La historia suele ser irónica. La lucha de muchos años por conservar la democracia boliviana puede terminar obteniendo lo contrario: un debilitamiento aún mayor o, incluso, su derrota. Algunos leerán con asombro el anterior párrafo, si es que todavía leen artículos críticos sobre la realidad boliviana. Por alguna razón, los escritores y los lectores del momento tienden a creer que la salida de Evo Morales del poder ha finalizado la historia del país. Para ellos, vivimos “el mejor mundo posible” y cada día el sol sale varias veces.
Los hechos, sin embargo, son tozudos. Hoy varios bolivianos están siendo procesados por delitos de opinión, en flagrante afrenta a las garantías constitucionales. A unos se les reclama judicialmente por su “animadversión contra el Gobierno”; a otros, por “llamar a la violencia”, no por cometerla.
Perseguir la opinión, así sea una opinión extremista, no es democrático y no es legal, pero ahora se legaliza porque no lo realiza otra institución que la “Justicia”, convertida en instrumento de represión del Gobierno y de “cierre de ciclo”.
¿Hay democracia cuando no es posible expresarse libremente, por miedo a la sanción del Estado? Que respondan los profesores universitarios de alguna de estas personas que están siendo perseguidas por sus opiniones, los mismos profesores que convalidaron las acciones del actual Gobierno en Sacaba y Senkata.
A propósito: 29 personas murieron en estos lugares y la “Justicia”, que tan valiente presenta a cada detenido por hechos semipolíticos rodeado de uniformados encapuchados, exhibiendo armas de guerra, no ha avanzado un milímetro en la identificación de los autores de estas muertes. Veintinueve bolivianos simplemente desaparecieron: se los tragó el hoyo negro abierto por el oportunismo político de la “Justicia” y de muchas otras instituciones e individuos.
Los hechos son tozudos. Una jueza libera a un acusado por los gobernantes y en seguida, antes de que pueda decir “amén”, va a prisión; un ejemplo de actitud democrática y presunción de inocencia. Y no hablemos de la presunción de inocencia que debería beneficiar a los exmandatarios y exfuncionarios, como a todos los ciudadanos.
La actitud de las autoridades es, igual que la de los anteriores gobernantes, considerar culpables a los acusados. Y no resulta en absoluto inocua en un país en el que los jueces y fiscales se rigen por las señales que les dan los políticos y por la ley del más fuerte (se habrán dado cuenta los amigos lectores: la única ley que en Bolivia se cumple indudablemente).
Explicado sumariamente, el Estado de derecho es la garantía de que el Gobierno no tenga más prerrogativas en los tribunales que los individuos a los que eventualmente acusa. Antes no tuvimos Estado de derecho; ahora, tampoco… Hoy, para peor, casi nadie denuncia su carencia.
En efecto, hoy en día no resulta fácil leer que no es precisamente la democracia la que se destaca de entre los diversos regímenes políticos, por sus purgas y razias contra los corruptos oficiales. O que no es el sistema de gobierno que asegure que todo exfuncionario o exjerarca que se presenta ante la “Justicia” pase directamente a la cárcel. O que no es ella la que, a lo largo de la historia, se ha regido por la Ley de Talión.
Andrónico Rodríguez escandaliza: “Estamos haciendo resistencia pacífica contra el fascismo”. ¿Ya no se pueden decir estas cosas en democracia? Además, anuncia: “Desde el 22 de enero vamos a tomar medidas”. ¿Imposible, en democracia? En respuesta, el todopoderoso Ministro de Gobierno le escribe: “Andrónico, cuidado, el radicalismo (…) pone en riesgo tu liderazgo y tu futuro”. “Cuidado (…) en riesgo (…) tu futuro”. No son palabras para ignorar, viniendo de quien vienen y en la situación actual. Pero quizá para los escritores y lectores actualmente mayoritarios, tales cosas sean normales en democracia. Una inédita forma de ser “felices como perdices”.
El ‘goce’ en el psicoanálisis, como lo plantea Lacan, es una pulsión repetitiva que trasciende el placer y se arraiga en el cuerpo. Desde el capitalismo hasta la política boliviana, el goce se manifiesta en la búsqueda incesante de la repetición.
En el campo del psicoanálisis, el “goce” no es tanto el placer (plus) como la repetición. Es decir, la pulsión que se repite, el continuo retorno de lo reprimido, como volver a beber o fumar después de haberlo dejado por años. Hay goce en estas repeticiones, o sea placer mezclado con vaciamiento y angustia: ‘Me entrego a mi cuerpo, mi cuerpo me domina: esto me causa dolor pero lo hago de todas maneras porque también me produce placer, aunque sea un placer malvado, un placer de muerte y no de vida’.
Según Jacques Lacan, todo goce es corporal, incluso cuando la repetición parezca ser puramente emocional: volver con el “ex” violento, reproducir por enésima vez la misma pelea con la madre. Incluso estas conductas terminan en el cuerpo, encuentran una respuesta (mixta: recompensa y castigo) en él.
El goce es un tipo de satisfacción idéntico al que ofrece el consumo de cosas. La compra, el uso y la destrucción de mercancías son la repetición (diaria, semanal, etc.) predominante de nuestro tiempo, pues en él se promueve activamente. Constituye el núcleo del capitalismo expansivo en el que vivimos, que ya no practica las restricciones al consumo que necesitaba en su etapa de acumulación originaria. Antes, los seres humanos vivían en una civilización de la represión. Hace tiempo que hemos entrado en la civilización de la repetición, que produce, usa y desecha cosas ad nauseam. Las mercancías actúan como si estuvieran bajo la “maldición Gemino”, el encantamiento de la duplicación de Harry Potter.
Placer
“La civilización urbana es testigo de cómo se suceden, a ritmo acelerado, las generaciones de productos, de aparatos, de gadgets, por comparación con los cuales el hombre parece una especie particularmente estable”, ilustraba Jean Baudrillard en El sistema de los objetos.
El motor de esta producción, distribución y consumo incesantes, circulares, es la búsqueda frenética de la satisfacción, con una nota de malestar neurótico, de los cuerpos. Queremos consumir, nos remuerde consumir, insistimos en consumir y así cíclicamente.
La nuestra es una civilización, entonces, del goce.
Plus
Marx sostenía la estructura del capitalismo sobre la piedra basal del plus valor o valor sin paga del que se apropiaba el burgués. Lacan asienta la estructura del capitalismo sobre el “plus de gozar”. Ya sabemos que el goce es una pulsión que se repite. El “plus de gozar” es la pulsión de sentir esta pulsión, una pulsión al cuadrado. Es la duplicación del hechizo de la duplicación.
Los subalternos bolivianos llegaron al poder en 2006. ¿Lo hicieron para detener el proceso de modernización capitalista del país, al que ya movía el plus de gozar?; ¿o para exigir su espacio en él? Al fin y al cabo, en esto se diferenciaba la modernización boliviana de otras similares: en que no ofrecía un espacio efectivo a los subalternos locales, a los indígenas.
Pese a las protestas de “vivir bien” que inicialmente hizo el MAS, a esta altura ya ha quedado muy claro que jamás quiso reprimir la pulsión de repetición y goce de la modernización capitalista en Bolivia. Todo lo contrario, buscó ampliarla; trató de cumplir finalmente la “revolución capitalista”. En esta materia, los plebeyos calzados (inicialmente) con abarcas lograron más de lo que los burgueses bien trajeados habían conseguido previamente. El MAS impulsó más que nadie el sistema de repeticiones: hizo avanzar el productivismo a costa de la naturaleza, el consumismo a costa de la balanza de pagos y el blanqueamiento de orden personal a costa del proyecto antirracista colectivo. “Ahora es nuestro turno” de gozar; ”nos quedaremos 500 años” gozando. Este fue el leit motiv.
Evolución
Ahora bien, sabemos que el goce siempre debe terminar produciéndose en el cuerpo. ¿De qué forma, en este caso? Al principio, los cuerpos de los dirigentes del MAS eran cuerpos modelados por la disciplina de la pobreza y las privaciones, resistentes al frío, al calor, a las incomodidades extremas, sin gran experiencia en el placer sexual o de otra clase; cuerpos llenos de callos que se cubrían durante años con las mismas polleras y las mismas botas. Eran ex pongos o hijos de ex pongos que tenían en la mirada del gamonal (expansiva, autoritaria y lujuriosa) el referente de lo que debían rechazar.
Pero, ay, también, al mismo tiempo, de lo que debían imitar. Repetición, justamente.
Para Lacan, el “goce es el deseo del otro”, lo que significa –puesto que “otro” es, en traducción muy libre, la madre, el padre y la sociedad– que cada quien termina atrapado en el tipo de goce que ha determinado su propia socialización. “Paradoja señorial”: quienes eran víctimas de los señores terminaron convirtiéndose en una versión grotesca de quienes aborrecían: una suma de perversiones, gulas y codicias demasiado elementales.
Resulta, entonces, que finalmente no fueron la “reserva moral”. Igual que todos los demás, quedaron atrapados por el sistema que, en primer lugar, nunca se propusieron transformar porque estaban “apalabrados” por su ideología y urgidos por sus cuerpos carenciados a acatar por el goce.
Los verdaderos señores pueden mirar este desenlace con la debida superioridad moral. Al fin y al cabo, ha probado la solidez de su posición. El deseo de sus enemigos no ha sido otro que su propio deseo. Todo ha quedado, así, encerrado en un círculo irrompible.
En los años 30, nos cuenta Hernán Pruden en su libro De cruceños a cambas (Dum Dum Editora, 2024), el regionalismo cruceño se expresaba en dos posibles formas: el “separatismo” de Bolivia, que defendían los más radicales, y el “integracionismo” de la élite, que planteaba la firma de un nuevo contrato con Bolivia que facilitara el desarrollo de Santa Cruz.
Ambas corrientes se diferenciaban nítidamente en su reconstrucción historiográfica del nacimiento de la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, el hito original. Los integracionistas reconocían, como más apego a los documentos, que desde su fundación había formado parte de la Audiencia de Charcas; en cambio, los separatistas, algunos de ellos alentados por Paraguay en tiempo de guerra, subrayaban su relación con Asunción y la cultura guaraní.
Hasta aquí, Pruden. Añado que, pese a esta diferencia historiográfica, todo el regionalismo cruceñista, tanto el separatista como el integracionista, tiene una concepción etnográfica común sobre el origen, la cual alimenta, hasta nuestros días, las expresiones de racismo contra los demás bolivianos. Llamo a esta concepción “el mito del origen” y podemos verla combinando dos libros cruceños clásicos:
En Economía y sociedad en el oriente boliviano, el historiador beniano José Luis Roca afirmaba que Ñuflo de Chaves fue fundador “más que de una ciudad, de una perdurable estirpe boliviana” (pág. 36). “Estirpe” significa: “Conjunto formado por las personas (ascendientes y descendientes) pertenecientes a una misma familia, especialmente si es de origen noble”. Hay en este concepto una nota de continuidad histórica y étnico-racial, un ethos que diferencia y da valor a una comunidad respecto de otras.
Esta construcción exige, para asentarse con seguridad, de una piedra fundacional que sea tan lucida como sólida. Cumplen esta función, en el caso cruceño, Chaves y el puñado de familias conquistadoras y colonizadoras que, saliendo de Asunción, fundaron y poblaron originariamente la ciudad.
Si para darse un pasado mítico los romanos imaginaron que descendían de tronco troyano, que su línea comenzaba en el semidios Eneas y los sobrevivientes de la caída de Ilión cuya historia fundadora plasmó inmortalmente Virgilio en La Eneida, el historiador cruceño Hernando Sanabria escribió la “Eneida cruceña” bajo la forma de una biografía al modo ficticio del primer teniente gobernador del “reino de Mojos”.
Este propósito se expresa ya en el título de su obra, que no es otro que Ñuflo de Chaves, el caballero andante de la selva. “Andante” por sus sucesivas y fatigadas jornadas desde su natal Trujillo, en Extremadura —el mismo lugar de donde salieron dos Franciscos fundamentales para la gesta conquistadora: Pizarro y Orellana— hasta la isla de Santa Catalina, en la costa de lo que hoy es Brasil; luego, cruzando el río Paraná, a Asunción, que había sido fundada pocos años antes; después hacia el noroeste de esta ciudad, que a mediados del siglo XVI fue la capital de la conquista de la zona suroriental de Sudamérica, a través de pantanos, selvas y desiertos, en busca de la Sierra de Plata, uno de los pocos mitos sobre las riquezas de las Indias Occidentales que tenía asidero, ya que se plasmaría en el descubrimiento de Potosí; de nuevo a Asunción, a reponerse; de nuevo a las vastas extensiones norteñas, en guerra permanente con grupos de indígenas guaraníes-chiriguanos; desde ahí hasta Lima, para gestionar el reconocimiento virreinal del gobernador asunceno y jefe directo suyo, Domingo Martínez de Irala, y tocando las ciudades de Charcas y Potosí, para comprobar el rumor de que la Sierra de Plata ya había sido descubierta y estaba comenzando a ser explotada; de vuelta a Asunción, trayendo vituallas y nuevos colonizadores; de ahí, en el viaje que lo volvería inmortal para los bolivianos, hasta el Guapay o río Grande, donde fundaría Nueva Asunción o La Barraca, primer poblado español en el territorio que sería el oriente boliviano; nuevamente a Lima, a conseguirse el cargo de teniente gobernador; de vuelta a las riberas del Guapay, donde fundó la primera Santa Cruz de la Sierra (en homenaje a la localidad de este nombre, a 13 kilómetros de Trujillo, donde, según Sanabria, su familia tenía una propiedad); de nuevo a Asunción, de nuevo a Santa Cruz de la Sierra y, finalmente, otra vez camino a Asunción, cuando fue asesinado por un jefe indígena local.
Pero sobre todo “caballero”, ya que Sanabria lo pinta como “gente de calidad”, como en su siglo se decía de los que tenían apellidos de alcurnia o “buena cuna”, y, además, lo pinta —¡con qué trazos!— como un hombre puro, desinteresado, capaz, con don de mando, justo, leal, más orientado a cumplir “la gran causa” de la colonización hispana que a obtener riquezas personales (pese a que la muerte lo encontraría mientras viajaba en busca de oro).
Sanabria postula a Chaves y los conquistadores que lo acompañaron como los héroes cruceños por antonomasia. Fundadores, entonces, de una “estirpe” que, a diferencia de las demás identidades bolivianas, se conservaría así, vinculada a estos hombres por mecanismos de los que ya hablamos y volveremos a tratar.
El importante libro deHernán Pruden De cruceños a cambas (Dum Dum Editora, 2024) muestra que una vena de separatismo cruceño recorre longitudinalmente la historia boliviana. También, que este siempre se ha basado en la comprobación/postulación esencialista de una diferencia identitaria irremediable entre los cruceños y el resto de los bolivianos.
Como dijo en febrero de 1939 el convencional beniano Gonzalo Cuellar Jiménez, crítico del ultra regionalista Partido Oriental Socialista (POS), “es el racismo equivalente al separatismo”. Cuellar reaccionaba de este modo a la declaración del POS de enero de ese mismo año, firmada en Cachuela Esperanza, sede del auge gomero de principios del siglo XX. En esta declaración se prometía, nos informa Pruden, “sostener el principio de la defensa de nuestra raza”.
El del POS era extremismo, pero no aislado. La concepción de la diferencia étnico-racial o de nacimiento entre los cruceños y el resto de los bolivianos viene de muy atrás y se ha conservado hasta nuestros días, alimentando —en las crisis— los brotes separatistas. Se podría decir, sin comprometer a Pruden, que el separatismo no ha sido otra cosa que la traducción política del racismo cruceñista. (Aunque el racismo es más amplio que el separatismo y también puede politizarse como demanda de distintas formas de autogobierno dentro de Bolivia).
“Los fundamentos de la campaña separatista —escribe Pruden refiriéndose a la acción del POS a fines de los 30— fueron tanto la historia [de abandono de Santa Cruz por el centralismo paceño] como ciertas características étnicas que se atribuyeron a la población de Santa Cruz. Por un lado, los cruceños eran descritos como el producto de la fusión de españoles y guaraníes, por lo tanto mestizos, pero de un tipo distinto a los mestizos altiplánicos. En las tierras bajas habían heredado lo bueno del español y lo bueno del indígena, a diferencia de los oriundos de las tierras altas que habían recibido solo las ‘malas’ características de cada grupo” (p. 83).
Este “mestizaje diferencial”, señala Pruden, atribuía a los indígenas de tierras bajas una mayor capacidad de “blanquearse” que la de los demás indígenas. Añado, por mi cuenta, que dicha facultad era simétrica a la concedida por Gabriel René-Moreno a fines del siglo XIX a los blancos cruceños, que, según este famoso escritor, tenían la capacidad de licuar y hacer desaparecer los trazos de la sangre indígena “en dos generaciones” (Catálogo de los Archivos de Moxos y Chiquitos). Con lo que los vástagos podían emerger impolutos de los escarceos sexuales que habían tenido sus abuelos con guaraníes. Casi siempre, se sabe, mujeres guaraníes abusadas por blancos patricios.
Junto a esta del “mestizaje diferencial” había otra tesis, “integracionista” respecto a Bolivia pero igualmente racista, que afirmaba que los cruceños eran, directamente, españoles. Cero sangre guaraní. Esta tesis también se conserva. “Venimos de los barcos”, como dijo en un video un joven navegante de las redes sociales durante alguno de los últimos paros cívicos.
Llamo a esta creencia “mito de la diferencia” y es uno de los tres mitos que recibe como herencia y sobre los que se construye el “cruceñismo”, la ideología de masas en Santa Cruz tras la Revolución Nacional de 1952, que es un “integracionismo” moderno. Los otros dos son el “mito del origen”, que convierte a los creadores de Santa Cruz en una suerte de “caballeros andantes de la selva” (Hernando Sanabria), una “estirpe” (José Luis Roca) de la que provienen los cruceños como los romanos venían de Eneas y los troyanos perdidos. Y el mito de la “sociedad sin dolor”, en la que los indígenas oriundos no han sido víctimas ni perdedores, y las únicas amenazas son externas, las que llegan desde las montañas y el Centro.
En las siguientes columnas analizaré cómo operan estos mitos en el surgimiento mismo del cruceñismo como ideología moderna y de masas. Lo haré de la mano de Pruden, aunque, como he dicho, sin comprometerlo.
Fernando Molina es periodista
*La Razón agradece el retorno a nuestras páginas de Fernando Molina.
Una de las áreas historiográficas menos desarrolladas en Bolivia es esta en la que se inscribe este libro, la historia intelectual. A priori, entonces, esta publicación es una buena noticia para los estudios bolivianos.
El retraso de la historia intelectual boliviana es una de las consecuencias de una mentalidad colectiva volcada a la práctica antes que a la reflexión y la planificación, y tiene por tanto un carácter estructural. Este practicisismo, que es el resultado directo de la pobreza económica de Bolivia, se manifiesta colateralmente como inmediatismo, incapacidad de salir de las coyunturas del momento, y está asociado a la debilidad de la historiografía en general, pero sobre todo de la dedicada a la reconstrucción de los procesos discursivos pasados, así como de la vida intelectual y sus personajes.
Tampoco ha habido muchos intelectuales en nuestro país, para ser claros, justamente por estas mismas razones. El practicismo se ha traducido, en cierta medida, en antiintelectualismo.
Aunque los personajes públicos de nuestro país normalmente han necesitado presentarse como poseedores de la cultura europea-estadounidense y como expertos en leyes o economía, porque de esta manera han podido enrolarse en la élite nacional y dirigir al pueblo, los escritores y, sobre todo, los escritores versados en el conocimiento de lo nacional y comprometidos con la búsqueda de la verdad científica, siempre han escaseando en Bolivia.
Esta falta de intelectuales está relacionada pero no se confunde con el retardo de la actividad académica del país. En realidad, este es mayor que aquella. Ha habido más “intelectuales” de gran envergadura —en el sentido convencional del término, es decir, operadores de ideología— que grandes académicos.
Este es el caso de los dos personajes que se contraponen en este libro, Guillermo Lora y Marcelo Quiroga Santa Cruz, que no hicieron trabajo universitario, pero en cambio produjeron una obra referencial en varios campos (los discursos marxistas; la política de los 40 y 50, en el caso de Lora, y de los 60 y 70, en el caso de Quiroga; la historia del movimiento obrero boliviano).
Lora no introdujo el trotskismo en nuestro país, pero en cambio lo desplegó con mayor energía y elocuencia que cualquiera de sus predecesores y herederos. Así lo testimonian los 60 tomos de sus Obras Completas, publicadas en 1994. Y, sobre todo, la redacción y aprobación que él gestionó de la célebre Tesis de Pulacayo, seguramente el documento sindical más importante del país, en el que se perfila una recepción nativa de la teoría de la “revolución permanente” del creador del Estado soviético León Trotsky.
Quiroga, considerado uno de los más importantes escritores nacionales por su novela Los Deshabitados, se inclinó hacia el marxismo desde finales de los años 60 y fue uno de los más importantes críticos de la dictadura de Hugo Banzer en los 70. También fue el impulsor del juicio de responsabilidades contra Banzer, una iniciativa que le costaría la vida el 17 de julio de 1980. En esta luctuosa fecha, Quiroga resultó asesinado por los paramilitares de Luis García Meza, quien entonces tomaba el poder para establecer la última dictadura militar de ese periodo. Todo indica que lo mataron por orden de Banzer, que tuvo una relación política nunca admitida con el “gobierno de reconstrucción nacional” de García Meza.
Durante su corta vida, Quiroga alcanzó a escribir, con brillante pluma, varios libros que se constituyen en la expresión más nítida de la “teoría de la dependencia” en Bolivia. Esta doctrina, en choque con la concepción estalinista de Bolivia como una economía dual entre un área semifeudal y otra capitalista extractivista, planteaba que las relaciones entre los distintos modos de producción eran tales que la economía podía concebirse como unitariamente capitalista, con el área pobre subsumida en el área rica. La conclusión estratégica de los marxistas dependentistas se distinguía claramente de la estrategia política estalinista, es decir, de la de los partidos comunistas. Esta aceptaba la posibilidad de una revolución anti feudal acaudillada por la burguesía, mientras que los dependentistas la creían imposible. La interrelación de los distintos sectores económicos semicoloniales hacía que no existiera algo así como un espacio feudal; lo que había, en lugar de eso, era un tipo de capitalismo, el capitalismo dependiente, que poseía al atraso rural no como una carencia o una disfunción, sino como un aspecto indisoluble de su propia naturaleza. La burguesía no deseaba la revolución, porque su forma de vida estaba enraizada en el capitalismo dependiente vigente. Por tanto, la única transformación posible sería directamente socialista.
Esta caracterización, que era la del partido socialista y la de Quiroga Santa Cruz, no estaba muy lejos de la del trotskismo. La revolución permanente consiste, justamente, en la transformación de la necesaria revolución burguesa, dentro de un solo movimiento, en revolución socialista. Esta transformación se debe a su dirección, que es la del proletariado, la única clase revolucionaria en la etapa imperialista del capitalismo. La burguesía, en cambio, está abocada a la reacción y a la complicidad con el imperio. Como se ve, la analogía entre ambos planteamientos es clara.
Pese a ello, Lora y Quiroga, como se verá aquí, aunque colaboraron superficialmente en la lucha contra la represión militar, tenían múltiples diferencias, por ejemplo respecto a la participación en las elecciones que se comenzaban a dar en ese periodo de difícil transición de la dictadura a la democracia.
Estas diferencias saldrían a luz en el “foro debate” de diciembre de 1980 (siete meses antes de la muerte de Marcelo) que ambos realizaron en la facultad de economía de la Universidad Mayor de San Andrés.
Tomando como pretexto este encuentro, del que desgraciadamente solo queda una memoria parcial, el texto de Yolanda Téllez presenta tanto el contexto histórico en el que se produjo —en un capítulo denso que espera por un desarrollo autónomo — y también hace una presentación histórica de los partidos políticos representados por los dos “campeones” que entrecruzaron espadas retóricas aquella noche de finales de 1979. Dos buenos oradores, dos hombres cultos y sumamente convencidos de lo que pensaban. Dos personajes históricos y dos intelectuales memorables del país.
Comenzaba entonces una década que sería fatal para la izquierda boliviana e internacional, en particular para la izquierda marxista. Ese año, como hemos dicho, moriría Quiroga Santa Cruz; cuatro años después pasaría lo mismo con René Zavaleta; al fin del decenio caería el muro de Berlín y, con él, el marxismo militante tal como había sido hasta entonces.
Hoy este es, para nosotros, un mundo perdido. Aquí se vuelve a vislumbrar. Tal es la magia de la historia. La historia del marxismo es una historia de intelectuales que siguen, critican y reinterpretan a otros intelectuales. Es, entonces, historia intelectual por excelencia. Quienes amamos esta disciplina, aplaudimos que Yolanda, que ya nos había enseñado a escuchar a Marcelo, haya dedicado su tiempo de joven investigadora a hacer esta reconstrucción.
Volvamos a ese tiempo, entonces, muy distinto del nuestro, en el que todos los intercambios políticos se cargaban de un sentido ideológico de alto nivel.
Fotos de dominio público de Marcelo Quiroga Santa Cruz saliendo de la cárcel de San Pedro y Guillermo Lora.
*’Disenso. Memoria de un debate político. Marcelo Quiroga – Guillermo Lora’ se vende en Librería Editorial Subterránea (Ed. Torres Ferrari, Local 7.Av. 6 de Agosto, lado Casa Montes).
Una identidad política, por ejemplo, la identidad nacional, es el resultado de la sucesión y acumulación de los procesos hegemónicos que la van conformando o, según la expresión más precisa de René Zavaleta, de sus “momentos constitutivos”.
Durante los momentos constitutivos de la nación boliviana, determinadas ideologías o concepciones de Bolivia han ido apareciendo como articuladoras de la acción social. Y luego han perdurado como reminiscencias de esos momentos y como referencias perdurables de determinados grupos sociales en su lucha por capturar o conservar el poder. El propósito de este artículo es pasar rápida revista a estas ideologías constituyentes de la sociedad boliviana.
Colonia: el extractivismo rentista Los españoles encontraron aquí lo que en primer lugar habían venido a buscar: metales que extraerían sin parar, configurando con ello la identidad económica del país. Junto con esta actividad extractiva apareció un trilogía de creencias: 1) “La riqueza es el recurso (oro y plata)”, como parte de una mentalidad de la época, el mercantilismo, y de la generalización de la actitud del gambusino o buscador de minas; 2) “alcanzar una posición en el Estado permite acceder a la riqueza”, que resultó del sistema de prebendas, canonjías y encomiendas, y de la existencia de un nutrido cuerpo burocrático, y 3) “los indios son primitivos, mientras que los europeos y sus descendientes son civilizados; por tanto, los trabajos físicos, agrícolas y de cuidado corresponden a los indios, no a los blancos”, que surgió del propio hecho colonial.
Vamos a llamar a este triángulo la ideología “extractivista/rentista/racista” del país. Su importancia para la sociedad boliviana ha sido y es enorme. Ha mantenido su vigencia por la falta, a lo largo de la historia, de una vía modernizadora que no sea extractivista. Ha influido en élites, contra-élites y el pueblo, aunque de diferentes maneras en cada caso. El extractivismo ha sido minero, agropecuario, estatal (es decir, ha operado a través de la corrupción pública), etc. El rentismo se ha enraizado en el comportamiento general y la concepción boliviana del Estado. Con el tiempo el racismo ha quedado invisibilizado, pero de todas formas sigue operando de forma implícita.
INDEPENDENCIA: EL REPUBLICANISMO CHUTO
En vísperas de la Independencia, los criollos (blancos nacidos en el Alto Perú) necesitaron echar mano de una ideología que era extraña a sus hábitos e intereses, pero que les era útil porque defendía la igualdad de los miembros de la comunidad política frente al privilegio de nacimiento en el que se asentaban sus enemigos, los “peninsulares”. Eligieron el republicanismo, pero un republicanismo chuto, porque la comunidad política a cuyos miembros se le reconocía la igualdad era extremadamente minoritaria. Tanto que la revolución independista no consistió, en el fondo, en el paso de la opresión a la libertad, sino en la transición entre el privilegio racial de un estamento, el peninsular, al de otro, el criollo. Aunque los patriotas mentaran a Rousseau, seguían pensando que la desigualdad tenía un origen natural: el indio no era inferior por culpa de la sociedad, sino per se.
Sin embargo, no es cierto lo que se dice a menudo, que “la Independencia no cambió en nada las condiciones coloniales”. La activa participación de los indígenas en la lucha independentista transformó sin duda a este estamento colonial; fue entonces que comenzaron el largo proceso de su constitución como un sujeto social y político boliviano.
La incoherencia que entraña una “República racista” debilitó mucho la ideología republicana. Obstaculizó la aparición de las instituciones liberales representativas que la élite intentaba remedar de Europa. De esta disonancia va a surgir un sistema político formalmente democrático, pero esencialmente caudillista. La contradicción entre ambos aspectos del sistema político boliviano puede explicar la historia completa de este. En la época en que estamos, es decir, en las primeras décadas después de la Independencia, dicha contradicción explica que todos los partidos se proclamaran partidarios del “civilismo”, es decir, de una organización pacífica, legal y parlamentaria del país, y al mismo tiempo formaran gobiernos militares, se proclamaran dictadores, etc. El sistema era formalmente una cosa y realmente, otra. Y así se mantendría.
SIGLO XIX: LIBRECAMBIO VERSUS PROTECCIONISMO
Aunque mayormente confinadas a un pequeño estanque en el que solo nadaban los blancos y los mestizos prominentes, dos grandes corrientes se formaron en el siglo XIX con respecto a la relación del país y las potencias industriales del mundo. Estas dos corrientes fueron el librecambismo, que preconizaba la libre exportación de plata y la libre importación de manufacturas extranjeras, y el proteccionismo, que, haciendo eco de la creencia mercantilista que ya vimos, “la riqueza es el recurso”, buscaba prohibir que la plata saliera del país, y que las mercancías extranjeras entraran y destruyeran la débil industria nacional. El proteccionismo era conservador y regresivo, pero también populista, porque protegía a los trabajadores del desempleo. El librecambismo, en cambio, puede describirse como económicamente progresista, pero socialmente egoísta: no le importaba que toda una forma de economía con fuertes raíces sociales se derrumbara al entrar en contacto con la economía mundial, con tal de que los mineros pudieran vender su plata libremente. Eso se justificaba con la idea extractivista de que en Bolivia no existen condiciones de posibilidad para la manufactura. Aquí apareció una nueva creencia extractivista: “la exportación de recursos naturales es la única vía que tiene el país para acceder al progreso”.
1872, el año en que se aprobó la libre exportación de minerales y triunfó el librecambismo sobre el proteccionismo, fue el año de la incorporación de Bolivia al capitalismo y del nacimiento de la burguesía boliviana. Una burguesía, tómese en cuenta, de índole extractivista y articulada con los propietarios tradicionales de la tierra, cuyos antecedentes se remontaban a la Colonia. Por eso se la llamó “feudal-burguesía”.
El librecambismo y el proteccionismo, con sus características peculiares, dieron lugar a los dos “partidos” del siglo XIX o, mejor dicho, a las dos redes políticas que se formaron en la estela de dos caudillos fundamentales y que se enfrentaron denodadamente entre sí: el “septembrismo” (por la fecha en la que llegó al poder José María Linares), librecambista, y el “belcismo” (por el presidente Isidoro Belzu), proteccionista.
El linarismo era “decentista”: el futuro de Bolivia dependía de que la élite decente, es decir, blanca, conjurara la amenaza del caos cholo e impusiera el civilismo y el librecambismo.
Belzú apelaba a la cholada paceña artesanal con ideas anti elitistas similares a las socialistas utópicas; lo mismo hacía, en el oriente, Andrés Ibañez y sus “igualitarios”. Estos dos caudillos formaron los movimientos “nacional-populares” en una época en que aún no había condiciones para que tomara cuerpo una alternativa al dominio de la élite terrateniente. Por eso sus esfuerzos fueron breves, débiles y terminaron trágicamente, por muerte violenta.
I879-1929: TRADICIONALISMO VERSUS LIBERALISMO
La Guerra del Pacífico (1879) reconfiguró definitivamente a Bolivia. Entre otras muchas cosas, provocó el fin del militarismo que había dominado efectivamente la vida política del país hasta ese momento. La naciente burguesía aplicó el civilismo, que sus padres y abuelos solo habían sido deseado en teoría. Aparecieron dos partidos parlamentarios: el Conservador, que apelaba al decentismo y al catolicismo, y el Liberal, que era civilista radical, laico y darwinista social. Pese a ello, no hubo una democracia real: la mayoría indígena estaba excluida de participar y la oposición, ya fuera liberal o republicana, podía actuar en el Parlamento, pero no ganar las elecciones, así que tenía que acceder al poder a la mala.
La ideología conservadora era la natural de una élite terrateniente y por eso, tras su derrota por el liberalismo, se mantendría en la feraz Santa Cruz y confluiría en el falangismo del siglo XX. Sus elementos: la sociedad es un organismo en el que cada grupo tiene un rol determinado, el individualismo laico es pecado y se respeta la legitimidad tradicional del poder; deben seguir dominando los que siempre lo hicieron, los blancos dueños de tierras, con la sola exigencia de actuar de forma paternal, cristiana.
La incipiente modernización del país por el librecambismo dio lugar a nuevos grupos sociales con nuevas ambiciones que corroyeron la jerarquía tradicional que defendían los conservadores. Como resultado de este proceso, aparecieron los liberales, que proclamaban el progreso del país mediante la introducción de la ciencia en todas las áreas (inclusive en el campo del racismo, que comenzó a justificarse como el “triunfo de los más aptos”). El liberalismo, que llegó al poder en 1899 y dominó todo el resto de este periodo, era un liberalismo “feudal-burgués”, es decir, no industrial y que se abstenía cuidadosamente de toda reforma agraria, aunque sí planteara la “educación del indio”. Tampoco era especialmente anticlerical. Un liberalismo de mentiritas que expresaba a una burguesía minúscula pero riquísima que veía a Bolivia como un campamento minero del que había que salir volando lo más pronto posible.
1932-1985: EL NACIONALISMO REVOLUCIONARIO Y LA DEMOCRACIA
De las consecuencias de la Guerra del Chaco y bajo el influjo de las grandes ideologías radicales europeas, el marxismo y el fascismo, surgió la mayor ideología boliviana, el nacionalismo, que se planteó expropiar el excedente extractivo a la feudalburguesía y usarlo en la superación de las “dos Bolivias” que había creado la marginación de los indígenas y el atraso del área rural en contraste con la modernidad minera. Para ello había de emplear el instrumento político favorito del siglo XX: la revolución. La revolución nacionalista de 1952 emuló la de México de 1910 en la invención de la nación por medio del mestizaje cultural, la educación universal, la democracia popular y la entrega de la tierra a los indígenas convertidos en “campesinos”. La Revolución también fue el esfuerzo de las clases medias por desarrollar una modernización propia, con “diversificación” y “soberanía económica”, que liberara al país de la división internacional del trabajo, la cual le asignaba a Bolivia el rol de productora de materia primas. Este fue el aspecto de su programa en que fracasó de manera más rotunda: la “diversificación” consistió en una ampliación del extractivismo minero con otro extractivismo, el agrícola cruceño, y la industrialización siguió siendo la gran asignatura pendiente. Además, el país actuó como una ficha estadounidense en la Guerra Fría. También fracasó el mestizaje: limitadamente cultural y nunca corporal, se sobrepuso al racismo ancestral sin superarlo.
La Revolución desembocó en el estatismo militar como último baluarte del capitalismo frente a la radicalización marxista causada por la Revolución Cubana de 1959. El marxismo que quería el socialismo para Bolivia no tuvo mucho espacio en la Bolivia del siglo XX, primero por la propia Revolución Nacional, que cumplió las tareas básicas de la emancipación democrática y, segundo, por su aplastamiento físico en manos de los militares nacionalistas de los 70 y 80.
Puede decirse que el nacionalismo sí cumplió la trayectoria anticomunista que había diseñado en sus documentos fundacionales.
Los gobiernos militares fueron resistidos por los sujetos populares del nacionalismo, las centrales obreras y campesinas, que exigían libertades para su lucha sindical, y también por la izquierda, que en ese proceso se pasó del marxismo revolucionario a la democracia. Surgió así un bloque social que impuso la segunda más importante ideología boliviana: la democrática comunal (con pocas conexiones con el civilismo de la élite, que es decentista, un contraste que sería el gran malentendido del proceso democrático boliviano).
1985-2024: LAS IDEOLOGÍAS POSREVOLUCIONARIAS
Igual que el fracaso de las empresas estatales creadas por la Revolución propiciaron el aterrizaje en el país del neoliberalismo mundial, el fracaso de esta para retener el excedente en el país y usarlo para beneficio de la mayoría generó los marxismos posrevolucionarios de Sergio Almaraz, René Zavaleta y Marcelo Quiroga Santa Cruz. Y el ya anotado fracaso del mestizaje creó las condiciones de posibilidad del indianismo de Fausto Reinaga y su rechazo del “cholaje putrefacto”. Del reinaguismo se desarrollaron dos vertientes: el katarismo, que apuntó a construir el Estado Plurinacional boliviano, y el indianismo, que planteó el retorno del Qullasuyu.
La suma de nacionalismo, katarismo, marxismo posrevolucionario y democracia comunal, aunque con contradicciones internas, constituyó la ideología que a comienzos de este siglo chocó brutalmente contra el neoliberalismo y su democracia civilista, y estructuró el pensamiento del “proceso de cambio”. Esta es una mezcla que en el pasado hubiera sido inconcebible, pero que posibilitó el posmodernismo de las sociedades actuales.
En el contexto actual se hace necesario un Estado constitucional que garantice el ejercicio pleno de las libertades civiles y políticas, incluído el disenso con el poder establecido.