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Thursday 28 Mar 2024 | Actualizado a 13:06 PM

El espíritu que derribó el Muro sigue vivo

Nunca pensé que la caída del comunismo pudiera afectar mi estado de ánimo de una manera tan directa. La democracia liberal no ha quedado ‘obsoleta’, como ha insistido Putin. Solo necesitaba una sacudida.

/ 16 de noviembre de 2019 / 00:51

Han pasado 30 años desde la caída del Muro de Berlín. Una guardia abrió de golpe una puerta, el imperio soviético se rindió, más de 100 millones de personas en Europa Central y del Este fueron liberadas, un continente dividido se unió y se anunció el fin de la historia. ¿Qué nos dieron las tres décadas posteriores al 9 de noviembre de 1989? Se redujo la pobreza. Se prolongó la esperanza de vida. Se terminaron las fronteras para la interacción humana. La inteligencia artificial comenzó a hacer cosas inteligentes. China ascendió, al igual que el nivel del mar. Estados Unidos, bajo ataque y herido, intentó manejar un declive y, al final, con una frustración salvaje, eligió a un estafador lengua larga para que ocupara el cargo más alto en el Gobierno. La historia no terminó después de todo y abrió paso a una nueva ola de nacionalismo, nativismo y xenofobia.

Hoy en día el agua es el nuevo petróleo. Los datos son el nuevo plutonio. El cambio climático es el nuevo apocalipsis. El discurso de 1990 sobre la inevitabilidad de un mundo democrático liberal se convirtió en predicciones de un mundo de autócratas respaldados por Estados de vigilancia que han surgido en gran medida gracias a la tecnología. Ha quedado demostrado que es imposible que las empresas tecnológicas no hagan el mal.

El mejor de todos los mundos posibles fue aplazado una vez más. Joachim Gauck, el pastor luterano y activista anticomunista de Alemania del Este que luego se convirtió en el presidente de una Alemania unida, fue quien mejor capturó las ilusiones y esperanzas destrozadas de 1989: “Soñábamos con un paraíso y nos despertamos en Renania del Norte-Westfalia”. Por supuesto que Renania del Norte-Westfalia no está mal, pero en nuestra era política polarizada del todo o nada, “no está mal” suele significar “no es tan bueno”. En la competencia de las palabras olvidadas, el acuerdo mutuo compite con la habilidad política.

Han cambiado grandes cosas, y pequeñas también. Mi deslucido equipo de fútbol, el Chelsea inglés, se hizo de un dueño de la oligarquía rusa y, con sus miles de millones, comenzó a ganar trofeos. Nunca pensé que la caída del comunismo pudiera afectar mi estado de ánimo de una manera tan directa. Llegaron los rusos… a la Costa Azul francesa, a las playas de Vietnam y, por supuesto, a Siria. Y aquí, en Armenia, la grandiosa saga armenia de tragedia, migración, reinvención y supervivencia dio otro vuelco.

La Unión Soviética se hizo pedazos. En 1991, la República de Armenia se volvió un Estado independiente. Obtuvo un pedazo diminuto de la peor zona que se pudo encontrar en el territorio que Armenia había ocupado durante los milenios de su historia, pero, a pesar de todo, era algo.

En todas las oficinas hay imágenes del monte Ararat, el cual se erige sobre Turquía, un símbolo para los armenios de añoranza, orgullo, la esperanza del retorno y el sufrimiento del genocidio armenio que comenzó en 1915 y que produjo la matanza de más de un millón de armenios a manos del Imperio otomano.

La semana pasada, la Cámara de Representantes de Estados Unidos, en contra de todas las advertencias bien conocidas de Turquía, aprobó una resolución que reconoce ese genocidio. El presidente Barack Obama nunca lo reconoció en público, a pesar de haberlo prometido cuando fue candidato presidencial en 2008. La realpolitik pudo más que sus principios.

Turquía, país que insiste en que no hubo una campaña organizada para masacrar a los armenios, no es el único problema de Armenia. El camarada Stalin adoraba juguetear con las nacionalidades y las fronteras. Décadas más tarde, cuando colapsó la Unión Soviética, esto provocó una fricción entre Armenia y Azerbaiyán. Las disputas culminaron hace un cuarto de siglo en una guerra por la región disputada de Nagorno Karabaj. En la actualidad, la frontera de Armenia con Azerbaiyán está cerrada. Su frontera con Turquía está cerrada. Solo están abiertas las fronteras con Georgia e Irán.

No obstante, ¡me encontré a los armenios con un ánimo optimista! ¿Qué importan las fronteras físicas hoy en día? Los aproximadamente 3 millones de ciudadanos de Armenia están en contacto constante con los muchos más millones de armenios en la diáspora, quienes envían dinero a casa. Con un sólido sector tecnológico, Armenia se considera un país de empresas emergentes. Está viendo hacia adelante más que hacia atrás.

La revolución sin sangre que vivió el país en 2018 no ha producido un paraíso, pero ha eliminado el fatalismo. La gente siente que tiene la libertad de probar lo que quiera. Semanas de protestas masivas en contra de la corrupción y el nepotismo derribaron la añeja clase política armenia, casi del mismo modo que las demostraciones masivas en Beirut, Bagdad y Santiago, ocurridas en semanas recientes, han derribado o sacudido los gobiernos de Líbano, Irak y Chile.

Después de todo, ni Vladímir Putin de Rusia ni Xi Jinping de China han pisoteado el espíritu de 1989. La gente prefiere las acciones a las manos muertas de un gobierno irresponsable. Prefiere el Estado de derecho al arresto arbitrario. Por eso, están en las calles de Hong Kong. La democracia liberal no ha quedado “obsoleta”, como ha insistido Putin. Solo necesitaba una sacudida.

En una entrevista, Armen Sarkissian, el presidente armenio, me comentó que los sistemas antiguos no van a funcionar. “Estamos viviendo en un mundo cuántico porque más de la mitad de la vida es virtual”, explicó. La noción de las democracias que funcionan mediante elecciones cada tantos años está pasada de moda. Dijo que Armenia fue “uno de los primeros laboratorios” en encontrar “reglas o comportamientos” nuevos para un mundo en el que cada individuo tiene una voz que “se ejerce y se expresa a diario”.

En cuanto al genocidio armenio, y la negación turca, Sarkissian señaló lo siguiente: “Reconocer algo que has hecho mal en la vida común y corriente, en tu familia, con tus amigos, es una fortaleza. No es una debilidad. Si Turquía reconociera el genocidio armenio, también sería un reconocimiento del hecho que Turquía está en camino a convertirse en un Estado tolerante”. Una lección imperecedera de 1989 es que la verdad saldrá a la luz. Incluso la Casa Blanca de Trump descubrirá esto algún día.

* Periodista y escritor, columnista de opinión de The New York Times. © The New York Times Company, 2019.

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La única salida es pasar por esto

Si esta plaga a la que le importan un bledo la clase y el estatus de sus víctimas no puede enseñarnos solidaridad por encima de los excesos individualistas, nada lo hará

/ 11 de abril de 2020 / 07:06

Mi hermana, quien vive en Londres, ha pasado este tiempo de encierro viendo viejas diapositivas de mi padre, que descubrió el año pasado. De vez en cuando me manda una fotografía granulosa o enmohecida: un mensaje en una botella desde el otro lado del océano. La pandemia ha dado lugar a un momento universal de reflexión. El pasado, más presente, es el nuevo campo de exploración ante la ausencia de movimiento.

Ahí estamos, mi hermana y yo, todavía en el capullo de la inocencia, felices, curiosos, principalmente con mi madre, algunas veces con mi padre, con mis abuelos. Todos en la fotografía, a excepción de nosotros, ahora están muertos. Mis padres, esos tíos y tías de Sudáfrica; ese mundo ya no existe.

Los muertos se sienten mucho más cercanos ahora, junto con todas esas cosas que vivieron: la Gran depresión, la guerra, el confinamiento. Los barcos andan a la deriva en todo el mundo con gente a la que nadie quiere, como los refugiados judíos a bordo del trasatlántico alemán MS St. Louis, en su travesía de los condenados durante la Segunda Guerra Mundial. El virus nos enseña algo olvidado: lo que es ser barrido por el vendaval de la historia, lo que se siente que cada una de las cosas que damos por hecho se venga abajo, lo valiosa que es cada respiración consciente.

Se dice que la cámara nunca miente. Pero detrás de esas sonrisas en las filminas de mi padre yace una tragedia familiar. Cuando investigué la historia de mis padres en Lituania y vi fotografías de la vida judía que se extinguiría, recuerdo que pensé: “Usted, señor, está condenado, y usted en el carro, y usted con una mano en la cruz de su caballo”. Roland Barthes observó que en cada fotografía vieja acecha la catástrofe.

Sin embargo, siento más conexión que catástrofe. Con mi familia, con todos los que están ahí viendo hacia atrás y hacia adentro, tamizando los recuerdos, ajustando las prioridades. Menos es más. Reviviendo las viejas recetas, reabriendo los bolsos olvidados que evocan el apartamento de la abuela, los antiguos ritmos de la vida redescubiertos en un pequeño radio. Es el fin de una era. El virus mata y todavía no sabemos hasta qué grado. También grita: “Tienen que cambiar su vida”.

El mundo que surja de esto no puede parecerse al anterior. Si esta plaga a la que le importan un bledo la clase y el estatus de sus víctimas no puede enseñarnos solidaridad por encima de los excesos individualistas, nada lo hará. Si este patógeno que brinca de un continente a otro no puede hacernos ver la precaria interconexión del planeta, nada lo hará. A diferencia del 11 de septiembre de 2001, este ataque es universal.

A pesar de ello, los dos hombres más poderosos del planeta, el presidente de China (Xi Jinping), y el presidente de EEUU (Donald Trump), han respondido con base en intereses nacionales mezquinos que han costado una miríada de vidas. Le han fallado al mundo, en una debacle de súperpotencias.

China escondió el brote inicial de coronavirus en diciembre durante varias semanas, y luego trató de desviar la atención de su Chernóbil biológico anunciando con bombo y platillo su éxito para contener la enfermedad (las cifras siguen estando en duda), ofreciendo asistencia internacional (en parte, con mascarillas y pruebas defectuosas) y propagando la salvaje teoría conspirativa de que la plaga no comenzó en Wuhan, sino que se preparó en un laboratorio militar de Estados Unidos y fue sembrada por el equipo estadounidense que asistió a los Juegos Mundiales Militares en Wuhan en octubre pasado.

La lección no es, como le gustaría decir a China, que los regímenes autoritarios lidian de manera más eficaz con los desastres, sino que incuban el miedo que imposibilitó que los médicos y las autoridades en Wuhan comunicaran rápidamente la escala de la amenaza. La serie de tuits de la Embajada de China en Francia que elogiaron el mes pasado la repuesta superior de China y Asia al virus gracias al “sentido de comunidad y ciudadanía del que carecen las democracias occidentales” resultó grotesca. Li Wenliang, quien murió en febrero, y Ai Fen, quien parece haber desaparecido, son los doctores informantes de Wuhan a los que la humanidad nunca debe olvidar.

El 29 de marzo, Trump tuiteó, mientras morían estadounidenses, que él “tiene unos índices de audiencia elevadísimos”. Su programa de telerrealidad diario sobre la COVID-19, al que llama sus “últimas noticias sobre el coronavirus”, tuvo un “sorprendente número” de espectadores, una cifra “más semejante a la audiencia de un programa de comedia en horario estelar”. Si buscan una definición rápida de obscenidad, ahí la tienen.

Esta es la mentalidad, o más bien la aflicción mental, que combinó el encubrimiento chino con una confabulación estadounidense de autoría trumpiana que hizo que se perdieran otras seis semanas al desestimar la pandemia y tildarla de engaño. El mundo está acéfalo. Todos los países velan por sí mismos. Se revuelven mentiras y rumores. Con petulancia infantil, Mike Pompeo, el peor secretario de Estado estadounidense en mucho tiempo, insiste en llamar al coronavirus “el virus de Wuhan”. Este es el mundo de Trump y de Xi.

Es difícil ahora la situación aquí en Nueva York; en realidad, en todas partes. Al leer las cifras. Al tratar de entenderlas. Al ver las tiendas y las morgues portátiles. Al ver cerrar los pequeños negocios. De repente, hay millones de desempleados. La gente muere sola, lejos de sus seres queridos debido al riesgo de infección. Guantes azules y blancos tirados en una calle. El insomnio. Los helicópteros sobrevolando la ciudad por la noche. Las reuniones por Zoom que consuelan, pero que también nos recuerdan que el tacto escapa a la tecnología. La manera en la que la gente se aleja de los demás transeúntes, el viraje brusco por el coronavirus. Las sirenas y el silencio que hace que se escuchen más fuertes.

Todo esto ha pasado antes, no del mismo modo, pero ha sucedido. Las transparencias de mi hermana también son un memento “mori”, un recordatorio de la fugacidad de la vida. Y el mundo siempre ha salido adelante. Gracias a gente como Craig Smith, el cirujano en jefe del Hospital Presbiteriano de Nueva York de la Universidad de Columbia, quien escribió un conmovedor mensaje sobre los pacientes de COVID-19 a sus soldados médicos: “Sobreviven porque nosotros no nos rendimos”. Se está desmoronando. Encárguense de él. No nos damos por vencidos. Todos estamos conectados, y también con las generaciones pasadas y futuras. Aquí no hay extraños.

Roger Cohen es periodista y escritor, columnista de The New York Times, ha trabajado como corresponsal extranjero en 15 países diferentes. © The New York Times Company, 2020.

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La ‘guerra del infinito’ en Hong Kong

El dilema de Pekín es que la idea de ‘un país, dos sistemas’ (un ejercicio de ambigüedad creativa) está fracturada.

/ 4 de enero de 2020 / 00:44

Carrie Lam, la gobernante de Hong Kong respaldada por Pekín, está molesta porque la Navidad fue “arruinada por un grupo de alborotadores imprudentes y egoístas”. Joan Shang, quien se ha unido a las protestas en favor de la democracia, tiene una opinión diferente. “Es una guerra ideológica y estamos en el centro de ella”, dijo sobre la campaña de casi siete meses. Ese tipo de luchas no toman un descanso para celebrar a Santa Claus.

Me encontré a Hong Kong, que alguna vez fue el hogar apolítico de la búsqueda pragmática del dinero, desgarrada y conmocionada. Todo, desde las reuniones de las cooperativas hasta las conversaciones durante la cena, está cargado de la tensión entre el campamento de manifestantes “amarillos” y el bloque “azul” de Pekín. El diálogo es casi inexistente. La lucha ideológica amarillo-azul enfrenta al Estado de derecho de Hong Kong contra el “Estado de derecho” de China, a las sociedades libres contra la intensificación de la autocracia del Estado de vigilancia del presidente Xi Jinping.

La confrontación no terminará pronto. Decir que el rumbo del siglo XXI depende del resultado de este conflicto sería exagerado, pero no disparatado. “Esta es la guerra del infinito”, me dijo Joshua Wong, un destacado activista por la democracia. “Cuando Xi dice la ‘patria’, me desanima”, afirma Shang. “No tengo vínculos con ese país. Nosotros en Hong Kong no somos una sociedad autoritaria. Psicológicamente, China no puede entender a los jóvenes que están dispuestos a sacrificar sus propios intereses en aras de la democracia. Para ellos, todo se trata de dinero”.

La riqueza recién adquirida y el rápido desarrollo han sido el sustento de la sociedad china en las últimas décadas. Cientos de millones de personas han salido de la pobreza. Xi, con su tendencia a concentrar el poder, abolir los límites de mandato y extender el control tecnológico, no ha dejado dudas sobre su determinación de prolongar esa cohesión a través de la imposición. La historia de China ha estado signada por periodos de unidad seguidos de fracturas. Xi quiere acabar con esa alternancia.

China tiene sus líneas rojas, y Hong Kong está pisando cerca de ellas. Pero la ciudad es un caso especial; son dólares y oxígeno. Hong Kong ofrece a los magnates del continente la capacidad de introducir y retirar “capital rojo”. La ciudad, el tercer centro financiero más grande del mundo, proporciona acceso a los mercados internacionales de capital. Incluso ofrece tribunales y jueces honestos. Y entonces es probable que China juegue a esperar.

Un segundo Tiananmén en Hong Kong tal vez solo provocaría una insurrección armada o un levantamiento absoluto por la independencia. La infiltración gradual de los paramilitares continentales en la Policía cada vez más brutal de Hong Kong es una alternativa obvia. Pero no es una solución. El dilema de Pekín es que la idea de “un país, dos sistemas”, que siempre ha sido un ejercicio de ambigüedad creativa, está fracturada.

El modelo, que se acordó para la entrega de la soberanía británica a China en 1997 y que se supone que durará hasta 2047 está casi a la mitad de su supuesta vida. Se han alcanzado los límites de sus contradicciones internas. Si China se hubiera movido en la dirección liberal que muchos esperaban, habría sido otra cosa. Es muy diferente ahora, cuando el gobierno de Xi se vuelve cada vez más represivo y se estima que un millón de uigures musulmanes en Sinkiang se someten a una reeducación orwelliana en campamentos de detención.

La inquietud de Hong Kong tiene muchas raíces: aumento de la desigualdad, viviendas inasequibles, menos oportunidades para los jóvenes, una gobernanza vacilante, y una sensación de marginación a medida que se fortalece el dominio de China. La ciudad representa el 2,7% del PIB chino en la actualidad, en comparación con el 18,4% en 1997. Shenzhen, justo al otro lado de la frontera, era una ciudad de vacas hace tres décadas, ahora es un centro de alta tecnología, estimulante y reluciente.

La sorda insensibilidad de Lam empujó a los hongkoneses a una revuelta abierta en junio. La propuesta de su gobierno para un proyecto de ley de extradición habría significado una derrota para Hong Kong. Esta ciudad sabe más que ninguna otra que el Estado de derecho y un Poder Judicial independiente son la base de su prosperidad. Permitir que presuntos criminales sean enviados a la ilegalidad que impera en la China continental habría acabado con eso. Es por eso que millones tomaron las calles. El proyecto de ley fue retirado, pero ya era demasiado tarde. Se abrió la caja de Pandora y el genio que surgió se llama libertad. Lam, según un audio obtenido por Reuters, admitió que el proyecto de ley fue “muy imprudente”. Su vida, dijo, “se puso patas arriba”. Está paralizada. Pero no puede renunciar. Lo último que quiere Xi es sentar el precedente de que las protestas callejeras masivas conducen al derrocamiento de un líder.

Los manifestantes tienen cinco demandas, incluida una investigación independiente sobre la brutalidad policial y amnistía para los miles de personas que han sido arrestadas. Pero lo más difícil de conseguir es la exigencia de elegir al jefe ejecutivo a través del sufragio universal; en otras palabras, una democracia verdadera para Hong Kong. La Ley Básica de 1997 exige el “sufragio universal” como un “objetivo final”, pero “de acuerdo con el principio del progreso gradual y ordenado” y “tras la nominación por parte de un comité de nombramientos ampliamente representativo de acuerdo con los procedimientos democráticos”.

La ambigüedad creativa, como ya dije, es también conocida como una estrategia verbal impenetrable. Este lenguaje intrincado digno de un burócrata soviético se está convirtiendo en algo irrelevante. Lam fue elegida por un comité electoral de 1.200 miembros dominado por facciones a favor de Pekín. ¡Eso funcionó muy bien! Wong, el activista prodemocrático de 23 años, lo dijo sin rodeos: “El problema fundamental es que, desde la perspectiva de Pekín, el sufragio universal no se aleja mucho de la independencia”.

Regina Ip, legisladora de Hong Kong y exsecretaria de seguridad, cree que el problema fundamental reside en otra parte: en las demandas maximalistas de los manifestantes. China, me dijo, acordó establecer una “forma de gobierno más democrática en Hong Kong”, pero “no una democracia disponible para una entidad política independiente”. Las protestas se transformaron en “un intento serio de derrocar al Gobierno y separar a Hong Kong de China”.

No creo que el problema sea la independencia. Las protestas, que en su mayoría no tienen líderes y son coordinadas a través de las redes sociales, y que van desde actuaciones musicales coordinadas en centros comerciales hasta marchas masivas, son la respuesta furiosa de una población frustrada al siniestro giro represivo de Xi y la sumisión de Lam. La cultura de Hong Kong ha cambiado. Aunque alguna vez fue intensamente pragmática, ahora está intensamente basada en valores. Eso también podría suceder algún día en la zona continental. Los milénials aprecian los valores.

Las elecciones al consejo de distrito del mes pasado, en las que los defensores de la democracia tomaron el 87% de los escaños, sugieren el estado actual de la opinión pública de Hong Kong. La impaciencia y la irritación por el desorden que provocan las protestas en una ciudad impulsada por los negocios han crecido, pero están lejos de ser predominantes. Es probable que las elecciones legislativas de septiembre refuercen la tendencia democrática.

Tai, profesor de Derecho, no estaba seguro de darme su tarjeta porque la Universidad de Hong Kong está tratando de expulsarlo por su papel en las protestas políticas de 2014, y podría suceder pronto. Este año, pasó unos meses en prisión después de ser condenado por cargos de alteración del orden público. Ahora está en libertad bajo fianza. “Nuestra lucha por nuestros derechos no terminará”, me dijo. “El surgimiento de China es una amenaza para el mundo libre y eso es lo que Hong Kong está resistiendo”. La ciudad es la vanguardia de un despertar mundial, con una mezcla de ansiedad y consternación, a las implicaciones reales de la ascendencia china.

El logro más significativo, quizás el único, en materia de política exterior del gobierno de Trump ha sido respaldar a los manifestantes de Hong Kong mientras presiona a Xi con el comercio y mantiene abiertos los canales de comunicación con el líder chino. Esta presión estadounidense, que ha hecho popular a Trump en Hong Kong, no debe ceder.

Mike Bloomberg, quien dijo que Xi “no es un dictador”, y Joe Biden, quien dijo que China “no es competencia para nosotros”, deberían volver a pensar en sus palabras. En mi opinión, el sufragio universal para Hong Kong es la única salida del estancamiento de “un país, dos sistemas”, a menos que el Ejército Popular de Liberación marche hacia la ciudad y se desate el infierno.

* Periodista y escritor, columnista de opinión de The New York Times. © The New York Times Company, 2019.

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