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Ser revolucionario hoy

Quién quiere una revolución en Bolivia?, ¿en la Bolivia después de Evo, en el país “noviembrista”?, ¿en el que se habla de libertad, democracia, inclusión social y pacificación?, ¿y en el que nada de ello ocurre, aunque todos dicen pensar en esto? La derecha boliviana claramente no puede ser revolucionaria, su esencia se lo impide de forma regular. A su vez, la izquierda dejó de ser revolucionaria, pues el transcurrir del tiempo la desnaturalizó en mesurada.

Bajo una concepción historicista y técnicamente politológica, la izquierda entronca con lo revolucionario, y revolución es hablar de socialismo. Del centro hacia la diestra del escenario político, la derecha es conservadora, pues sus prácticas y hábitos políticos evidencian una tendencia apenas reformista. Ser un reformador es algo que distancia de los cambios que subyacen en el nunca visible sustrato social, pero dispensa la gradualidad no traumatizante.

Aunque las revoluciones en la perspectiva categorial tradicional se asocian a momentos de quiebre y ruptura política, donde la acción armada suele materializarse de forma presencial, en democracia éstas transitan por algo más hondo y verdadero: la condición humana. Alguien, persona o partido, que actúa y declama en nombre de la revolución no puede ignorar que su fin es el sentido humano que debe dirigirla. Este momento histórico donde el “noviembrismo” rehúsa dar paso al segundo momento de cambio e inclusión social que el país necesita exige hombres con esencia e identidad revolucionaria, con la perspectiva puesta en la grandeza y no en el poder material y miserable de la detentación misma por su sola frivolidad.

En la perspectiva democrática el cambio es un proceso. Si remueve estructuras negativamente sedimentadas, encuentra entonces matices revolucionarios. Bolivia replica crisis políticas de forma persistente e inmutable, con treguas más o menos extendidas en el tiempo. Estas crisis se manifiestan, entre otras formas, a través de un Estado político que se ha gestado y ensamblado con evidente preponderancia de las clases sociales dominantes, con lógicas de articulación propias de los sectores que socialmente se asumen superiores y reservados a conducir el país, en una suerte de destino manifiesto y conciencia de superioridad.

También se manifiestan en otro espacio desagregado del Estado político: la sociedad civil, con una composición multiclasista, con un mestizaje extendido por toda la geografía nacional y con presencia de anchurosos sectores étnico, culturales, originario campesino, con formas de articulación (a lo largo de nuestra historia) prehispánicas, comunitarias y precapitalistas; un sector civil invisible a la acción política independiente, un fragmento social que su presencia de masa cobriza y anónima solo era anexada como número y como hecho simbólico. Las crisis, de forma palpable, expresan la permanente pugna de una oligarquía dominante que ha tomado el Estado para sí y una sociedad civil que desafía a ese Estado a ampliar los sectores que en él pueden intervenir.

Bolivia solicita un nuevo momento transformador donde el sujeto de vanguardia revolucionaria encamine el país prioritariamente hacia la pacificación; que interpele en su compromiso a ese país de oriente y occidente, a los sectores sociales populares, a la clase media y a los grupos económicos. El reformismo insinuado por quienes reclaman gobernar Bolivia no alcanza para alejarnos del círculo no virtuoso de las crisis políticas y sociales. Ser revolucionario implica llevar al país hacia la pacificación nacional. Apremia una segunda revolución, que construya una nueva sociedad plural en la que “ningún ser humano tenga derecho a mirar desde arriba a otro, a no ser que sea para ayudarlo a levantarse”, como aconsejó Gabriel García Márquez.

* Es politólogo.