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Saturday 15 Mar 2025 | Actualizado a 10:39 AM

Una relación tóxica

La obsesión del MAS por Evo llevó a ese partido, de las narices, por la senda que conducía al despeñadero.

/ 23 de enero de 2020 / 06:52

La elección de los candidatos del Movimiento Al Socialismo (MAS) terminó como era previsible: en pelea interna. Pese a la difícil situación en la que se encuentra ese partido, su cúpula no quiso actuar democráticamente. Por el contrario, como es normal en los partidos bolivianos, antepuso el criterio del caudillo, Evo Morales, a la voluntad de las bases. Para éstas, el candidato a la presidencia debía ser David Choquehuanca; para la cúpula, Luis Arce, quien finalmente fue el elegido… No importa cuál de ellos es mejor o peor, lo cierto es que uno tenía un derecho mejor que el otro, pero no le sirvió de nada.

Evo es el “marido celoso” que prefiere matar a su mujer antes que permitir que ame a otro (bueno, quizá no matarla, pero sí encerrarla y verla languidecer). Y que lo hace incluso cuando, por su culpa, está sufriendo postrada en un hospital. ¿Y el MAS? Igual que la mujer maltratada, primero llora un poco y luego termina justificando al hombre ese del que no puede dejar de estar enamorada; no importa cuántos abusos cometa ni cuán egoísta sea. No es una relación saludable, pero es la única que conoce. Puede que el hombre tenga mal carácter, pero también ha sido un gran proveedor, que le ha dado muchas cosas, materiales y simbólicas: un lugar en la sociedad, una vida fascinante que recordar.

Como todo egocéntrico, Evo es un gran manipulador. El detalle de inducir a todos los candidatos a firmar una carta en la que prometían que, sin importar cuál fuera el resultado de la selección interna, no dividirían el partido, únicamente se le puede haber ocurrido a alguien que sabía que ese resultado sería divisivo. ¡Un gran toque!

No necesito decir que el caudillismo del MAS es responsable en un 70% del derrocamiento del anterior gobierno. Hasta un niño sabe que la obsesión del MAS por Evo llevó a este partido, de las narices, por la senda que conducía al despeñadero. No obstante, todavía es necesario sacar las debidas consecuencias de este lugar común. Si el caudillismo del MAS es responsable en un 70% de su propia caída, esto significa que también es responsable, en al menos un 50%, de la llegada del actual gobierno de “cazadores” y del desplome del país en un negro periodo de violencia y reacción.

Aquí está tu obra, oh caudillismo, método de organización y de acomodo políticos que, despojándonos de toda capacidad crítica, nos lleva a depender de una persona de tal manera que podríamos seguirla, en medio de vítores, a su propia perdición… Y también a la nuestra, claro está.

Ya hemos visto esta telenovela muchas veces. La hemos visto a lo largo de toda la historia del país, comenzando por los tiempos en los que ni siquiera había electricidad. Con su ironía culta y mortífera, Gabriel René Moreno se burlaba del fervor que despertaba José María Linares entre sus seguidores, que veían en él la encarnación de su privilegio racial y clasista. Linares mismo decepcionó muy pronto, pero su mito perduraría hasta décadas después de su muerte.

Hoy se intenta poner el acento en las “estructuras”, pero una verdadera historia de Bolivia sería, como intuyó Alcides Arguedas, la de la sucesión de sus caudillos.

Ni bárbaros ni letrados; sin embargo, ya que todo caudillismo es bárbaro y es aquí, como dijo René Zavaleta una vez, “la forma de organización de las masas”.

Hace mucho dejé de militar en un partido de izquierda por razones intelectuales, que son aburridas, y por una razón personal: estaba cansado de “mi” caudillo; de que hiciera pasar sus razones personales por necesidades históricas y políticas; de que siguiera tomándonos el pelo. Lo dejé, eso sí, en “cámara lenta”, porque, como es bien conocido, abandonar a un marido posesivo es un proceso desgarrador. Que un día se consigue… o que no. Y que si se consigue, da lugar a la libertad del viudo, que es una libertad triste y vil. Y aun así, mejor que la alternativa de morir de amor.

Fernando Molina

Es periodista.

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Ideologías de intelectuales y de masas

El plurinacionalismo del MAS ha sido la ideología predominante –muy fuerte al principio y debilitada después– desde principios del siglo XXI hasta 2023

/ 2 de marzo de 2025 / 06:00

Gramsci diferenciaba entre “ideologías de intelectuales” e “ideologías de masas”. En su pensamiento, no se trata de ideologías en el sentido marxista clásico, es decir, de sueños que buscan evadir y esconder la realidad, sino de concepciones del mundo que se apoyan en las ciencias, aunque sin confundirse con ellas, y guían las luchas culturales por y desde el poder. Están emparentadas, entonces, con las filosofías, situadas en un nivel elevado; y con el sentido común, ubicado en un nivel básico de la elaboración racional de las sociedades. 

Las ideologías de intelectuales pueden ser muchas, tantas como grupos, cenáculos o incluso intelectuales individuales con teorías propias haya. El ejemplo de hoy es el liberal-libertarismo. Las ideologías de masas, en cambio, son pocas; son las que han logrado impregnarse en la vida cotidiana, en la educación formal e informal, en las expectativas sociales, en la lucha política, en las instituciones culturales, etc.

Lea: El mito del origen en Raúl Otero Reiche

Estas ideologías trascienden a sus pensadores, aunque, como hemos dicho, suelan apelar una y otra vez a fuentes científicas para darse legitimidad. Son ideologías que generalmente tienen una larga trayectoria, que se han reproducido a lo largo del tiempo y a través de los cambios generales, que se han presentado de más de una forma en la historia, que son repetitivas y también móviles. No es fácil saber dónde sufrirán su próxima reencarnación y cómo será esta.

También son las que cuentan con éxitos observables, es decir, las que han pasado del reino de las ideas en el que nacieron al reino de la realidad, y han sido capaces de modelar esta última. Aún más, puede decirse que si el rasgo característico de toda ideología es estar bajo la tutela del signo pi, la letra griega inicial de “praxis”, solo las ideologías de masas son verdaderamente dignas de esta advocación.

En Bolivia la ideología de masas más reconocida y estudiada es la del nacionalismo revolucionario (NR), que se manifiesta de manera diagnóstica y prescriptiva –las ideologías tienen siempre estos dos alcances– desde los años 30 del siglo XX.

Primero fue una ideología de intelectuales y luego se convirtió en una de masas. Esta es la evolución a la que siempre aspiran las ideologías políticas. Autores como Tristán Marof, Carlos Montenegro, Augusto Cuadros Quiroga, José Fellman Velarde, René Zavaleta, Juan Albarracín, Guillermo Bedregal y otros han proporcionado bases teóricas al nacionalismo revolucionario, el que, sin embargo, ha vivido principalmente fuera de los textos de estos, en la praxis de varias generaciones que ha transformado fundamentalmente al país.

Las ideologías de intelectuales, en la medida en que están desconectadas de la realidad, no sufren alteración ni merma, por lo menos no de manera necesaria, a raíz de los ciclos históricos, las crisis económicas y políticas, los procesos reformistas y los cambios en el humor y la predisposición de la población. En cambio, estos fenómenos afectan severamente a las ideologías de masas, presionan sobre ellas y las ponen a prueba. O, mejor, estas ideologías operan a través de tales fenómenos.

Algunas corrientes, como el nacionalismo revolucionario, logran sobrevivir mediante su trasposición a otras similares, aunque aggiornadas y readaptadas a los nuevos contextos. Es el caso de la reencarnación de esta ideología –que había decaído y aparentemente muerto en el periodo neoliberal (1985-2003), que a su vez era una reencarnación del liberalismo de principios del siglo XX– en la concepción que puso en acto el Movimiento al Socialismo (MAS) desde fines del siglo XX. O quizá el verbo más correcto sea “reciclar”; en efecto, las ideologías de masas se reciclan, lo que quiere decir que conservan algo al mismo tiempo que cambian dentro de una problemática nueva.

La ideología nacional-popular indianista del MAS estuvo más desguarnecida que el NR de teóricos que intentaran darle una forma nítida; quizá solo Álvaro García Linera, en los textos que escribió desde la Vicepresidencia; los hermanos Bautista, en cuanto a la cuestión indianista, y Luis Arce en el campo económico, con el libro que publicó cuando era ministro de Economía. Fue una sistematización, como se ve, revestida de carácter oficial, es decir, realizada desde el Estado. También la del nacionalismo revolucionario clásico tuvo en parte este rasgo: Fellman, Zavaleta, Bedregal y otros escribieron sobre ella y la desarrollaron mientras recibían sueldos gubernamentales. Ocurre que las ideologías de masas cuentan pronto con el respaldo del poder o, mejor dicho, que se constituyen en y por el poder: no son otra cosa que una dimensión de la hegemonía. Dicho derechamente: toda hegemonía estatal implica una ideología con efectos de masa.

El NR fue la ideología estatal en el periodo 1943-1946, aunque de manera disputada, y luego lo fue con un dominio que primero resultó total y luego decreciente y controvertido durante el periodo 1952-1985. El neoliberalismo fue una ideología de masas en la segunda mitad de los 80 y durante los años 90. Después, se redujo a una ideología de intelectuales, lo que muestra que puede haber regresiones. Sin embargo, en este caso esta fue parcial, pues el neoliberalismo se incorporó al cruceñismo o, mejor dicho, conformó una alianza con este.

El plurinacionalismo del MAS ha sido la ideología predominante –muy fuerte al principio y debilitada después– desde principios del siglo XXI hasta 2023; se articuló y plasmó en su forma más acabada y de tipo estatal desde enero de 2006, cuando Evo Morales ascendió al poder, hasta su caída en 2019. En 2023 perdió su capacidad hegemónica, porque falló su gran promesa, que era mantener las rentas extractivas en Bolivia.

De modo que hoy está en retirada, pero no por eso han desaparecido las ideologías de masas en Bolivia. Ahí está, intacto, el cruceñismo, que en la historia se remonta tan lejos o más lejos que el NR. El cruceñismo sufre sin duda una restricción espacial, pues está focalizado en Santa Cruz, pero puede aumentar su alcance cuando actúa dentro del complejo ideológico neoliberalismo (de masas) + cruceñismo. Esta ideología tendrá gran importancia en las próximas elecciones.

(*) Fernando Molina es periodista

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El mito del origen en Raúl Otero Reiche

Para el poeta la llegada de los españoles a los llanos bolivianos fue una “suerte”

/ 16 de febrero de 2025 / 06:03

El 14 de febrero se festejó a lo grande el “bicentenario de la independencia de Santa Cruz”. El departamento oriental es el único que celebra por separado el momento exacto en el que el poder realista español se retiró de su territorio. Las otras ocho regiones del país prefieren representar este hecho en la fiesta patria del 6 de agosto, día de la firma del Acta de Independencia de Bolivia.

Estamos ante una expresión de la ideología cruceñista. Que haya una “independencia de Santa Cruz” que no se refiera y que sobre todo no se asocie a la independencia nacional produce un elemento de significación ambiguo. Trasluce el anhelo cruceñista de una estatalidad propia, que se manifiesta, como una anticipación, en el campo simbólico.

Lea: El último ‘racista científico’

Sin embargo, el fervor independentista del 14 de febrero es relativamente singular dentro del discurso cruceñista. Solo se explica por lo ya señalado, pues lo que normalmente predomina en este discurso es algo diferente: una visión idealizada y naif de la Conquista y el nacimiento de Santa Cruz de la Sierra y, en consonancia, la asignación de un estatuto especial a las relaciones entre los cruceños contemporáneos y España.

Ambas creencias, que hemos agrupado en “el mito del origen de Santa Cruz”, es nítidamente ilustrada por “Fundación de la llanura” (1967) del muy destacado poeta y hombre de letras cruceño Raúl Otero Reiche. El libro contiene un conjunto de poemas sobre la fundación de Santa Cruz de la Sierra por Ñuflo de Chaves en 1561.

Otero —en concordancia con la obra contemporánea “Ñuflo de Chaves, el caballero andante de la selva” (1966) de otro gran escritor cruceño, Hernando Sanabria—  describe así a los conquistadores: “Comienzan a llegar los sembradores/ de estrellas de oro y plata./ Pero los soñadores/ siembran en la Vía Láctea sus ensueños”. Son personajes, pues, de alcances siderales.

El tono del poema es epopéyico. El poeta presenta a unos gigantes: “Venían de los mares/ del otro lado de la tierra;/ de muy lejos venían indagando/ la ruta del milagro,/ por donde señalaron los planetas/ el desnivel del cielo./ Jamás heroica caravana recorrió de tal suerte tantos siglos”.

Luego, conforme los versos se suceden, el tono se eleva aún más, llegando a alturas mitológicas: “Donde sus luengas barbas se enredaron/ allí surgió un torrente;/ donde remaron, se formó un remanso;/ donde durmieron, despertó la aurora”… “Eran hombres, aquellos,/ eran hombres montañas,/ hombres ríos,/ voluntades al mando de inquietudes,/ capaces de subir,/ aun siendo ríos;/ resueltos a bajar,/ siendo montañas”.

Y aún más directamente: “Eran dioses aquellos, eran dioses/ para todo milagro;/ harían crecer ciudades,/ las encadenarían de torrentes/ para que el monstruo de la sed las guarde,/ les darían las llaves/ de las puertas azules,/ les pondrían nombres hermosos/ para pronunciarlos a la orilla del horizonte”. En la imaginación de Otero, los españoles son los demiurgos, los dioses creadores del Nuevo Mundo.

En esta mitología, como ocurre también en Sanabria y otros intelectuales cruceños, el gran héroe, el patriarca de cuyos genes e ingenios descendería la entera “estirpe” cruceña, no es otro que Ñuflo de Chaves. Veamos un ejemplo: “Y el capitán tenía por escudo/ su pecho de cristal,/ nadie le miraba frente a frente/ porque la herida de sus cejas/ era un rasguño de león”. Huelga decir que, en Bolivia, este culto al fundador de la ciudad existe en Santa Cruz de la Sierra y en ninguna otra parte.

Como todo héroe, Chaves no actúa solo, sino que es el primero de un grupo de valientes, como Aquiles de los mirmidones y Jasón de los argonautas (esta última es una comparación expresa en Sanabria): “45 caballeros/ de luengas barbas ásperas,/ ojos azules y entrecejos fieros”… así describe Otero a estos hombres, a cuya cifra legendaria vuelve reiteradamente el poema. Estamos ante un canto de gesta, la gesta de “los 45”.

Por supuesto, para el poeta la llegada de los españoles a los llanos bolivianos fue una “suerte”: “¿Quién los trajo con suerte?/ Quizás la misma cruz de Santiago”, escribe. En cambio, no siente mucha empatía para con los indígenas o para con la naturaleza que en esa expedición encontrarían la catástrofe.

Otero reconoce que su evocación no es histórica sino emotiva, sentimental. Él, escritor de la élite oriental, se identifica con los conquistadores, no con los conquistados. “En esta evocación de hombres torrentes/ por intrincados laberintos verdes/ estoy poniendo el corazón a ratos/ y la memoria a veces”.

Es también con el corazón que describe a los indígenas como una amenaza, como los agonistas por excelencia de “los 45”, indios valientes pero insignificantes frente a los europeos que “no se acobardan nunca/ pues nadie les dijo todavía ¡basta!”.

En cuanto a la naturaleza, aunque cantada por Otero como formidable y hermosa, debe sujetarse a la voluntad del español, primero, y del criollo, después: “La selva es una virgen que no se entrega nunca,/ tendremos que arrancarle por fuerza la palabra,/ vestirla de ciudades/ ceñirle con caminos los muslos inviolados/ quemar su piel verde/ con sangre de progresos y civilizaciones”.

Estos versos corresponden con la expresión que usa Sanabria para resumir el objetivo de la expedición de Chaves: “españolizar tierras indias”, esto es, realizar una proeza civilizatoria (“arrancar por fuerza la palabra”) que continuaría en los llanos bolivianos durante toda la Colonia e incluso hasta fines del siglo XIX.

(*) Fernando Molina es periodista

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El último ‘racista científico’

Para Posnansky, la antropología era un estudio cuantitativo y descriptivo de las razas humanas

/ 2 de febrero de 2025 / 06:02

La ideología de la élite boliviana dictaminó secularmente la existencia de razas inferiores y superiores. Desde la década 1880, la justificación de esta creencia dejó de ser la aristotélica colonial y fue sustituida por el social-darwinismo. El gran fundador de este “racismo científico” fue Gabriel René Moreno, con libros como Nicomedes Antelo (1880) y, sobre todo, Catálogo del archivo de Mojos (1888). Y se puede decir que el último exponente en Bolivia de este tipo de racismo, que justifica sus prejuicios con esquemas supuestamente naturalistas sobre la inferioridad y superioridad de las razas, fue Arthur Posnansky. Justo antes de que esta corriente desapareciera con la Segunda Guerra Mundial, este austriaco afincado en el país publicó Qué es la raza (1943), donde resume algunas de sus ideas más idiosincráticas.

Lea: La mutación histórica del racismo

Una de las ciencias que Posnansky cultivaba era la antropología. Corría pareja a la otra disciplina de la que se lo puede considerar un pionero en Bolivia, la arqueología. Posnansky no tenía formación en ninguno de estos campos, en los cuales era un autodidacta. Esto no es extraño. Los comienzos de ambas ciencias se debieron, en todos los países, a aficionados talentosos. La mayoría de ellos, sin embargo, no aplicaba los procedimientos ni los razonamientos propiamente científicos y combinaba algunas observaciones acertadas con intuiciones no muy bien probadas y muchas especulaciones fantasiosas. Posnansky no fue la excepción. Lo peculiar de su caso es que hizo esto hasta bastante tarde, los años 40 del siglo XX, aprovechándose de que en Bolivia la actividad científica era muy incipiente entonces.

 En este momento, la ciencia propiamente dicha había llegado a conclusiones muy distintas de las suyas, especialmente en los Estados Unidos. En cambio, las ideas raciales que defendía eran aceptables para la opinión lega, no científica, de la época. 

Para Posnansky, la antropología era un estudio cuantitativo y descriptivo de las razas humanas. Él definía una raza como un grupo humano con características físicas y psíquicas que se podían estudiar por medio de la antropometría y de la observación directa. No tenía escrúpulos para remontar hasta un pasado milenario las inferencias que obtenía de su frecuentación de los pueblos que estudiaba.

Le interesaban sobre todo las características físicas: el núcleo de su práctica consistía en la medición de los cráneos, las narices, los paladares y las mandíbulas de los indígenas de la cuenca lacustre de Bolivia y el Perú, para lo cual usaba aparatos curiosos como el “cubuscraneóforo”. Este método se le antojaba el súmmum de la cientificidad.

Su definición de la raza como una serie fija de características sobre todo físicas le impedía coincidir con la teoría racial que durante los 30 y los primeros años 40 imperaba en Alemania y Austria. A él no le parecía que los judíos fueran una raza en el sentido propiamente dicho, es decir, científico; en su opinión formaban una “confesión religiosa” dentro de la que se presentaban varias razas distintas.

Hasta aquí, podríamos decir que, como todo científico, buscaba describir la realidad, aunque lo hiciera de manera mecánica y primitiva. Medir las poblaciones humanas con el propósito de clasificarlas y establecer sus diferencias y relaciones era un método que calzaba bien con la edad positivista.

Pero Posnansky fue bastante más allá. Con sus estudios de los indígenas bolivianos, ‘descubrió’ dos razas que llegó a definir como “puras”. Consideraba que la lucha y complementación de estas dos razas en el pasado se debió a la diferencia que había entre ellas, siendo una superior y la otra inferior. Y suponía que estuvieron detrás de la mayor parte de las vicisitudes paleo-históricas de los Andes.

Estas ideas dependían únicamente del prejuicio racista. La raza superior era la “kholla” mientras que la raza inferior era la “aruwak”. La primera era, entre otros rasgos, branquicéfala, es decir, de cráneo corto y elevado; y también tenía leptorrhinia o nariz angosta y alargada. Posnansky decía explícitamente que se parecía a la raza germana y otras razas de líderes y “mandones”, como él las llamaba. Ergo, era superior.

La raza “aruwak”, en cambio, era dolicocéfala o de cráneo alargado y tenía platirrhinia, es decir, nariz ñata y ancha. La comparaba con la raza mongólica que predominaba en Rusia, que en el momento de la publicación de Qué es la raza se hallaba en guerra con los países germanos. Posnansky atribuía las victorias iniciales de estos países a su superioridad racial, así como explicaba el empantanamiento de la Operación Barbarroja o invasión alemana a Rusia por un factor externo e incontrolable para el ser humano, el invierno nórdico. Por supuesto, no preveía que en 1945 la “raza inferior” ocuparía Berlín y haría flamear su bandera sobre la Cancillería Alemana, mostrando, entre otras cosas, la inanidad de la ciencia racista.

Aunque Posnansky intentaba exponer sus observaciones de manera aparentemente desprejuiciada, su preferencia por las altas frentes y las narices distinguidas de los individuos que llamaba “khollas”, que le recordaban a su propia raza germánica, resultaba indudable.

En un libro anterior al que estamos comentando, llamado Antropología y sociología de las razas interandinas y de las regiones adyacentes, publicado en 1937, Posnansky mostraba que la mujer ‘aruwak’ no cumplía las proporciones corporales ideales o armónicas de una mujer europea. Sus categorías estaban definidas, entonces, por sus gustos eurocentristas.

(*) Fernando Molina es periodista

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La mutación histórica del racismo

No es que de la raza se siga el racismo, sino, al revés, es el racismo —son los racistas— los que inventan las razas

/ 5 de enero de 2025 / 06:04

La conciencia sobre la diversidad de la humanidad ha evolucionado desde una antropología moderna, que pretendía reducirla a una sola escala clasificatoria, con el “hombre civilizado” arriba y todos los demás tipos humanos (los cuales entonces comenzaban a “descubrirse”) en diferentes posiciones de inferioridad (Michele Duchet), hasta una antropología posmoderna, que ha desestimado tal clasificación unilateral y, en cambio, se contenta con reflejar la diversidad humana (que, entretanto, se ha hecho más compleja por las mezclas poblacionales y los procesos de aculturación, así como, inversamente, por la revalorización de las culturas y pueblos “originarios”).

Lea también: La fundación del racismo ‘anticolla’

El arco entre estas dos antropologías va del siglo XVIII a nuestros días, aunque la clasificación jerárquica del ser humano que sistematizó la Ilustración había existido desde, al menos, dos milenios antes. Como se sabe, ya Aristóteles había creado una escala humana que justificaba la esclavitud de los “bárbaros” por la supuesta superioridad natural de los griegos. Este filósofo elaboró, también, la que se convertiría en una de las principales teorías racistas sobre las diferencias entre los seres humanos: la teoría climática, según la cual los habitantes de los países más calientes son menos aptos (Ibram Kendi).

La evolución que se ha producido desde una antropología dogmática que establece lo que los seres humanos “deben ser” hasta una antropología pluralista que condena la imposición externa de las identidades constituye el escenario histórico y la condición de posibilidad de la transformación de los discursos racistas, que también han pasado de un dogmatismo de índole pseudocientífica a la pluralidad de las “tradiciones de la convivencia” y los mecanismos “individuales” de ascenso social.

Según expresaron Étienne Balibar y Jacques Derrida en sendas conferencias (“TRaces”) el racismo tiene una naturaleza “plástica” que le ha permitido mutar a través de, y en respuesta a, los cambios sociales de los últimos siglos. Se trata de un “fenómeno metonímico”, en el que se combina y se salta de lo biológico a su negación, de lo político a lo anti político, de lo presente a lo presentido. Derrida afirmaba que el racismo se refiere a un “algo más” inasible, la raza, que el racista puede “oler y ver”, pero que no puede definir, una vez que la concepción genetista de esta ha perdido “todo contenido”. Esta “huella”, esta “realidad espectral” que es la raza convierte al racismo en una paradoja: por un lado, es un “speach-act”, un acto de habla, es decir, un fenómeno producido por el lenguaje; por el otro, es “speach-less”, indecible, ya que está asociado a una realidad que carece de un estatuto de realidad. 

Derrida señala que esta asociación entre racismo y raza tiene una orientación opuesta a la que habitualmente se le atribuye. No es que de la raza se siga el racismo, sino, al revés, es el racismo —son los racistas— los que inventan las razas. El racismo viene primero y por eso ha podido sobrevivir al hundimiento del estatuto de realidad del concepto de raza, que dependía de la biología. Es decir, ha sobrevivido a la negativa de la ciencia de aceptar un contenido tal que pueda caber dentro de este concepto y ha sobrevivido al rechazo casi universal a la diferenciación biológica y genética de los seres humanos.

Pero, en ese caso, ¿qué es el racismo? La respuesta de Derrida es que simplemente no lo sabemos. Los racistas solo “huelen” la raza, sin poder definirla. Los filósofos solo intuyen al racismo, saben que existe, saben que tiene efectos políticos y estatales, pero tampoco pueden caracterizarlo más que por su carácter ambiguo y contradictorio, a la vez discursivo y “speach-less”.

Esto no tiene mucho sentido, así que busquemos en otro lado. Comparto la tesis de Stuart Hall de que “raza” es un “concepto maestro” en los sistemas de clasificación de las diferencias humanas. A lo largo del proceso evolutivo de la antropología que hemos aludido, este concepto ha dejado de ser científico, como se pretendía al inicio de la modernidad, para volverse puramente sociológico y cultural. En la conferencia citada, Balibar describe este paso como el “giro copernicano” de los estudios sobre las identidades humanas, que el filósofo francés considera el tema supremo de las ciencias sociales. Tras este giro, ya en ninguna parte la raza constituye un constructo científico, es decir, biológico. Hall nos advierte, sin embargo, que eso no le quita materialidad a las diferencias de los seres humanos que solían ser designadas con ese concepto y que siguen estableciendo clasificaciones y jerarquías sociales, así como explicando otras diferencias y antagonismos presentes en una sociedad.

La justificación discursiva de estas diferencias (corporales y culturales) ha cambiado y con esto, han cambiado también la simbolización del racismo, pero este no ha desaparecido. Esto solo ocurriría en una sociedad en la que las diferencias aludidas ya no sirvieran como elementos de clasificación social.

Hall hace notar que varios teóricos anti-biológicos deben de todas maneras hacer referencia a determinados fenotipos (el color de piel, el tipo de pelo, etc.) de la población. Es difícil dejar de lado la “huella biológica” porque es la que ha servido para la clasificación de las identidades y sigue estando asociada a ellas en nuestra percepción. Hall nos alerta contra la ingenuidad de pensar que, desaparecido el sustrato biológico de la raza, establecido que esta es un constructo ideológico, entonces las diferencias dejan, por obra de esta racionalización, de servir para clasificar a los seres humanos. Eso no quiere decir, en Hall, que estas diferencias y sus efectos dejen de ser prácticas discursivas.

(*) Fernando Molina es periodista

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La fundación del racismo ‘anticolla’

La historia del país era una lucha evolutiva, en la que los mejor dotados, si se mantenían puros, triunfarían

/ 22 de diciembre de 2024 / 08:57

A partir de 1810, los blancos fueron autorizados de entrar en Mojos (Beni), hasta entonces un territorio reservado a las “reducciones” de la Iglesia. Llegaron a la provincia para explotar a los indígenas que allí vivían, mientras que la autoridad estatal se revolucionaba por los efectos de la Guerra de la Independencia y, posteriormente, intentaba encontrar su acomodo republicano.

Según Gabriel René Moreno, historiador insigne y fundador del racismo científico en Bolivia, este momento fue crítico para probar la tesis del determinismo racial. Aunque a partir de esa fecha las leyes se habían tornado igualitarias, pese a ello, los indígenas habían seguido atrapados en su vida dependiente y subyugada: no habían logrado aprovechar en nada las condiciones de apertura y no se habían hecho libres.

Lea: La fundación del ‘racismo científico’ en Bolivia

No se le ocurría a Moreno que esto pudiera haber resultado de la distribución desigual, de partida, de los capitales monetarios y culturales que se necesitaban para actuar dentro de la civilización moderna; es decir, no lo atribuía a la falta de educación y a las dificultades que conlleva toda aculturación. En lugar de eso, se preguntaba si “¿la incapacidad del indio aquel es orgánica, proviene de una insuficiencia fisiológica de las células cerebrales, la raza es de suyo refractaria al esfuerzo de ser urbanizada industrial y civilmente en el sentido superior que era de apetecer?” Se trataba una pregunta retórica. La respuesta implícita era que sí. Así, en el libro en que esta pregunta está inscrita, Catálogo del archivo de Mojos (1888), se fundó un nuevo modo de racismo, que suele llamarse “científico”, ya que atribuye la inferioridad social de los indígenas a una supuesta “insuficiencia fisiológica de las células cerebrales”.

Cuando Moreno escribía, los mojeños estaban siendo sojuzgados por otro tipo humano con el que el autor no simpatizaba ni un poco, el “mestizo altoperuano”, es decir, ese que ahora diríamos “colla”, que había llegado a la región para aprovechar el boom del caucho que allí se producía. A ellos también les aplicó la medición “científica” de las razas. De este modo, esculpió en su texto la fábula que en ese tiempo había pergeñado la élite blanca para defenderse del ascenso social de los “cholos”, es decir, de los mestizos que aspiraban a “blanquearse” y en los que la sangre indígena era preponderante (los “indo-blancos”, como los llamaba él). La misma opinión sería reproducida veinte años después por Alcides Arguedas y Franz Tamayo. Inauguraba, así, una tradición racista boliviana: “Casta híbrida, de confusas aptitudes, con viveza para simular todas las buenas, de impotencia probada para el recto y viril ejercicio de la soberanía, sociológicamente perniciosísima cuando sus individuos sean más sabedores y frondosos. Detiénese sin remedio en esta casta la evolución del progreso humano, vinculado de preferencia al predominio de la superior especie pura de los blancos” (pág. 71).

Como Arguedas y Tamayo, Moreno sentía aversión a la mezcla, que era actitud fundamental de la élite blanca boliviana por la razón obvia de que el “blanqueamiento” al que daba lugar perjudicaba, vulgarizaba y dispersaba su dominio tradicional.

Así fundaba teóricamente el racismo anticolla predominante en el oriente boliviano: “Y sucedió en Mojos lo que tenía que suceder. Rota en esos pueblos la relativa unidad etnológica de la época jesuítica, abierta la puerta al entrevero de razas y de castas con todas sus energías divergentes y antagónicas, bien puede decirse que el Alto Perú se trasladó a Mojos desde entonces. La misionaria provincia puso pie y fue entrando cada vez más hondo en el general desorden boliviano” (pág. 72).

Decimos “racismo anticolla” porque este “entrar en el desorden boliviano” no era para Moreno un proceso de tipo social, político o cultural. Para él no se debía a otras causas que las raciales, ni a motivos diferentes que la ruptura de “la relativa unidad etnológica de la época jesuítica”. Tras eso, sobrevenía el caos en el que “ya estaba sumiéndose sin remedio la caucásea y patriarcal Santa Cruz de la Sierra”.

Moreno imaginaba un orden social que a la vez era natural, y por tanto comprensible y previsible de una manera naturalista, considerada por él la única científica. El comportamiento de los grupos sociales, considerados primeramente como razas, como grupos biológicos radicalmente distintos entre sí, estaba determinado por sus estructuras congénitas. No había espacio, por tanto, para ninguna reforma social. La educación de los indígenas de Mojos, las leyes que los consideraban ciudadanos, habían sido intentos de hacer, “de modo extra-genésico”, que la naturaleza diera un salto imposible dentro de la escala de los seres orgánicos. Al revés, una vez contaminada la raza por la hibridación genética, la decadencia resultaba inevitable.

La historia del país era una lucha evolutiva, en la que los mejor dotados, si se mantenían puros, triunfarían de manera inexorable sobre los que lo eran menos. En la concepción positivista no había espacio para la responsabilidad moral. Así como nadie puede ser culpado de enfermar o de morir, ya que estas son condiciones y posibilidades consustanciales al ser humano, tampoco nadie podía ser criticado por gobernar, sujetar, esclavizar y destruir a quienes eran sus inferiores.  

(*) Fernando Molina es periodista

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