Icono del sitio La Razón

‘Un tranvía llamado deseo’

Acudo al título de la genial película Un tranvía llamado deseo (1955), de Tennessee Williams, como pretexto para ilustrar la paradoja de un país como Bolivia, que nació al calor de la actividad extractiva más antigua de la humanidad y que pese a su ilustre origen y el incalculable valor que la minería generó a través de su historia (y aún su prehistoria), sin prisa pero sin pausa, estamos asistiendo a un final poco digno en la lucha centenaria por insertar la minería nacional en las ligas mayores de la actividad global. “Hemos perdido el tren de la historia”, dirían algunos sobre este escabroso tema.

Hace 15 años que comento en esta columna y en varios otros medios sobre el tema; se conocen mis puntos de vista y sería oficioso repetirlos. Quiero concentrarme en el momento actual, y para eso acudo a información reciente obtenida a través de contactos directos con los operadores en el Club de Minería, último reducto de los mineros de siempre, o en contactos directos y personales.

Bolivia tiene un puñado de operaciones mineras importantes que pueden contarse con los dedos de la mano, entre las cuales destacan cuatro, San Cristóbal (plomo, zinc y plata), San Bartolomé (plata), San Vicente (zinc, plata y plomo), y Don Mario (oro). Estas operaciones representan para la economía boliviana el remanente de un portafolio que se desarrolló en los 90. Y junto con otras minas privadas de escala menor producen el 79% del volumen y el 55% del valor de la explotación minera nacional, el 87% del volumen de las exportaciones mineras, el 84% de su valor y un aporte substancial a los $us 178,8 millones de regalías que el Estado captó en 2018 (Anuario Estadístico Minero Metalúrgico 2018 del Ministerio de Minería); datos similares se obtuvieron en 2019.

Las minas mencionadas han anunciado que están en etapas de cierre, de precierre o en planes de hacerlo. Se acaba la minería privada importante en el país, y todos contentos. No hay ni hubo en la década precedente ningún anuncio serio de nuevas minas, pero nos deleitamos mirándonos el ombligo anunciando con fanfarrias nuestro potencial minero, el cual no podemos desarrollar: Mallku Khota, Amayapampa, Mutún, y aún el litio y el potasio del Salar de Uyuni; proyectos de química básica que gatean mientras emprendimientos en Argentina, Australia, Chile, China y Norteamérica, corren.

Un atisbo de esperanza al final de este obscuro túnel podría significar el proyecto de óxidos de la Minera San Cristóbal, cuyo representante, en un informal intercambio en el Club de Minería, estimaba que podía prolongar la vigencia de la minera por 10 años, si se hace realidad el apoyo adecuado que debiera darse a este tipo de emprendimientos por parte del Estado y de la sociedad, para garantizar la millonaria inversión que representa un proyecto de esta escala.

Triste realidad para un país que tuvo la concentración geoquímica de plata más grande del planeta, la cual soportó por siglos la minería de plata del coloso Potosí; que desarrolló la mina subterránea de estaño más grande del mundo en la mina Siglo XX; que tiene el salar más grande y con los mayores recursos de litio, potasio y otras sales del planeta; y en el oriente del país, una de las acumulaciones de hierro más grandes, entre otros récords.

Pero como en la película, nos desgastamos en deseos, creemos ser el ombligo del mundo, planificamos muy poco, dejamos en manos de políticos las tareas de especialistas, nuestro largo plazo es de meses, y el péndulo político alterna intereses de liberales y populistas. Entretanto, la herencia de los primeros mineros de la República se hace pedazos en el interminable juego de intereses sectarios. De seguir esta tendencia, la posibilidad de que nuestro tranvía minero esté camino a su última estación adquiere ribetes de tragedia.

Dionisio J. Garzón M.

Es ingeniero geólogo, exministro de Minería y Metalurgia.