Steiner y el club del ensayo
Cuando decimos ‘ensayo’ pensamos en una forma, siempre personal, de presentar información sobre el mundo
Fines del siglo XX. Ocurrían todos los sucesos que solemos simbolizar con la caída del muro de Berlín. La creencia central de mi juventud, modelada además en el entrañable entorno de la tertulia con el padre, se derrumbaba junto con esa pared. Vaya, la historia no tenía un sentido, una dirección inevitable. La historia era impredecible. Lo impensable (es decir, lo que el marxismo no había logrado pensar) también podía suceder, y sucedía, de hecho.
No exagero al decir que esos fueron, para algunos, tiempos de confusión y dolor. Nuestras vidas habían perdido su alcance trascendente, la finalidad que las orientaba y las elevaba por encima de la mediocridad de los días sucesivos. Ahora esta mediocridad era lo único que teníamos. Nuestras vidas se habían vuelto tan íntimas como era posible: solo importaban para nosotros. Ya no había una causa mayor que contara con ellas para avanzar y para vencer.
En esta situación de crisis existencial encontré al recién fallecido George Steiner y, por medio de él, al consuelo. Este gran ensayista, quizá el más importante de fines del siglo XX, me dio una lección explícita y otra implícita. Cuento ahora la primera: su libro Nostalgia del absoluto explicaba lo que me estaba pasando. Lo hacía sin la pretensión de estar diciendo la palabra final, pero con una enorme fuerza persuasiva, que surgía, me parece, tanto de la erudición como de la elegancia de expresión (que diferencia fundamentalmente a los ensayistas de los académicos).
Embriagado, pues, gozando al mismo tiempo que aprendiendo, pude fijarme al fin en el lado teológico de las ideologías modernas, que Steiner llamaba “mitologías”. También ellas intentaban ofrecernos una comprensión global y unitaria del mundo que nos reconciliara con él, que introdujera orden al caos, que diera predictibilidad al azar, que venciera la muerte convirtiendo nuestras vidas en historias con sentido dentro del gran relato de la caída del hombre (caída en la desigualdad, para Marx, o en la represión, para Freud), y su posterior y progresiva emancipación. Comprendí entonces que lo que yo había perdido en el tiempo previo a esta lectura era la fe; que mis malestares se debían a que sentía nostalgia de Dios. Y saberlo fue comenzar a curarme.
Solo mucho después me di cuenta de que Steiner, además, me había ofrecido un segundo regalo. A quienes la falta de una iglesia o de un partido los condena al aislamiento y a la soledad, les está permitido, sin embargo, formar el “club del ensayo”. Exclusiva sociedad en la que se exige suspicacia frente al conocimiento, pero confianza todavía en la posibilidad de conocer, y la firme certeza de que solo las palabras claras y bellas pueden ser al mismo tiempo verdaderas. Esta es mi fraternidad. El club del ensayo, donde no se pide tregua ni se concede títulos.
Cuando decimos “ensayo” pensamos en una forma, siempre personal, de presentar información sobre el mundo. Un ensayo no es el resultado de una tesis doctoral, ni un panfleto, ni una obra de divulgación histórica.
Los ensayos son escasos en nuestro país, según hizo notar uno de nuestros mejores críticos, Roberto Prudencio. Es una lástima, porque su lectura constituye un medio de descanso y evasión de muchas tareas más arduas o menos atractivas, de crisis emocionales, de momentos de soledad y de pérdida, como acabo de describir al referirme al caso de Steiner.
Solo releo obras de este tipo. De alguna manera, me comunican con un mundo mejor, en el que nadie es tan mezquino y nada tan rutinario. Son mi antídoto para el veneno del vivir. Los ensayos son tan atractivos porque constituyen la destilación quintaesenciada de la actividad que les da origen: la lectura. Amado pasatiempo, medio único para elevarse sobre la miseria, ampliar los horizontes, refugiarse de las tempestades, sentirse a salvo.
¿Es posible vivir sin el apoyo, el trastoque, la magia que proporciona la lectura? No, por lo menos cuando ya se han conocido sus poderes. No es raro que un analfabeto viva muy feliz sin libros, pero también es verdad que quien los conoció y ya no los tiene ya no puede vivir más, solo agostarse. Este sería un pensamiento muy “steineriano”. “Vivir no es necesario, leer es necesario”…
* Periodista.