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La primacía de los blancos en Bolivia

En un estudio que realicé en 2017, demostré que todos los miembros de la alta burguesía y la alta gerencia bolivianas eran blancos, y pertenecían al grupo blanco de mayor estatus social, que en Bolivia llamamos “jailón”. Aunque no existen investigaciones empíricas similares sobre otros grupos de mucho poder, como las élites profesionales, la misma conclusión puede extenderse a ellos.

En los sectores económicos y culturales intermedios (burguesía comercial y agraria, pequeña burguesía, profesionales de menor reputación) resulta posible encontrar bolsones de personas de proveniencia indígena y chola, pero que no se reconocen a sí mismas como tales, sino, como blancos. Además, en general, “funcionan” como blancos en el escenario de la representación social.

En el otro extremo, existen actividades y sectores económicos exclusivamente reservados a los indígenas. Son, sin excepción, los más modestos: el servicio doméstico (que cumple un papel fundamental en la reproducción del racismo); el trabajo no calificado de albañilería, carga, reparaciones, saneamiento urbano, minería, industria, etc.

Estos ejemplos muestran que los blancos predominan cualitativamente en un país que, además, solo hasta el censo de 2012 se consideró mayoritariamente indígena.

Esta mayoría fue desapareciendo paulatinamente a causa de un proceso de movilidad social que también fue racial, pues permitía, a los grupos e individuos económicamente ascendentes, “blanquearse”. Esto es, repudiar sus orígenes indígenas y cholos y “avanzar” en la pirámide racial (entre otras vías, por medio del racismo contra las familias más indígenas o más cholas que ellos). Y el “blanqueamiento” también constituye un indicador, indirecto, de la primacía blanca.

La mayoría de los blancos bolivianos solo reconocen como racistas los actos concretos de discriminación. Generalmente los consideran negativos, lo que no impide que los practiquen. Al mismo tiempo, piensan y actúan como si no existiera el sistema en el que esta discriminación cumple su papel y, sobre todo, niegan la primacía blanca. Camuflan a esta última detrás de una supuesta o real superioridad educativa y cultural.

La situación de los blancos en nuestro país es paradójica. Por un lado, necesitan afirmarse cotidianamente en la vida por medio de múltiples designaciones raciales, positivas o discriminadoras, que les permiten disfrutar de (y disputar por) los privilegios fenotípicos y de pigmentación. Al mismo tiempo, necesitan negar su propia existencia como comunidad racial, de modo que estos privilegios no sean cuestionados y no les generen culpa, y —en cambio— se conviertan en ventajas legítimas en el mundo moderno. Esto es, ventajas provenientes de causas no raciales, como una mejor educación y un mayor nivel cultural. 

Por eso, si fueran inquiridos sobre el asunto, muchísimos blancos bolivianos de hoy no se identificarían como blancos, sino como “mestizos”, y asegurarían, quizá honestamente autoengañados, no ser racistas. Al mismo tiempo, estas personas practicarían el racismo en la cotidianeidad: se enorgullecerían de ser consideradas blancas; juzgarían la “blanquitud” de los otros, desestimado a quienes pretendan funcionar como blancos sin poseer los “méritos” fenotípicos para ello; permitirían expresiones discriminadoras en sus familias o grupos de amigos; tratarían de una manera a sus iguales raciales y de otra a los indígenas que les prestan servicios; considerarían innecesaria, peligrosa o “demagógica” la adopción de políticas estatales contra el racismo; preferirían que las diferencias raciales bolivianas efectivas fueran eludidas por los sistemas educativos que forman a sus hijos; ignorarían el sufrimiento de sus conciudadanos indígenas (a menudo explotados u oprimidos por alguna injusticia), en tanto que se escandalizarían si las víctimas del mismo sufrimiento fueran personas blancas. Y si fueran intelectuales, tendrían un particular interés en desaprobar los análisis del país con enfoque étnico, como el que se acaba de leer.

Fernando Molina

es periodista.