La graduación
Eran los dueños del aroma de mi niñez. Aquellos que, llegada la pesadez en los ojos, nos acurrucaban...
Por alguna razón, me he despertado con la imagen del rostro cabizbajo y enjuto de mi madre, con sus ojos negros, las gruesas lágrimas que anegaban sus arrugas y humedecían sus cabellos trenzados. Yo sé cuándo fue, ¿cómo olvidarlo? Fue en ese octubre, cuando la Flora le vino a avisar que habían matado a su marido. “Grande ha debido ser la bala, comadre, que le ha destrozado el pecho”, le dijo.
Aquel día, el Inti se puso al mediodía vencido por el espeso humo negro de la masacre. Ella quedó quietecita, sin siquiera emitir un quejido. La angustia hizo un barro alrededor de sus pies. Quedó mirando el charco que el Sebastián, sus cinco hijos y ella recorrían día a día, en ese pequeño cuartito de cuatro por cuatro… Donde cada esquina tenía su dueño: la cocina, la mesa para comer, el rincón de la ropa, los clavos, el alambre y el catre principal, al medio y pegado a la pared de estuco blanco con los colchones de paja encima.
Eran los dueños del aroma de mi niñez. Aquellos que, llegada la pesadez en los ojos, bajados al piso, nos acurrucaban con un par de frazadas plomas encima, y nos rendíamos al sueño, que siempre venía dulce y complaciente, hayamos comido poco o mucho… Hoy, luego del humeante ají de papalisa, la canelita, y después de una larga siesta bienhechora, quise estar con mi vieja madre a solas y sin hablar, observando su alisado de largas trenzas pobladas de canas, sentada en la entrada de la casa, vestida con su mejor pollera y su manta lila bordada de flores doradas.
Mi mujer entraba y salía del dormitorio de mi hijo, el Sebastián, quien llevaba el nombre del abuelo que nunca conoció, salvo por una foto de su cadáver ensangrentado, en la primera plana del periódico La Razón, al día siguiente de la masacre. “Ratuki, Sebitas, apuráte, llegaremos tarde… ratuki, pues, hijito”. El Sebas se graduaba como bachiller del Colegio La Salle, una institución de curas dedicados a la educación de gente con plata. Matilde, mi mujer, me obligó a matricularlo ahí desde el primer curso de primaria, en las épocas en las que nosotros, los de tez de bronce y aliento a coca, no éramos bien vistos ni recibidos. Lo aceptaron porque, creo, el cura profesaba la Teología de la Liberación.
Yo sabía que mi salario de obrero solo cubría lo básico. Fue ella quien lo inscribió y se puso a trabajar como lavandera, y luego como empleada doméstica… hasta que aprendió repostería por sí misma. Merced a la exigencia que esta nueva labor demandaba, aprendí a leer y escribir junto a ella en el programa “Yo sí puedo”.
“Ya el Sebitas está listo”, gritó la Flora, quien se encargó del arreglo. Lo vimos salir con su rostro moreno brillante y no pude contenerme. Me abracé a mi vieja madre y gemí como un llokalla hasta que el Inti, ardiendo y brillando en mi interior, me recompuso, y entonces levanté la barbilla orgulloso, como mis ancestros.
El Sebastián vestía unos pantalones hasta el tobillo, de bayeta, así como su unku bordado en el cuello, ceñidos a la cintura con una faja multicolor de aguayo; calzados los pies con unas ojotas de cuero y con un lluchu tejido por las manos de su abuela, color marrón, café claro y ceniza, con íconos tiwanacotas. Cruzaba su pecho, orgullosa, la ch’uspa remendada en su esquina inferior izquierda… La misma que llevaba su abuelo el día de la masacre. Y así mismo nos fuimos a la graduación.
Él desfiló con su madre chola, y estuvo entre una multitud de estudiantes vestidos con sotana negra y birrete… el Sebastián Mamani, con la ropa del aymara, como a su abuelo le hubiese gustado verlo, como así él lo quiso; quizá como una forma de redimir la sangre de su abuelo. Fue, también, un día de octubre. Pero ya eran otros tiempos.
* Escritor y profesor universitario.