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El planeta de los zafios

/ 27 de noviembre de 2019 / 00:24

Más de 140.000 bombillas de plástico ha vendido la campaña de Trump para las presidenciales de 2020 en los últimos días. Es la respuesta a las “bombillas liberales de papel” que, según ellos, no funcionan. Un miembro de su equipo incluso reclamó en Twitter “hacer las bombillas grandes otra vez”. Aunque sea anecdótico, se trata de un nuevo alarde de zafiedad del Presidente y los suyos.

Porque una de las muchas brechas que se dan hoy en nuestras sociedades es la de aquellos que asumen la emergencia climática y tratan de vivir dejando la menor huella ecológica posible, y la de los que siguen pensando, y actuando, como si el planeta no tuviera límites. Los primeros se aferran (nos aferramos) a todo lo que pueda mitigar nuestro impacto y nuestras conciencias. Reciclando todo lo reciclable, desechando como apestados los plásticos de un solo uso (no solo las bombillas, por supuesto), consumiendo la menor energía posible, eliminando, o con intención de hacerlo, la carne de la dieta, utilizando transporte público e intentando pasarnos a lo eléctrico, rebuscando en tiendas de segunda mano y a granel, favoreciendo el comercio local, tratando el agua como si fuera oro líquido…

Para los segundos, no es más que postureo. Forma parte del decálogo de buenas prácticas de un progresismo trasnochado que atenta contra el progreso auténtico. También están los que, frente a quienes dibujan horizontes apocalípticos de destrucción natural y conflictos, hacen caso omiso y depositan su fe en que la ciencia y la tecnología lo acabarán resolviendo todo. Es un duelo entre la responsabilidad individual y la comodidad, entre la innovación y la ideología. Pero por muy convencida que una esté de la urgencia, es duro cargarse el peso del planeta sobre los hombros, mientras tanto alrededor parece girar en sentido contrario. Es obvio que ante la envergadura del desafío, la actitud individual, si bien necesaria, no es suficiente. Las políticas públicas deben apoyar, fomentar, transformar, educar… Cambiar mentalidades y actitudes lleva mucho tiempo, por inercia, por pereza, por intereses; sobre todo por intereses.

En su último informe, Come on! Capitalismo, cortoplacismo y destrucción del planeta, el Club de Roma aboga por una nueva Ilustración. Una revolución para nuestra civilización que recupere el equilibrio entre el individuo y la comunidad, que incorpore las tradiciones de otras civilizaciones que han sabido vivir en armonía con la Tierra. Y, al mismo tiempo, recoge iniciativas desde los campos de la economía, la energía, o el urbanismo que están ya abordando la emergencia. Porque, parafraseando una campaña publicitaria de mi infancia: “Aunque usted pueda pagarlo, el planeta no puede”.

* Periodista, especializada en temas económicos, directora de Foreign Policy en español

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Envidia de muro

/ 9 de noviembre de 2019 / 02:30

Cuando se conmemoraba el 20º aniversario de la caída del Muro de Berlín, hace 10 años, la capital alemana celebró “derribando”, a modo de gigantesco dominó, un muro de colores pintado por artistas de todo tipo y procedencia. Como una gran metáfora, la persona que dio el primer empujón a la primera pieza de ese dominó fue Lech Walesa, el mítico líder del sindicato polaco Solidaridad.

En 2009, apenas iniciada la crisis, Europa celebraba aún con alegría el acontecimiento que cambió la faz del continente y del mundo. Hoy, lo que prevalece es la nostalgia. Nostalgia del optimismo y la esperanza que invadió todo; de la fe que da un objetivo claro; de la épica de la lucha por la libertad y la democracia. 1989 fue, como lo ha llamado el historiador británico Timothy Garton Ash, “el mejor año de la historia de Europa”.

Solo una minoría de los europeos del Este lamenta los cambios que se han producido desde entonces. La mayoría no está, sin embargo, completamente satisfecha con la actual situación política y económica. Y, lo mismo que les ocurre a sus vecinos occidentales, están preocupados por el futuro del sistema democrático y por las crecientes desigualdades. Así lo revela una encuesta reciente del Pew Research Center realizada en 16 países de la antigua órbita soviética más Estados Unidos.

Diferentes estudios a lo largo de los últimos años muestran que, si bien el apoyo a la democracia es generalizado en buena parte del mundo, y por supuesto en Europa, cada vez más gente está abierta a formas de gobierno no democrático. También aumenta la frustración y la preocupación sobre su funcionamiento. Un solo dato, pero muy significativo: dos tercios de los ciudadanos de Grecia, Italia, Bulgaria, Reino Unido y España están descontentos con cómo están funcionando sus sistemas políticos. ¿Les sorprende?

Y las razones, con sus peculiaridades nacionales, son comunes: corrupción, percepción de que la política solo beneficia a unas élites, pérdida de la solidaridad social y generacional, falta de rumbo. Los políticos no ofrecen propuestas mínimamente convincentes para abordar ni la realidad cotidiana ni las múltiples incertidumbres de la época y aumenta el número de nostálgicos que se aferra a las certezas de un tiempo pasado que nunca volverá.

El azar ha querido que tres décadas después de que cayera el Muro, muchos hoy estén desilusionados. Hastiados con la ineficacia de unos políticos que no saben, o no quieren, hacer su trabajo. En medio de una creciente, y peligrosa, lucha de identidades. Falta además redibujar un objetivo colectivo capaz de recuperar una serie de consensos básicos. Falta saber a dónde vamos y qué queremos ser. Envidia de muro que derribar.

* Periodista, especializada en temas económicos, directora de Foreign Policy en español.

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Choque de civilizaciones 2.0

/ 29 de septiembre de 2019 / 00:00

Mucho se habla estos días de la guerra comercial-tecnológica entre China y EEUU, pero hay otra dimensión de la relación entre las dos potencias que está también llamada a moldear nuestro futuro. American Factory, primer documental producido por los Obama, muestra el choque cultural que surge cuando un millonario chino abre una fábrica en un pueblo de Ohio.

Tras la euforia inicial de los locales (años antes había cerrado una planta de General Motors, dejando en la calle a miles de personas) comienzan las dificultades. La firme oposición a que se organice un sindicato, salarios ridículos, el desprecio por las normas medioambientales y de seguridad, por la capacidad de trabajo de los estadounidenses… Frente a ello se opone una clase obrera que ha sido vapuleada por la crisis, que solo desea hacer bien su tarea y ganarse la vida dignamente, y que asiste con estupor al comportamiento de sus nuevos jefes.

La cinta muestra a lo largo de tres años el arduo camino de este experimento, en el que también los gestores chinos tratan de adaptarse y entender el nuevo entorno. Aunque cuesta. Un solo ejemplo: “Hay que acariciar el burro en el sentido del pelo”. Con esta “sutil” metáfora explica el Presidente (chino) a los supervisores (también chinos) que los obreros americanos esperan, de vez en cuando, una palmadita en la espalda como reconocimiento a su trabajo. American Factory habla también del fracaso de un capitalismo salvaje, de una crisis que ha arrasado con el sueño americano (“antes yo era de clase media”) y que ha dejado un rastro de frustración y de orgullo herido.

La mirada neutral que buscan ofrecer los autores choca con la del espectador occidental, que se siente tocado en algunas de sus convicciones más íntimas. Lo que trasluce es la complejidad de fusionar dos sistemas de valores tan diferentes. Del lado chino, la cultura del esfuerzo y del mérito, la que lleva a compartir un objetivo común de superación nacional, la que ensalza lo colectivo sobre lo individual (sin olvidar que detrás siempre se encuentra el todopoderoso Partido Comunista); del estadounidense, la que cree firmemente en el individuo, en una serie de derechos adquiridos, en el pensamiento propio…

¿Es una nueva fase del choque de civilizaciones que dibujara Huntington? Tal vez. Es, sin duda, un retrato de los desafíos de un mundo globalizado en el que los valores, y no solo el poder militar o la potencia económica, desempeñan un papel importante. Sobre el futuro, sin embargo, la sombra de una amenaza que se cierne sobre todos: las máquinas. American Factory deja ver que el enemigo final de los trabajadores no será el vecino, sino un robot. Pero también para gestionarlos necesitaremos un sistema de normas y valores. ¿Cuál prevalecerá?

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América para los americanos

/ 16 de diciembre de 2018 / 12:44

El 1 de diciembre Andrés Manuel López Obrador (AMLO) tomó posesión como presidente de México. El 1 de enero, Jair Bolsonaro lo hará en Brasil. Tras unos largos meses de frenética actividad electoral, los dos mayores países de la región inician un camino político hasta ahora desconocido.

Los dos nuevos hombres fuertes del continente están en las antípodas ideológicas. El primero, representante de una izquierda viejuna teñida de autoritarismo; el segundo, de una ultraderecha militarista y evangélica. Sin embargo, además del populismo como modo de estar en política, ambos comparten algunos puntos que pueden ser críticos para el futuro. Para empezar, ninguno tiene demasiado interés en la política exterior. Para AMLO, “la mejor política exterior es una política interior fuerte”. Algo parecido opina Bolsonaro. Es cierto que los enormes desafíos a los que se enfrentan ambos países (desarrollo económico, desigualdad, seguridad, violencia, corrupción) requieren un esfuerzo descomunal. Pero también lo es que siendo los dos gigantes geográficos, demográficos, energéticos y humanos cabría esperar de ellos un peso determinante en las cuestiones regionales y globales.

México lleva años inmerso en su propia espiral de la guerra contra el narco; un tiempo en el que Brasil se ha erigido como potencia de un Sur global que reclamaba su espacio en el cambiante orden internacional. Está por ver si aspira a seguir desempeñando ese papel. Otro punto en común es su obsesión por Trump, por motivos muy distintos, eso sí. Para AMLO será la bestia negra con la que tendrá que desplegar su mejor pragmatismo para lidiar con cuestiones tan espinosas como la migración o el comercio. Para Bolsonaro, es el espejo en el que se mira y con el que sueña formar un eje ultraconservador que recorra el continente.

Por último, ambos comparten desinterés por el multilateralismo. ¿Cómo evolucionará la Alianza del Pacífico con gobiernos tan alejados ideológicamente? Más dudas aún se ciernen sobre las organizaciones sudamericanas, Unasur y Mercosur, con un Brasil en retirada que cuestiona además el sistema de NNUU. La previsible ausencia de América Latina de las cosas del mundo es una mala noticia. Con sus reservas de recursos naturales, con una población joven y con un enorme potencial, la región debería participar activamente en los principales debates y en la búsqueda de soluciones globales, desde la desigualdad hasta el cambio climático, desde los modelos de crecimiento sostenible hasta el futuro de la educación. Pero parece que sus dos grandes potencias van camino de replegarse en sí mismas, atendiendo, sobre todo, a un vecino del norte poderoso y caprichoso. América, de nuevo, para los americanos.

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Apocalípticos y entusiastas

/ 22 de septiembre de 2018 / 05:21

Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos…”. Pocos como Charles Dickens supieron narrar la brecha que la Revolución francesa abrió en Europa, la batalla entre progreso y tradición. El famoso arranque de historia de dos ciudades es hoy tan pertinente como entonces. Una brecha invisible (otra más) va creciendo en el seno de las sociedades occidentales entre aquellos que creen que han perdido el futuro y aquellos que creen que el futuro les pertenece.

Entre los primeros, los apocalípticos, va calando el miedo, la angustia y la rabia. El miedo a perder el trabajo, o las prestaciones, o las pensiones, ya sea por las oscuras fuerzas de la globalización, por los inmigrantes o por la imparable marcha de los robots y la inteligencia artificial; la angustia ante fenómenos que se nos escapan, como el terrorismo internacional, el cambio climático o las pandemias (ahí están el ébola, el zika…); la rabia ante el otro, el diferente, ante los que se convierten en chivos expiatorios de la frustración.

Al otro lado están los entusiastas, los que ven un futuro lleno de oportunidades de la mano de la innovación, de la tecnología, de la fe en la capacidad del ser humano para hacer frente a cualquier desafío. En realidad, nunca la humanidad había alcanzado tales cotas de bienestar y progreso. Es cierto que entre ellos domina una cierta aristocracia tecnológica (el porvenir parece ser de los ingenieros), pero no solo.

Para éstos, el futuro será lo que tú quieras que sea; está en tus manos, en tu iniciativa, en tu capacidad de emprender, de reinventarte. Son los reyes de la resiliencia. Aquéllos observan con impotencia un futuro diseñado por otros. Una reciente encuesta entre jóvenes británicos, por ejemplo, revelaba que más de un cuarto pensaba que no tenían control sobre sus vidas y más de un quinto que no se sentían capaces de cambiar sus circunstancias personales.

Es una brecha de esperanzas, de expectativas. Cada uno, claro, tiene su reflejo político. Los populismos actuales están sabiendo aprovechar como nadie el miedo y la rabia, alimentados en gran medida por unos medios de comunicación que, por naturaleza, tienden a amplificar lo disruptivo. Los segundos andan más huérfanos políticamente hablando: ahí están Macron, Trudeau y Jacinda Ardern, la primera ministra de Nueva Zelanda. En el centro, una gran clase media a la que cada vez le cuesta más verse representada en los partidos tradicionales.

Un proverbio chino dice que cuando soplan vientos de cambio, unos construyen muros y otros, molinos. Pero si la política no es capaz de recuperar la confianza de la ciudadanía, estamos abocados a un mundo cada vez más amurallado.

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