Hay cosas difíciles de recordar y no quiere decir que no estén ahí, en la memoria, quizás en las profundidades de la amígdala del cerebro o en los todavía misterios que envuelven a su funcionamiento. En uno de tantos ejercicios de una imprescindible materia cognitiva para personas relacionadas con el sonido, a la que Murray Schafer denominó “el aprendizaje de la escucha”, se pide a un grupo de personas, estudiantes o no, que traigan a la memoria un sonido querido, de la infancia. Cuesta mucho y la mayoría hace trampa. Traen de la memoria recuerdos queridos, sí, pero acompañados de una imagen. Entonces, le ponen sonido. Así de tramposa la concurrencia. Una máquina de escribir que usaba el abuelo, una máquina de coser que usaba la tía abuela o al revés, el abuelo cosía, la abuela escribía. No importa qué. Sirve para detenerse en la sonoridad, y recordar. Una campana en el pueblo chico, el viento en medio de los juncos, los trancos lentos de un caballo maltratado, casi como el de Turín. Sonidos traídos con trampa, desde algún lugar de la memoria. Asociados siempre a una imagen, no al revés. No se asocia, al recordar primero un sonido, a este, con una imagen. Esa la dificultad. Es una tarea de concentración, de tiempo, de honestidad. Resulta de igual dificultad, una vez que se experimenta con estos ejercicios en relación a lo sonoro, intentarlo con los aromas. La palabra aroma proviene del griego antiguo, de una palabra que se traduce como “arrancar”, una hierba, una planta. Pero no cualquiera sino las que despiden una especial y agradable fragancia. También y aunque no se ajuste a la etimología aceptada, otra palabra, también griega, relacionada a labrar la tierra, tiene una raíz que podría dar lugar a la palabra aroma. En un sitio del cerebro se guardan millones de olores y entre ellos, aromas, que además de ser memoria, pacífica, amorosa, feliz, puede también ser dolorosa, brutal, profundamente triste. Están ahí, esperando su tiempo, en una suerte de biblioteca de lo que fueron alguna vez partículas viajando en el aire. En los años 70 del siglo pasado, un bioquímico clasificó algo así como lo que vendrían a ser los olores primarios y más tarde y hasta hoy, hay una clasificación que divide a eso que huele, en frutados, cítricos, ahumados, en fin, esas diferencias que la memoria puede distribuir en experiencias distintas porque más allá de la química, hay también un componente simbólico detrás de cada aroma. ¿A qué huele la extendida melancolía de un zapato sin pareja, en medio de un barco abandonado a la deriva? Un enólogo, durante la pandemia de la Covid 19, perdió el olfato. Seguramente hoy, si no logró recuperarlo, vende cositas en alguna calle de alguna ciudad cuya plaza principal huele a lavanda y a madera antigua. Al perder el olfato habrá perdido también retazos de la vida. En un huayño, memorable como un documento, el texto dice que la sangre del pueblo tiene rico perfume, que huele a jazmines, a violetas, a pólvora y dinamita. Es difícil, como un sonido, traer un aroma desde la memoria profunda, lo que suele ocurrir es que, al enfrentarse una persona con un aroma, en la calle, al ingresar a una habitación, en el mercado, al recorrer una silla, al abrir un cajón, de pronto, hay un detonante, uno que huele y provoca una cadena de reacciones hechas emociones. El olor a guardado que hizo llorar a la tía en una casa de Miraflores, o ese aroma particular que debió haber tenido la celda obligada e injusta de Camille Claudel.
El recurrente olor a tierra mojada, apenas, por una lluvia tenue, suele ser el más mencionado y en circunstancias diversas, para empezar un poema, para terminar un discurso, para intentar una seducción por demás ineficiente, para describir el camino que lleva a los músicos al horizonte, en franca despedida. El aroma, el del almizcle, el del comino, el de la alegría particular de una guitarra, el que se desliza sin pausa, lentamente, hasta el regazo de la madre.
Óscar García es compositor y escritor.