Días de furia
Triste sino el nuestro, reconocernos diversos y al mismo tiempo asumir la intolerancia como marca
Llegó de sorpresa y estalló en nuestras caras. Las ciudades se llenaron de furia, una furia inesperada que lo inunda todo: la familia, los amigos, los vecinos y, sobre todo, las redes sociales, que retuitearon pesadillas y nos convirtieron en monstros. La intransigencia radical vuelve a habitarnos. En estos momentos de confusión y donde todo lo que se diga puede ser usado en tu contra, quiero compartir tres ideas que, de manera un tanto inconexa, me retumban el corazón.
La primera tiene que ver con la cultura de la intolerancia. Desde el 2010, con la Ley Contra el Racismo, tratamos de resolver el problema de la discriminación (racial, clasista, homófona, o como quiera llamarla). Pero no hemos abordado el problema, tan solo lo hemos escondido bajo la alfombra, y a la menor provocación vuelve a surgir con toda su furia; una furia contenida durante 10 años. Y esto tiene que ver con nuestro abordaje del problema: promulgamos una ley y amenazamos con castigar al “discriminador”, como si se tratase de una manzana podrida en el cesto de frutas que, una vez excluida, no contamina al resto. Y, ufanos y cómodos con nuestra ley, nos olvidamos completamente de una política cultural que promueva el respeto y desmonte el andamiaje de odio y desprecio que nos habita como sociedad poscolonial.
La segunda tiene que ver con entender las diferencias como una confrontación irreconciliable, donde reconocer la razón del otro es perder la batalla. Triste sino el nuestro, reconocernos diversos y al mismo tiempo asumir la intolerancia como marca. Y así la política se llena de términos bélicos, donde la negociación es sinónimo de debilidad, y a lo único que aspiran nuestros líderes es al sometimiento incondicional del enemigo.
Solo así entendemos la demanda del líder cívico Fernando Camacho exigiendo la renuncia inmediata del presidente Morales y, al mismo tiempo, la imposibilidad del MAS de incorporar en su imaginario la salida del poder. Así vista, la política siempre será un juego de suma cero. Evo Morales, como argumenta Pablo Stefanoni en su artículo ¿Qué pasa en Bolivia?, “nunca abandonó fácilmente los cargos que ocupó”. Ni como diputado ni como dirigente cocalero y, convencido de una retórica revolucionaria, tiene dificultades en valorar la idea de alternancia democrática.
Allí instalado, no creo que al presidente Morales le pase por la mente un acuerdo que contemple su salida. Frente a esto, tenemos toda la retórica del Comité Cívico cruceño, que concibe sus hazañas como una autentica gesta heroica, comparables solo con El Cantar de Mio Cid. Y lo que es peor, la ausencia de iniciativa política del bloque opositor ha forzado el encumbramiento improvisado de un personaje como Fernando Camacho. Creo que ninguna irrupción caudillista y patriarcal podría ser asumida como la luz al final del túnel.
Por último, un error que sobre todo el partido de gobierno parece cometer es comparar el conflicto actual con los hechos de 2008. Si bien las formas pueden apelar a raíces similares (antagonismo camba/colla, urbano/rural, progresismo/tradicionalismo), considero que los actores son distintos y los intereses mucho más complejos. Entender el conflicto actual nos desafía porque combina de manera indefinida muchos cambios provocados por el proceso social liderado por el MAS, pero también contiene muchas continuidades provocadas o profundizadas por el mismo proceso.
La confusión es mucha porque no sabemos a ciencia cierta que queda en pie de las estructuras corporativas del nacionalismo y también qué de nuevo nos trae la acelerada modernización del país. En lo único que todos y todas coincidimos es en el profundo terror que nos provoca la violencia, sobre todo si es comprendida por los líderes como sacrificio necesario previo a cualquier acto de reconciliación nacional.