Coyuntura post-Evo
Eso que erróneamente algunos llaman ‘transición’ se caracteriza por una serie de curiosidades y contradicciones
A más de dos meses de la forzada renuncia de Evo Morales al poder, resulta difícil describir el momento que vive el país. Difícil cuando la posición y la condición de clase dista entre quienes comparten intereses y aquellos grupos que se regocijan por haber provocado la caída de un “tirano” y haber recuperado algo que llaman “democracia”; pero que carece de la capacidad de hacerse sustancia en el sentir social, ya que desde el lado de los infligidos esta ausencia de sentido supone que el país se encuentra secuestrado por un grupo golpista y una casta política que no carece solamente de representatividad, sino que también luce conformada por turbios personajes. Y no resulta sencilla aquella interpretación, porque, a pesar de todo, nuestra coexistencia nos obliga a relacionarnos e interactuar, aun cuando en el espacio social en el que coincidimos nos miremos con sospecha y recelo.
(Con)vivimos así en estado ficticio, conminados por el irrefrenable correr de la vida cotidiana, y abonado por la pretensión de quienes disfrazados de pureza buscan imponer, a través de una especie de cruzada moral, verdades que falsean todo cuanto vivimos en 14 años y que resulta haber sido una entelequia. Esta operación es parecida a la generación de esquizofrenia mediante la anulación de toda certeza. Así, en un afán mesiánico y por medio de una campaña propagandística que no escatima en recursos económicos, la narrativa de quienes controlan el aparato estatal aduce que vinieron a liberarnos de las fuerzas del mal, que en número constituyen cerca de 600 procesados y perseguidos. Su acción se revela así como una reacción que no parece emerger de buenas intenciones, sino del rencor y el desquite, resultando por ello extraña su democracia. A la que además defienden militarizando un país y funcionalizando “resistencias” (pititas, motoqueros, Unión Juvenil y Resistencia Kochala) como verdaderos poderes fácticos, al mismo tiempo que se indignan por el rumor de la conformación de milicias armadas, como ocurre en estados de terror y miedo.
Eso que erróneamente algunos llaman “transición” (¿de qué?, ¿a qué?), se caracteriza así por una serie de curiosidades y hasta contradicciones, como el hecho de que políticos otrora procesados sean liberados de toda culpa, y que los acusadores pasen a condición de acusados por la varita mágica de un “Gobierno justo y ecuánime”; que los medios de comunicación faranduleros exhiban su penosa funcionalidad con el poder a cambio de publicidad; que “analistas” y “opinadores” postulen a intelectuales orgánicos del poder, alineándose a una narrativa dominante, en algunos casos con total zalamería; que la opinión pública o publicada haga recurso fehaciente de las fake news, dando a conocer situaciones que en realidad no ocurrieron, como en México, por ejemplo; que intelectuales hagan mella del sentido crítico, urdiendo interpretaciones más cercanas a los deseos del poder, cual burócrata de simpatías erráticas; o que sectores sociales conservadores, a tono con algunos personeros del Gobierno que exhiben su cariz fascistoide, luzcan envalentonados y motivados por un entorno político que fomenta las violencias.
Por ello, la situación que vive hoy el país no tiene que ver en absoluto con un ambiente de fiesta o de fiereza pura. Se trata más bien de una especie de burbuja, caracterizada por la primacía de la incertidumbre, a partir de cuyo lugar se pretende imponer una narrativa del poder factual por diversos medios confluyentes. Ello porque en ausencia de certezas, el humor de una nación podría virar hacia el pasado mejor conocido. Por cierto, el Teleférico nunca había lucido tan desaseado y desordenado.
* Doctor en Sociología, docente de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) de México.