¿Por qué Estados Unidos odia a sus niños?
A los niños y niñas de Estados Unidos se les reserva un trato singularmente duro.
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Un periodista me hizo el otro día una buena pregunta: ¿de qué tema importante no estamos hablando? Mi respuesta, tras reflexionar un poco, es la situación actual de los niños estadounidenses. Ahora bien, no es del todo justo decir que estamos haciendo caso omiso de los problemas de nuestros niños. La senadora Elizabeth Warren, que pugna por la candidatura demócrata, como es típico en ella, presentó un exhaustivo plan de atención universal a la infancia, plenamente financiado. Bernie Sanders, como también es típico en él, se manifiesta a favor del bienestar de los niños, pero sin dar detalles. Y que yo sepa, todos los demás candidatos demócratas a la presidencia defienden que se haga más por este sector.
Pero la política relativa a la infancia ha suscitado menos atención de los medios que el debate sobre la “sanidad pública para todos”, que no se hará realidad a corto plazo, por no hablar de eso que se ha dado en llamar la “gresca” Warren-Sanders. Y me temo que hasta los votantes bien informados tienen poca idea del triste excepcionalismo de las políticas estadounidenses de cara a la infancia, que son dickensianas en comparación con las de todos los demás países avanzados.Quizá vengan al caso algunas cifras sobre este asunto. Todos los países industrializados exigen alguna forma de receso remunerado para las nuevas madres que trabajan, por lo general tres o cuatro meses de permiso. Es decir, todos los países excepto Estados Unidos, que no ofrece ningún permiso de maternidad. La mayoría de los países avanzados dedican cantidades considerables de dinero a subvenciones para las familias con hijos. En Europa, por ejemplo, estas subvenciones estatales equivalen de media al 2-3% del producto interno bruto (PIB); en cambio, la cifra correspondiente en Estados Unidos es del 0,6% del PIB.
Incluso en aquellos casos en los que Washington ayuda a los niños y niñas, la calidad de esa ayuda tiende a ser mala. Por ejemplo, se han difundido muchas comparaciones entre los almuerzos escolares franceses y los estadounidenses. A los niños en Francia se les enseña a comer sano; a los niños estadounidenses se les trata básicamente como un “depósito” para la eliminación de excedentes agrarios.
Lo que resulta especialmente llamativo es el contraste entre la forma en que tratamos a nuestros niños y la forma en que tratamos a nuestros ancianos. La Seguridad Social no es demasiado generosa —hay buenas razones para ampliarla— pero no está demasiado mal si la comparamos con los sistemas de jubilación de otros países.
De hecho, Medicare (el programa de atención sanitaria para personas de más de 65 años o discapacitadas), tiene un gasto pródigo en comparación con los sistemas de pagador único en otras partes.
De modo que la negativa estadounidense a ayudar a los niños no forma parte de una posición amplia a los programas públicos, pero a los niños y niñas del país se les reserva un trato singularmente duro. ¿Por qué? La respuesta, diría yo, va más allá del hecho de que los niños no pueden votar, y los ancianos pueden y lo hacen. En esta materia ha habido también una venenosa interacción entre el antagonismo racial y el mal análisis social.
Hoy en día, el apoyo político a los programas de ayuda en favor de los niños seguramente se ve perjudicado por el hecho de que menos de la mitad de la población menor de 15 años es blanca no hispana. Pero antes de que la inmigración transformase el paisaje étnico del país ya había una percepción generalizada de que programas como la Ayuda a Familias con Hijos Dependientes ayudaban básicamente a “esa gente”; ya saben, los “vagos” que dependen de las ayudas públicas del Estado, las “reinonas” que conducen Cadillacs a costa de la asistencia social.
Esta percepción debilitó el apoyo al gasto en favor de la infancia. Y coincidía con la creencia generalizada de que la ayuda a familias pobres estaba creando una cultura de la dependencia, la cual a su vez supuestamente era la culpable del colapso social en los centros urbanos de Estados Unidos. En parte como respuesta, la ayuda a las familias incluía cada vez más la exigencia de trabajar, o adoptaba formas como desgravaciones en la declaración de la renta, que están vinculadas a los ingresos.
La consecuencia fue un descenso de la ayuda a los niños pobres, los que más la necesitan. Sin embargo, a estas alturas sabemos que las explicaciones culturales del colapso social eran completamente erróneas. El sociólogo William Julius Wilson planteó hace mucho tiempo que la disfunción social en las grandes ciudades no estaba causada por la cultura, sino por la desaparición de empleos buenos. Y esto se ha visto confirmado por lo ocurrido en buena parte del interior estadounidense, que ha sufrido una desaparición similar de buenos empleos y un aumento similar de la disfunción social.
Lo que esto significa es que hemos establecido un sistema básicamente perverso, en el que los niños no pueden obtener la ayuda que necesitan a no ser que sus padres encuentren unos empleos que no existen. Y se acumulan las pruebas de que este sistema es destructivo, además de cruel.
Varios estudios han concluido que los programas de ayuda en favor de los niños y niñas tienen grandes consecuencias positivas a largo plazo. Los que reciben una nutrición y una atención sanitaria adecuadas se convierten al crecer en adultos más sanos y productivos. Y además del lado humanitario, estas subvenciones tienen una compensación económica evidente: los adultos más sanos tienen menos probabilidades de necesitar ayuda pública y más probabilidades de pagar más impuestos.
Probablemente sea excesivo afirmar que la ayuda a los niños se paga sola. Pero sin duda está más cerca de lograrlo que las rebajas fiscales a los ricos. De modo que deberíamos hablar mucho más de ayudar a los niños estadounidenses. ¿Por qué no lo hacemos?
Al menos parte de la culpa la tiene Bernie Sanders, quien ha convertido la sanidad pública para todos en una prueba de pureza progresista y en un objeto brillante y luminoso perseguido por los medios de comunicación, a expensas de otras políticas que podrían mejorar enormemente la vida de los estadounidenses y que tienen muchas más probabilidades de convertirse en ley.
Pero no es demasiado tarde para reorientar el enfoque. Espero que quien llegue a ser el candidato o la candidata demócrata preste la debida atención al vergonzoso trato que nuestro país da a los niños.
Paul Krugman
es profesor de Economía en la Universidad de Princeton y
Premio Nobel de Economía de 2008. © The New York Times. Traducción de News Clips, 2020.