Echar el muerto a otro
En esa representación ahistórica opera la negación de las violencias poscoloniales de nuestro devenir como país
A tono con el llamado a impedir el retorno de los “salvajes”, que a principios de año hiciera la autoproclamada (aunque según últimas revelaciones, intencionalmente nombrada) Presidenta del país, intelectuales/opinólogos alineados al poder que detenta un grupo carente de legitimidad democrática vienen expresando al unísono la idea de hacer creer que el interrumpido gobierno masista polarizó al país, fomentando el odio racial, urdiendo/imaginando deliberadamente narrativas de fuerte dosis ahistórica e ideológica. Algunos ejemplos de esa quimérica forma de ver la realidad, y que se publican en un medio que funge como plataforma mediática de ese grupo de poder, son los siguientes:
“(…) 14 años de manipulaciones, violencia, confrontación fue alimento para la polarización”. “Una tarea prioritaria es reconstruir el tejido social destruido por la polarización ideológica, promovida por 14 años de entender el mundo en blanco y negro, k’aras/t’aras (…)”. “Con una mano fue un régimen que impulsó la inclusión social, con la otra mano sembró la desdichada idea del odio racial (…)”. “Los que dirigieron la más grande estafa a los bolivianos divulgaron la conjetura de que Bolivia es una sociedad dividida por el color de la piel”. “(…) con discurso demagógico, a la sociedad se la polariza entre indígenas y no indígenas”. “(…) 14 años de racismo, distorsión de la ética, la moral y hasta la religión no se corrigen fácilmente. Niños, que ahora son ya jóvenes, han aprendido a odiar al supuesto blanco”. “(…) la ciudadanía asqueada por 14 años de abusos, racismo, corrupción, persecución, narcotráfico, impostura, extorsión y violaciones a la Madre Tierra (…)”. “Con aparente bronca contra los k’aras, por el presunto odio de éstos al ‘indio’, se fueron denunciando un ‘golpe’, mensaje que excita a los entusiastas de la izquierda internacional”. “El racismo todavía tiene el Parlamento y no ha sido desarmado, ni podrá serlo si todos no contribuimos a cimentar la esperanza que nació de las ‘pititas’”.
Más allá de su común antimasismo, los códigos y símbolos que expresan, esos dichos resultan hasta cierto punto aberrantes, al desplegar una mirada ahistórica de nuestro modo de ser y estar, que estriba en culpar a un régimen de las fracturas sociales que hacen a nuestra historia, y que hicieron de Bolivia un país siempre imposible; y que por lo mismo perviven en nuestra subjetividad, reproduciéndose inercialmente de modo biopolítico. En esa representación ahistórica de nuestra realidad opera la negación de aquellas violencias poscoloniales características de nuestro devenir como país, probablemente porque sus declarantes se encuentran del lado del grupo racialmente dominante.
Por ello, como correlato, ese ahistoricismo desvela un conservadurismo ramplón, al sugerir que lo peor que le pudo haber pasado a nuestro país fue la indigenización de la política. Ya que al parecer, para esa suerte de exégetas de un racismo encubierto, las cosas habrían estado mejor antes, cuando el desprecio a la chola y al indio venían normalizándose. Porque de soslayo, en su conservadurismo exteriorizan su intolerancia hacia la voluntad y la propia lucha popular que dio origen a un gobierno, quiérase o no, identificado con los “extranjeros de su propia tierra”.
Curiosamente, sin embargo, desde ese mismo magma intelectual, algunos conservadores reniegan por la forma en la cual se piensa la realidad del país en términos duales, porque lo consideran retrógrado, desgastado y, sobre todo, antitético respecto de los logros de la modernidad en cerca de dos siglos de historia de Bolivia. Lo cual resulta semejante a creer que los dilemas morales de la clase dominante se reparan con echarle una limosna al mendigo.
* Doctor en Sociología, docente de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) de México.