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El factor plurinacional

Más allá de la inútil polémica acerca del feriado, y de la tensión finalmente resuelta sobre la ampliación de mandato de autoridades y representantes electos en todos los niveles (a tono con la temporalidad político-electoral pactada), la relevancia del 22 de enero como fecha-hito tiene que ver con el factor plurinacional. No es algo menor: la plurinacionalidad y las autonomías, cualidades del hoy inconcluso nuevo modelo de Estado, dan cuenta de las dos tensiones irresueltas de la historia larga en Bolivia.

La plurinacionalidad del Estado, y también de la sociedad, es el reconocimiento de que en la nación cívica boliviana, ese “núcleo común”, existen diversas naciones étnico-culturales. Y que no son excluyentes. Al contrario: pueden/deben convivir. Así, el Estado Plurinacional en construcción, que no termina de llegar, busca sustituir al Estado-nación, que no termina de irse. Y si el Estado-nación, por su naturaleza, es monocultural, el horizonte del Estado Plurinacional no puede ser otro que la interculturalidad.

Hay quienes, con más añoranza que argumentos, confrontan la plurinacionalidad con el republicanismo, como si fuesen opuestos. Está visto que el Estado Plurinacional desplaza al Estado-nación, no a la República, que históricamente dejó atrás el despotismo y la monarquía. Así que mal harían los abanderados de la contrarreforma en izar la República para “desmontar” el factor plurinacional. El gran desafío, más bien, es edificarlo en serio, más allá de los símbolos y su solo reconocimiento constitucional.

Se trata, entonces, de construir la plurinacionalidad, con reconocimiento del sujeto indígena (por siglos invisible, menospreciado, subalterno). Claro que no basta desearlo o proclamarlo. En una década de vigencia de la nueva Constitución Política del Estado Plurinacional, el camino ha sido lento, complejo, contradictorio; con avances y retrocesos; con más narrativa que realizaciones. Y los huecos persisten, siempre opacos, violentamente profundos. Con algunos límites, como las obligadas, temerosas, públicas disculpas por la quema de la wiphala.

¿Fuimos ingenuos al creer que los primeros andamios de la prometida refundación estatal, ahora en cuestión, bastaban para ahuyentar/atenuar el racismo, el clasismo, la discriminación? Sí, fuimos ingenuos. Ahí siguen, intactos: no hay reconocimiento del otro, sino desprecio. Lo dicen las palabras (“hordas”), lo muestran los hechos (expulsar campesinos del espacio público citadino). Sea cual sea el nuevo ciclo político y económico en el país, el factor plurinacional y la interculturalidad deben preservarse como condición de convivencia.

FadoCracia rota

En su espléndida novela La forma de las ruinas, el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez relata/retrata los años de violencia que le tocó vivir en ese país y que marcaron su generación con fuego indeleble: “La violencia estaba en los ciudadanos mismos, que parecían todos embarcados en su propia cruzada, parecían todos andar con el dedo acusador enhiesto y preparado para señalar y condenar (…) La ciudad estaba envenenada con el veneno de los pequeños fundamentalismos, y el veneno corría por debajo, como el agua sucia en las cloacas (…) ¿En qué momento nos volvimos así?”.

Tremendo. Lo leí hace poco y, claro, la analogía con lo que sucede en Bolivia fue inevitable. Sea “generación pitita”, sea “generación wiphala”, nuestro dedo acusador, con espíritu fundamentalista, está levantado. La sola polarización sin puentes ni matices es violenta. Demasiado veneno.

Como bien advierte Boaventura, el miedo y la esperanza están desigualmente distribuidos a nivel global. Y eso es insostenible. La sociedad que habitamos en el país está fracturada, rota. Tomará más de una elección, si acaso, recomponernos.

José Luis Exeni Rodríguez

es politólogo.