda de la veracidad de la información recabada, como ocurrió con el censo fallido de 2012.

* Sociólogo, especialista en población y desarrollo, docente investigador de la UMSA.

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¿Una política de ciudad sin ciudadanos?

Lo fundamental de una política de ciudades debe ser elaborado por las personas, por el pueblo organizado

/ 14 de noviembre de 2019 / 00:29

Si las ciudades son entendidas como lugares, como tamaños, como magnitudes demográficas y cuantitativas, ¿dónde queda el concepto moderno de territorio, entendido como una producción social y económica, la cual no se reduce a las dimensiones físicas? Y en esta limitada comprensión, ¿dónde se encuentran los actores que luchan por la apropiación y uso del espacio, elemento central del concepto territorio?

La cosificación del concepto de ciudad como umbral demográfico (más de 2.000 habitantes) se rompe en mil pedazos cuando se observa que en nuestro país, por la vía de la migración interna y la multilocalidad, se están reconfigurando innumerables lugares en los que se dan sinergias activas entre el campo y la ciudad. Con lo cual se quiebran las fronteras y las obsoletas dicotomías. Ahora más que nunca, la globalización está provocando profundas transformaciones territoriales. La descampesinización, el despoblamiento del campo y la imparable urbanización son evidentes efectos de este proceso.

Y ante este fenómeno se crean nuevas categorías como la “rururb”, que hace referencia a la influencia del campo en la ciudad, cuya versión sería indígenas en las urbes. U otro ejemplo es el de la “periurbanización”, que marca el sentido opuesto, la influencia de la ciudad en el campo, la cual se va extendiendo difusamente como una mancha de aceite, devorando el suelo rural. Aquí las fronteras y “dicotomías” se desdibujan y recrean una nueva configuración territorial.

Ante el inasible objeto de estudio, algunas teorías urbanas mezclan el concepto de urbanización con el de ciudad. Para no mezclarlas confusamente puede ser de utilidad la vieja diferenciación entre la “urbs”, la “civitas” y la “polis”. La primera (lo urbano) entraña lo físico, los lugares, la morfología, el hábitat, los servicios entre los que se destaca la vivienda. Por tanto, si la política quiere centrase en lo urbano, debe atender mínimamente el ordenamiento del territorio y las grandes inversiones en infraestructura urbana.

La civitas se separa de lo espacial y se abre a la dimensión política, nos enlaza con el viejo concepto aristotélico de definir ciudad como “comunidad política”. Una lectura moderna de la civitas implicaría entenderla como el derecho a la ciudadanía, es decir, un espacio en el que todos tenemos los mismos derechos, negando rotundamente los privilegios, evitando la segregación entre ciudadanos de primera y segunda clase. ¡Todos tenemos derecho a la ciudad!

La ciudadanía implica estar conscientes de que esos derechos no son dádivas de nadie, sino que deben ser conquistados. De ahí que la participación, la movilización y, en suma, la agenda política sean componentes sustanciales de la ciudadanía. Por tanto, una política integral de ciudades (Pndic) debe tener a las personas como el centro de las preocupaciones del desarrollo. Responsabilidad que no se debe delegar a los bancos, a los especuladores, empresas constructoras… es decir, a los actores y grupos económicos que persiguen la llamada acumulación del capital.

Esto significa que la construcción de una política de ciudades no debe partir de la “palabrería” conceptual y vacía de las cumbres internacionales, sino de las necesidades, perspectivas, prospectivas, representaciones, identidades y utopías de las personas, de los mismos actores. Una política que no sea participativa es un ejercicio burocrático que no es sostenible en el tiempo.

Finalmente está polis, la cual, en su dimensión como política pública de Estado, no del partido que gobierna, debe orientarse hacia la discusión de los elementos estratégicos que posibilitará una “política de la civitas”, del diálogo y empoderamiento ciudadano. Es decir, del cuerpo normativo y sus instrumentos legales, la descentralización, autonomías, el financiamiento y, obviamente, el desarrollo institucional.

Estamos en buen camino cuando el Viceministerio de Vivienda y Urbanismo impulsa la política de las ciudades, pero se debería tomar en cuenta que el núcleo, el substrato, la esencia, lo fundamental de esta política la hacen las personas, los vecinos, el pueblo organizado. Las tecnocracias, los consultores, los académicos, los planificadores y decisores de la política deben crear mecanismos que permitan escuchar de manera sistemática sus voces y anhelos, reproduciendo lo bueno de sus prácticas socioculturales y reconduciendo lo negativo. Eso significa darle la prioridad a la construcción de la ciudadanía y a su ejercicio concreto. No se puede promover una política de ciudad efectiva sin ciudadanos.

* Sociólogo urbano, docente investigador de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA).

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Bolivia necesita una política urbana

En Bolivia hace falta una política urbana para poder enfrentar el grave problema de la desigualdad territorial.

/ 19 de agosto de 2019 / 00:18

En este tiempo de construcción de una política urbana, conviene recordar los rasgos que definen a una política pública. Ésta debe partir de un problema socialmente reconocido y sentido por los grupos poblacionales, y debe tener objetivos de interés público. Es dirigida por el Gobierno nacional, en un marco colaborativo entre el Estado y la sociedad civil, y un alineamiento coherente de intervenciones públicas en torno a los sectores y servicios. Debe impulsar la participación directa de los actores involucrados en la identificación del problema y la búsqueda de soluciones. Y debe responder con un conjunto de decisiones, acciones deliberadas y recursos.

Ahora bien, en Bolivia hace falta una política urbana porque se debe enfrentar el grave problema de la desigualdad territorial, estrechamente vinculada con la pobreza y los procesos de exclusión que imperan en las ciudades. La desigualdad territorial se observa por ejemplo en las asimetrías existentes entre los contextos rurales y urbanos, entre los centros urbanos y sus periferias, al interior de las ciudades (con algunos barrios opulentos y las denominadas urbanizaciones cerradas, verdaderos guetos que coexisten con barrios paupérrimos, expuestos a la contaminación y a la exposición de deslizamientos), entre el desarrollo de regiones que tienen y acceden a recursos naturales y perciben por ello importantes regalías y entre los que no los tienen.

Estas desigualdades devienen como resultado del actual modelo urbano de acumulación del capital, cuyos excedentes son apropiados por ciertos grupos económicos, en contraste con aquellos carentes de recursos por sus muy bajos ingresos, correlacionados con la inserción en un mercado de trabajo precario, desprotegido, inestable e informal.

Donde mayormente se visibilizan los impactos del crecimiento demográfico y la presión por el equipamiento de hospitales, escuelas, módulos policiales, calles, avenidas, sistemas de transporte, seguridad jurídica de la vivienda es en los asentamientos espontáneos, irregulares, informales, denominados “periferias” por la literatura, las cuales deberían ser una prioridad. Estas periferias, marcadas por la fragmentación, el hacinamiento, la segregación residencial; con límites imprecisos entre lo rural urbano, déficits de vivienda y servicios básicos, se están proliferando intensamente por el actual modelo de expansión urbana difusa y extendida, por lo que necesariamente deben ser tomadas en cuenta en el diseño de una política urbana.

¿Por qué se necesita una política urbana para enfrentar estos problemas? Porque no se puede dejar que el mercado sea el mecanismo de planificación y asignación de prioridades. La acumulación del capital no puede seguir siendo el objetivo central del proceso urbano. Los grupos económicos no deberían determinar dónde se invierte y para quién se invierte. Hace falta la intervención del Estado, y la manera de hacerlo es con políticas públicas. ¿Cuáles deberían ser los objetivos de una política urbana con perspectiva social? En principio, debería identificar la pobreza y la desigualdad territorial (urbana y rural) como un grave problema, que debe ser percibido por la sociedad en su conjunto; a tiempo de colocar la igualdad, equidad y justicia como valores sociales centrales.

Por todo ello, el principal objetivo de la política urbana debe ser la mitigación de las desigualdades. En tal sentido, debería impulsar formas alternativas de urbanización que no estén regidas por la acumulación del capital, por el mercado, por empresas inmobiliarias y por intereses de grupos económicos. Asimismo, debe promover la creación de una conciencia ciudadana, ampliar la ciudadanía, y construir institucionalidad para garantizar el ejercicio de los derechos ciudadanos, incluido el control democrático sobre la producción y el uso del excedente del capital. De tal manera que parte de ese excedente de capital sea invertido en la mejora de las condiciones sociales y ambientales.

Por otro lado, la política urbana debe fomentar la participación activa de la ciudadanía en la toma de decisiones, con la creación de consejos ciudadanos locales. Debe asimismo disminuir las desigualdades y generar inclusión social, rescatando soluciones “desde abajo” dadas desde los movimientos sociales urbano-populares. Debe mejorar las condiciones de vida con la dotación de infraestructura social y equipamiento en los barrios populares periféricos.

Por todo ello, en el país se necesita con urgencia una política urbana y no una Política Nacional de Desarrollo Integral de Ciudades (PNDIC). Pero los políticos cortoplacistas y efectistas rechazan este enfoque integral, de mediano y largo plazo, porque de lo que hablo aquí es de una política pública, y no de una política gubernamental.

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¿Habrá política urbana en Bolivia?

¿Sobre qué bases se asentarán las políticas urbanas? Sobre el vacío, pareciera ser la respuesta

/ 17 de junio de 2019 / 06:52

El Gobierno, mediante el Viceministerio de Vivienda y Urbanismo, y con el decisivo apoyo de Suecia y de ONU–Habitat, está elaborando, aún muy pálidamente, políticas urbanas. Es plausible que la actual administración, signada por lo campesino, indígena y originario, haya reorientado su perspectiva, y ahora empieza a mirar a las ciudades con mayor interés. Se trata de un reconocimiento un tanto tardío, porque Bolivia se hizo predominantemente urbana desde hace aproximadamente 30 años. ¿Será que este viraje responde a una política estratégica en el marco de una nueva visión de país?, ¿o responde más bien a un interés político electoral? Actualmente, la construcción de esta política pública está en una fase de diagnóstico, y está circulando un borrador de más de 400 páginas sobre este asunto. Después de la lectura, que reclama muchísima paciencia, de este moroso texto, presento a continuación algunas observaciones críticas al respecto.

Es un documento elaborado desde arriba. Es decir, sin participación ciudadana. Los urbanitas de las ciudades, y con mayor razón los del campo, fueron excluidos de su diseño y posterior elaboración. Este texto no parte de una rigurosa consideración sobre el tema del ordenamiento que apunte a esclarecer las actividades humanas dentro de un sistema territorial, bajo el marco de un desarrollo sostenible. ¿Sobre qué bases se asentarán las políticas urbanas? Sobre el vacío, pareciera ser la respuesta.

El diseño de una política de este tipo debiera elaborarse a partir de una base de datos que recopile lo existente e identifique lo que falta respecto a los sistemas de información. Cosa que sin embargo no sucede. Sin esta información, ¿cómo se construyen los indicadores?, ¿cómo se piensa hacer un seguimiento y una posterior evaluación de los programas y políticas?

Bajo una mirada cortoplacista, que da preponderancia al aquí y al ahora, tampoco se hizo el esfuerzo de pensar el futuro urbano y territorial de Bolivia. Como se sabe, sirve poco mirar sincrónicamente la situación del presente urbano y territorial. ¿Cómo se problematizará el desarrollo urbano? ¿Cómo estimar la cantidad de unidades habitacionales, las fuentes de agua, los sistemas de recojo de basura, de gas, las carreteras… si no es mirando el futuro en el mediano y largo plazo? Sobre este asunto a futuro no hay nada. No se hizo ningún esfuerzo en la prospectiva del país.

Tampoco existe claridad conceptual. No se ha avanzado respecto a qué entendemos por ciudad, por metrópoli, por ciudad intermedia, por periferia. Seguimos concibiendo estas definiciones desde los tamaños poblacionales, a pesar de que se sabe que los límites demográficos son insuficientes y muy arbitrarios.

No se observan prioridades en ninguna de las escalas (nacional, departamental y municipal). Por lo tanto, no existe una imagen ni una población objetivo. ¿Se planea dar mayor importancia a las metrópolis, a las ciudades intermedias, o a todos los grupos poblacionales? ¿Se piensa priorizar las políticas en favor de las poblaciones jóvenes, de mujeres, de adultos mayores, de indígenas en las ciudades? Estas y otras preguntas no pueden ser respondidas a partir del documento señalado.

En suma, este diagnóstico tiene limitaciones extremas y, lamentablemente, el cuerpo de políticas que se supone deben responder a este documento no serán más que generalidades abstractas, muchas de las cuales nos vienen dadas desde la nueva agenda internacional, específicamente desde la Nueva Agenda Urbana de la cumbre realizada reciente en Quito. ¿Qué se puede hacer? Poner paños de agua tibia a un cuadro transido y reluctante no sirve de nada. Bajo este escenario, en el que no participa la población, ¿habrá políticas nacionales en el sistema integral de ciudades?

Sociólogo urbano, docente e investigador de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA).

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