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¿Una política de ciudad sin ciudadanos?

Si las ciudades son entendidas como lugares, como tamaños, como magnitudes demográficas y cuantitativas, ¿dónde queda el concepto moderno de territorio, entendido como una producción social y económica, la cual no se reduce a las dimensiones físicas? Y en esta limitada comprensión, ¿dónde se encuentran los actores que luchan por la apropiación y uso del espacio, elemento central del concepto territorio?

La cosificación del concepto de ciudad como umbral demográfico (más de 2.000 habitantes) se rompe en mil pedazos cuando se observa que en nuestro país, por la vía de la migración interna y la multilocalidad, se están reconfigurando innumerables lugares en los que se dan sinergias activas entre el campo y la ciudad. Con lo cual se quiebran las fronteras y las obsoletas dicotomías. Ahora más que nunca, la globalización está provocando profundas transformaciones territoriales. La descampesinización, el despoblamiento del campo y la imparable urbanización son evidentes efectos de este proceso.

Y ante este fenómeno se crean nuevas categorías como la “rururb”, que hace referencia a la influencia del campo en la ciudad, cuya versión sería indígenas en las urbes. U otro ejemplo es el de la “periurbanización”, que marca el sentido opuesto, la influencia de la ciudad en el campo, la cual se va extendiendo difusamente como una mancha de aceite, devorando el suelo rural. Aquí las fronteras y “dicotomías” se desdibujan y recrean una nueva configuración territorial.

Ante el inasible objeto de estudio, algunas teorías urbanas mezclan el concepto de urbanización con el de ciudad. Para no mezclarlas confusamente puede ser de utilidad la vieja diferenciación entre la “urbs”, la “civitas” y la “polis”. La primera (lo urbano) entraña lo físico, los lugares, la morfología, el hábitat, los servicios entre los que se destaca la vivienda. Por tanto, si la política quiere centrase en lo urbano, debe atender mínimamente el ordenamiento del territorio y las grandes inversiones en infraestructura urbana.

La civitas se separa de lo espacial y se abre a la dimensión política, nos enlaza con el viejo concepto aristotélico de definir ciudad como “comunidad política”. Una lectura moderna de la civitas implicaría entenderla como el derecho a la ciudadanía, es decir, un espacio en el que todos tenemos los mismos derechos, negando rotundamente los privilegios, evitando la segregación entre ciudadanos de primera y segunda clase. ¡Todos tenemos derecho a la ciudad!

La ciudadanía implica estar conscientes de que esos derechos no son dádivas de nadie, sino que deben ser conquistados. De ahí que la participación, la movilización y, en suma, la agenda política sean componentes sustanciales de la ciudadanía. Por tanto, una política integral de ciudades (Pndic) debe tener a las personas como el centro de las preocupaciones del desarrollo. Responsabilidad que no se debe delegar a los bancos, a los especuladores, empresas constructoras… es decir, a los actores y grupos económicos que persiguen la llamada acumulación del capital.

Esto significa que la construcción de una política de ciudades no debe partir de la “palabrería” conceptual y vacía de las cumbres internacionales, sino de las necesidades, perspectivas, prospectivas, representaciones, identidades y utopías de las personas, de los mismos actores. Una política que no sea participativa es un ejercicio burocrático que no es sostenible en el tiempo.

Finalmente está polis, la cual, en su dimensión como política pública de Estado, no del partido que gobierna, debe orientarse hacia la discusión de los elementos estratégicos que posibilitará una “política de la civitas”, del diálogo y empoderamiento ciudadano. Es decir, del cuerpo normativo y sus instrumentos legales, la descentralización, autonomías, el financiamiento y, obviamente, el desarrollo institucional.

Estamos en buen camino cuando el Viceministerio de Vivienda y Urbanismo impulsa la política de las ciudades, pero se debería tomar en cuenta que el núcleo, el substrato, la esencia, lo fundamental de esta política la hacen las personas, los vecinos, el pueblo organizado. Las tecnocracias, los consultores, los académicos, los planificadores y decisores de la política deben crear mecanismos que permitan escuchar de manera sistemática sus voces y anhelos, reproduciendo lo bueno de sus prácticas socioculturales y reconduciendo lo negativo. Eso significa darle la prioridad a la construcción de la ciudadanía y a su ejercicio concreto. No se puede promover una política de ciudad efectiva sin ciudadanos.

* Sociólogo urbano, docente investigador de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA).