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Muy poco que celebrar

Como todos los años, el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer (fecha que forma parte de la agenda de Naciones Unidas desde 1975, pero se recuerda en muchos países desde inicios del siglo XX), trae la aparente contradicción entre su propósito: recordar las desigualdades entre hombres y mujeres, y su significado comúnmente aceptado: celebrar a las mujeres solo por serlo.

El 8 de marzo sirve para recordar una tragedia sucedida en EEUU, cuando varias trabajadoras que efectuaban un paro en demanda de mejores condiciones laborales fueron asesinadas por el propietario de la fábrica. La tragedia es un parteaguas en la historia de los derechos laborales de las mujeres; pero aun así, resta mucho por avanzar en materia de igualdad en el ejercicio de cualquiera de los derechos humanos.

Se trata, entonces, de una fecha necesaria para toda la sociedad, porque sin importar los avances normativos y las mutaciones en los discursos, hombres y mujeres no reciben un trato igualitario ni gozan de las mismas libertades. Las movilizaciones de mujeres en torno a este día sirven, precisamente, para hacer visible la desigualdad, no para recibir flores ni mucho menos insultos, que menudean en boca de quienes temen a los avances de las mujeres.

Por eso, hoy no es un día de celebración: las movilizaciones nos recuerdan que las mujeres todavía ganan en promedio el 77% de lo que recibe un varón por hacer el mismo trabajo. Tampoco se puede celebrar que haya niñas y adolescentes forzadas a casarse con hombres mucho mayores, en la mayoría de los casos debido al embarazo producto de la violación.

No hace falta, pues, decir felicidades a quienes se ven obligadas a llevar un embarazo no deseado, y mucho menos si son juzgadas por la sociedad cuando deciden no aceptar el destino de la maternidad, y se arriesgan o al castigo penal o a la muerte si buscan la manera de ejercer autonomía sobre su cuerpo.

Mucho menos se puede celebrar que cada mes decenas de mujeres sean asesinadas, habitualmente por un varón de su entorno cercano, solo por su sexo o su género. Y que la sociedad esté más inclinada a juzgar a la víctima, por exponerse, o a quienes se indignan por estas formas de violencia, que por la existencia de estructuras que producen y justifican la violencia machista, patriarcal.

Pero sí se puede celebrar la creciente multitud de voces y cuerpos que desde diferentes ámbitos se oponen a las múltiples violencias que sufren las mujeres cotidianamente. Sí es posible agradecer a quienes no se callan ni se retiran del espacio público cuando los agresores levantan la voz en nombre de derechos que no respetan o de privilegios que no merecen. Sí hay razones, pues, para creer que a fuerza de decirlo y de trabajar para transformar estructuras el cambio terminará por producirse, y tendremos, al fin, un mundo equitativo para todas y todos.