Mal momento para retornar una columna quincenal: justo cuando la palabra es más peligrosa que las avispas. Hay presos por decir palabras. Hay presos por escribirlas. Hay presos por compartirlas y también hay presos por gritarlas.

Mala hora para animarse, otra vez, a dar la cara y a decir cosas. En particular porque vivimos un momento en que nadie sabe ya qué significado tienen ciertas palabras: golpe, fraude, democracia, libertad, tiranía. Cada quien las define a su modo, las repite como dogmas, y a fuerza de imprimirse, terminan convirtiéndose en verdades absolutas. Nadie se cuestiona (nadie quiere cuestionarse) cuáles son las bases documentales, las pruebas irrefutables, los datos fehacientes. Basta con invocar las palabras “monumental fraude” y la realidad se acomoda.

Hay palabras que han perdido su norte y su certeza, que nadie ya sabe qué son ni qué designan; palabras que duelen más que las heridas y que se dicen así, sin más, como si fueran simples dentelladas: narcotraficante, pedófilo, corrupto, delincuente, vándalo. Basta proclamarlas y, como por arte de magia, sin valoración, juicio ni pruebas, aparecen las órdenes de aprehensión y las prisiones preventivas.

Terrible tiempo para ponerse a escribir, terrible situación en la que toca abrir los diccionarios y escoger con cuidado de cirujano cada palabra que se enuncia. Ya no hay confianza en las palabras, ya no hay confort en su gramática ni en su caligrafía. Hay que medir cada adjetivo y pesar cada inflexión, porque las palabras, más que nunca, nos revelan.

Hay palabras que se pronuncian como una insignia y nos colocan de un lado o del otro de la barda, expuestos, reconocibles, armados para la batalla: masista, motín, salvaje, autoproclamada. Hay también palabras nuevas, no por ser inventadas, sino porque se resignifican en la vida cotidiana: resistencia, pitita, choclo, terrorista.

Mala idea escribir ahora en un medio de prensa, porque estamos en una época en la que el temor sano a equivocarse puede ser, en realidad, puro y simple miedo a las represalias. Es difícil mirar a tu vecino, a tu colega de trabajo, a tu compañero de viaje en el minibus o a tu casero en la tienda y no preguntarte quién es, en qué lugar se ubica, qué palabras puedes decir en su presencia.

En estos meses se ha roto mucho más que solo la democracia: se han roto vínculos más profundos y viscerales, lazos que no por invisibles eran menos consistentes. Se ha roto nuestra capacidad de ser una sola comunidad, de considerarnos a todos en un mismo bando. Se han roto confianzas antiguas, miradas comunes, significados compartidos. Reconstruir esos vínculos es mucho más difícil que organizar unas elecciones, reconstituir ese tejido social dañado nos va a tomar generaciones.

El primer paso es perderle el miedo a las palabras. Respirar hondo, cerrar los ojos, afinar la voz y escribir, compartir, gritar: no es sedición decir lo que se piensa.

NdD. Después de una pausa de dos años, La Razón se complace del retorno de Verónica Córdova a sus páginas de opinión. Estamos seguros de que los ensayos y comentarios de esta cineasta boliviana de amplia trayectoria van a enriquecer sustancialmente las reflexiones de nuestros lectores.