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Constitución fantasma/Constitución moribunda

Esta manera de proceder en la política  ha quebrantado nuestras instituciones, libertades y el anhelo de igualdad

/ 11 de marzo de 2020 / 23:53

Como en las novelas de terror, esas donde tétricamente conviven personajes lúgubres, somos testigos de un hecho que de a poco se instala en la política nacional: la convivencia de la joven Constitución, ya irreversiblemente moribunda (que agoniza como un viejo que ve disiparse su existencia), y de una Constitución fantasma, esa que sin estar escrita está ahí.

¿Qué es una Constitución? Con esta pregunta Ferdinand Lassalle interpeló a su auditorio en abril de 1862. En aquel entonces, la crisis entre conservadurismo y liberales que atravesaba el viejo Estado prusiano no parecía encontrar cauce. Lassalle expuso que ningún Gobierno moderno podía sostener perspectivas de gobernabilidad sin una determinación clara hacia el constitucionalismo.

La valía de una Constitución está en comprender la esencia que posibilita su trascendencia por encima de la escueta y hasta rutinaria referencia que la conceptúa como la “ley de leyes”; establecer aquello que posibilite saber, repitiendo con Lassalle, si es buena o mala, viable o ilusoria, inmanente o absurda. Una Constitución es algo distinto a una ley, pues entre ellas se instalan profundas desproporciones. En cambio la Constitución es la única entidad que tiene el inconmensurable poder de extender su ascendencia en toda la estructura de leyes sobre las que se asienta una nación que ha decidido gobernarse en libertad.

Entonces, en esencia, la norma constitucional atiende la organización de los factores de poder, su equilibrio, representación y alcances; procurando que no descompensen los índices de libertad, democracia e igualdad. Los factores de poder son nuestras instituciones, los diversos poderes del Estado, las fuerzas del monopolio de la violencia estatal, lo que las caracteriza y su rol en la sociedad. La Constitución también precisa algo esencial: el mecanismo sucesorio del poder, que es uno de los que más resisten los hombres de la política, pues es una regulación a sus ambiciones hegemónicas.

La institucionalidad se entremezcla con los factores de poder. Lo castrense difiere y disputa con lo civil. En los hechos, la democracia permanece sitiada por el actuar y el respaldo que el poder militar le otorga al civil. La organización social convive sin excepción en espacios de tensión permanente. La salvaguarda a todo ello es el desarrollo de conciencias y conductas sedimentadas en años de tradición y respeto a la Constitución, ese documento escrito y preceptor del ordenamiento societal y político.

Lo otro, la indiferencia y el desprecio ante la Constitución, la transforma progresivamente en un documento de papel sin valor, que da paso a una Constitución fantasma, esa que está ubicada en las decisiones personales diarias, sórdidas y mezquinas de los hombres del poder. Esta espectral manera de proceder en la política boliviana ha quebrantado nuestras instituciones, libertades y anhelos de igualdad social hasta encerrarnos en la mentira global de mayor democracia. Bien se podría repetir aquello que el rumano Mircea Cartarescu expresó: “Antes nos habían mentido. Ahora nos están mintiendo”.

En Bolivia la Constitución real, la de papel, en palabras de Lassalle, hoy es un cuerpo moribundo con sus últimos resuellos en espera de su final de vida. Y ha sido reemplazada por una Constitución fantasmagórica que tan solo responde al interés político y a los factores de poder del orden democrático policial. La Constitución es algo incómodo cuando se quiere gobernar hablando de democracia siendo profundamente antidemocrático. Así, lo funcional para ellos es esa norma que sin estar escrita nos gobierna día a día. Y la pregunta: ¿cuánta democracia hay con una Constitución abatida?

* Es politólogo.

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Poder territorial: dialógicos y rupturistas

La derecha que desprecia la democracia se reorganiza para romper el mandato constitucional

/ 17 de marzo de 2021 / 14:30

DIBUJO LIBRE

El análisis político exige metodológicamente saber determinar los factores de poder, su composición y los espacios en los cuales genera incidencia y desequilibrios. Los procesos eleccionarios de 18 de octubre y 7 de marzo pasados tuvieron la característica de ser comicios de excepción. La ruptura institucional con desenlace final el 10 de noviembre de 2019 abrió paso a la instalación de un gobierno no constitucional.

El relato y la narrativa que aún sostienen quienes prestaron sus nombres para generar acciones propias de un golpe de Estado, hoy insisten en buscar impunidad a través de palabras discursivas cada vez más ahogadas en la incredulidad de ellos mismos y que buscaron solapar el hecho en lo que llamaron “sucesión constitucional”. La recuperación de la institucionalidad democrática comenzó el 24 de noviembre del mismo 2019. Aquel día se promulgó la “Ley de Régimen Excepcional y Transitorio para la realización de Elecciones Generales”. La construcción de un régimen normativo de excepcionalidad fundamenta el hecho inequívoco de que la secuencia constitucional se vio interrumpida y había que reconstruirla por medio de un nuevo rebalanceo del poder y la legitimidad otorgada por la voluntad popular.

La elección de autoridades subnacionales cierra la reconstrucción institucional democrática y de legitimidades, y expresa, a su vez, nuevas proporcionalidades de poder y controles territoriales, todos ellos imprescindibles en la intención de dimensionar el escenario de los nuevos espacios de poder en Bolivia. Un poder nacional y otro territorial que en la era gubernamental posgolpe es preciso advertir para establecer escenarios de gobernabilidad y de posibles reintentos rupturistas.

Conocidos los resultados, es oportuno también categorizar la composición del poder territorial que emerge del último proceso electoral. Sobre esa idea, dos formas de entender la democracia se han instalado en diversos espacios de poder: autoridades electas con características rupturistas y aquellos quienes ejercen una acción dialógica en la política. Ser rupturista implica una inocultable contradicción entre las evocaciones discursivas, señalándose como un convencido demócrata y verse delatado por conductas de marcada inconsistencia valorativa y de desconsideración a la institucionalidad y la secuencia constitucional. Esto es, en los hechos, una solapada y permanente intencionalidad de interrumpir los tiempos constitucionales. La conducta dialógica en cambio, reconoce la vía de la estructuración de consensos a partir de las divergencias de pensamiento. Son maneras de lento ejercicio político, de procesos a momentos muy extendidos y en ocasiones fracasados, pero de disposición invaluable como ejercicio democrático en la construcción de Sociedad y Estado.

En la lógica fuertemente rupturista, se han impuestos tres candidaturas que se instalarán en la Gobernación de Santa Cruz y en los municipios de La Paz y Cochabamba. El poder político se asienta de manera determinante en las gobernaciones, no así en los municipios, que, sin dejar de ser trascendentes, se ven reducidos a enclaves territoriales circundados por otras entidades semejantes a ellos e insertos en un espacio mayor que es el departamental. Las excepciones emergen en cuanto estos expresan continuidad territorial que encadena a varios municipios y les confiere un poder político fundado en las capacidades de movilización y de acción política, hecho que no siempre suele estar presente, pero que sí se manifiesta con particular intensidad en el departamento de Santa Cruz. La oposición territorial en las entidades esencialmente políticas, esto es gobernaciones, ha configurado una cartografía de poder donde la tendencia rupturista está focalizada y centralizada en el departamento de Santa Cruz. A partir de allí, las otras gobernaciones que asisten a segunda vuelta electoral y que suman a las obtenidas por el movimiento popular de Bolivia son claramente de tendencia dialógica. Chuquisaca y Pando, son gobernaciones donde los candidatos que enfrentan al MAS tienen una tradición de vida política en lo nacional popular.  El candidato a gobernador en Tarija por la opositora ALIANZA, se ha caracterizado por una línea amplia de sociedades políticas y una versatilidad que lo aleja de las expresiones extremistas.

El MAS se ha impuesto en seis departamentos, en otros quedará habilitado para la segunda vuelta. En todo el país cuando no es primero es segundo, pero las asambleas departamentales ya han definido sus proporcionalidades y establecidos sus espacios de poder. En este contexto, la oposición radical y con intencionalidades de expansión de liderazgo está contenida. Sus aliados naturales no son otras gobernaciones, sino municipios que están contrapesados por gobernaciones y municipios con extensión y continuidad territorial. Cochabamba y La Paz presentaron candidaturas defensoras del quiebre institucional de 2019, donde su retórica en aquellos eventos angustiosos fue exacerbar la racialidad como argumento político. Hoy estos son los aliados naturales de la línea rupturista.

El país no ha resuelto aún la histórica polaridad política y social, un cisma que se resquebrajó abismalmente a consecuencia de la ruptura institucional y las acciones perseguidoras del gobierno no constitucional. Los procesos electorales han generado nuevas legitimidades, tras de ellas los sectores de oposición radical y rupturista del orden institucional advierten con el uso de metodologías aprendidas y en su creencia posibles y hasta legítimas: narrativas discursivas, modulación mediática, movilizaciones, indignación popular/urbana e intentos de desplazar el orden y el mandato constitucional.

Pacto Fiscal, Federalismo y Vacunas son los ejes de fundamentación discursiva que alista el rupturismo. Las áreas de influencia política y territorial ya están delimitadas. La derecha desconsiderada con la democracia popular va reorganizándose para emprender algo que le es muy personal: la ruptura del mandato constitucional.

(*) Jorge Richter es politólogo, actual Vocero presidencial

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021-F y 18-O legitimidades superpuestas

Reflexión acerca de la legitimidad de dos hitos en la historia democrática del país

/ 3 de marzo de 2021 / 12:21

dibujo libre

Controlar el poder, de forma temporal o desmedida, es una de las mayores discusiones que la ciencia política, inacabadamente, aborda en la intención explicativa de encontrar respuestas a comportamientos y conductas siempre fuertemente personalizadas.

En la mirada de Foucault, el poder es algo más que la mera estructura jurídica y legal, es el ejercicio realizado mediante diversos procedimientos de dominación. Esto lo llevó a afirmar que son relaciones de poder complejas y diversas “organizadas en una especie de figura global; podríamos decir que es la dominación de la clase burguesa o de algunos de sus elementos sobre el cuerpo social. Pero no me parece que sean la clase burguesa o tales o cuales de sus elementos los que imponen el conjunto de esas relaciones de poder. Digamos que esa clase las aprovecha, las utiliza, las modifica, trata de intensificar algunas de esas relaciones de poder o, al contrario, de atenuar algunas otras; hay un entrelazamiento de las relaciones de poder que, en suma, hace posible la dominación de una clase social sobre otra, de un grupo sobre otro”. A esto, Salvador Giner lo define como “la capacidad que poseen individuos o grupos de afectar, según su voluntad, la conducta de otros individuos, grupos o colectividades”. El poder puede dimanar de un sindicato ilegal o de una organización corporativa cuyas conductas fácticas obligan al gobierno a realizar concesiones más allá de que él monopolice legalmente todos los factores de poder. El poder, en sociedades diversas y modernas, tiene infinitas vertientes desde donde ejerce su dominio. La cuestión medular es su legitimidad, el reconocimiento de su autoridad cuando hablamos del poder otorgado por voluntad popular en sociedades que definen su forma de gobierno y al depositario del poder temporal. Aquí, los comicios electorales son por supuesto, de trascendental importancia.

Jean-Jacques Rousseau escribía, con notable acierto en el Contrato Social, que las asambleas —espacios de representación y deliberación— tienen por fin sostener el pacto social, y que en ellas debe establecerse un ejercicio permanente de comicios, que cada determinado tiempo debe preguntársele a la sociedad que se pronuncie sobre si es deseo del soberano conservar la presente forma de gobierno y si el pueblo desea seguir encomendando la administración a los que actualmente se encargan de ello.

Impedir comicios programados en temporalidades establecidas es una de las metodologías buscadas para preservar el poder ininterrumpidamente. Evitar este desequilibrio en la esencia del pacto social que ordena las libertades e igualdades de quienes conforman el conjunto societal se alcanza con la regularidad inexcusable de los procesos de elección. Un hecho contrario a estos preceptos elementales, pero fundamentalísimos de la democracia, señala y evidencia vocaciones inciertas de convencimiento democrático. 

Hace una semana, la fecha y el día señalaban que habían transcurrido cinco años del 21-F. Una referencia emblemática y argumentativa sin igual para determinados sectores sociales y regionales del país. El enfrentamiento político causado por la evasión ante el mandato popular expresado en aquel referéndum se constituyó en la fuente decisoria que llevó a guionizar los preparativos para accionar una ruptura institucional. El precio de la desobediencia se consumó en el golpe de Estado consumado en secuencias sucesivas hasta desalojar al titular del Poder Ejecutivo.

Con la democracia interrumpida y los derechos únicamente en aparente vigencia, la legitimidad del poder instalado en plaza Murillo no dejaba de estar impugnada diariamente. El poder requiere siempre una justificación para su existencia. Obliga a construir bases de legitimidad para su ejercicio, y éstas solamente son posible de encontrar en la voluntad popular.

Después del 10 de noviembre de 2019 las legitimidades de los diversos poderes —legales y fácticos— se mostraron agotadas. La resolución del hecho histórico no tenía espacio para sostenerse en esquemas autoritarios. El punto máximo de mayor colisión política y social tuvo una doble caracterización: la de alguien que desobedeció el principio de legitimidad de la voluntad popular y la de alguien que utilizó la fuerza y la ruptura institucional por encima del principio de legitimidad de la voluntad popular. Ante un escenario de quiebre, de estado de excepción, de derechos suspendidos, los caminos eran menores. Una nueva voluntad popular era históricamente imprescindible.  

El 18-O se entiende como la construcción, desde el ejercicio institucional y pacífico del hecho electoral —ese mismo al que refiere Rousseau— de un nuevo ordenamiento de poder legitimado, que debía pronunciarse respecto de la cuestión de propiedad consensuada del poder. Un hecho ordenador de la voluntad popular y del poder mismo, de las legitimidades, legalidades y legitimaciones, rebalanceadas ellas en el ejercicio comicial e indispensable para advertir el estado de la circunstancia histórica de nuestra democracia y sus formas de gobierno y poder.

Para Habermas, la legitimidad contiene “la pretensión de un orden político que es reconocido como justo y correcto”. Un orden legítimo es la respuesta de una sociedad que traduce en voluntad popular su mandato. Una acción pacífica e institucional. El 18-O marca el establecimiento de un nuevo orden político, de distribución y entrega de poder legítimo sobre el cual se debe construir sociedad y Estado gestionando inexcusablemente las demandas colectivas.

Los sectores asociados a conductas y ejes discursivos rupturistas que conformaron el poder no constitucional sustitutivo no construyeron un orden político, solo conformaron una circunstancia política extra/constitucional. Los órdenes políticos pueden ganar y perder legitimidad, las circunstancias políticas extra/constitucionales están carentes de legitimidad y legalidad, por ello se instalan con un final previsible de condenas y desprecio popular.

Se reconocen gobiernos como legítimos aquellos que expresan un mandato mayoritario de la voluntad popular constituida a través de los electores, con obediencia basada en razones de validez escrutada y legal. La democracia formal, en palabras de Claus Offe, se legitima con la participación de todos en los procesos de decisiones del Estado. Ahí, la partidocracia conservadora de Bolivia, retenida en el tiempo por una ansiedad únicamente electoral, no modela un proyecto alternativo viable en su legitimidad y referencias democráticas. Ausentes de institucionalidad y con obsesión electoral, solo las posibilidades de auspiciar la ingobernabilidad les abre alguna puerta hacia el poder, pero un poder des-legitimado, distante de la construcción de nuevos paradigmas de sociedades justas e inclusivas.

Discursivamente aún perviven los intentos de hacer del 21-F el eje de su acción argumentaria. Metodológicamente, encuentran en la ruptura institucional de noviembre de 2019 su mayor gesta política. Apuntan a ella como forma de retomar el poder aún a sabiendas que el 18-O superpuso una legitimidad nueva y mayor, expresada en la voluntad popular que determinó, históricamente, la legitimidad de las proporcionalidades del poder político.

(*) Jorge Richter es politólogo, actual Vocero presidencial

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Del orden necesario al autoritarismo deleznable

La armonía es un principio respaldado en justicia, libertad e inclusión social. Sin justicia, nadie encuentra un orden estable.

/ 27 de marzo de 2020 / 20:16

Encorsetado en su traje claro el hombre se dispuso a lanzar su advertencia de muerte bajo la figura periodística de una conferencia de prensa. Se sentó, y con él todos sus adjuntos, quienes en realidad eran sus cómplices. Habló de inicio con un tono suave y tropezó con algunas palabras hasta que lanzó fuego con su frase más recordada: “Quiero dejar bien establecido de que el mayor deseo del que habla, al haber presentado este proyecto de decreto ley al presidente de la república (quien ya lo tiene en su escritorio para la firma) es que todos los elementos que han sido aprehendidos, los pseudosindicalistas, traficantes de la política, activistas tienen que dejar el país, los vamos a sacar del país, los vamos a mandar al exilio. A partir de ese momento, todos aquellos elementos que contravengan al decreto ley tienen que andar con su testamento bajo el brazo, porque vamos a ser taxativos. No va haber perdón”. Luis Arce Gómez, dueño exclusivo de la infortunada amenaza, buscaba así sujetar a los bolivianos al orden que el “gobierno de reconstrucción nacional” había establecido en desprecio de la justicia y la democracia.

Avanzada nuestra democracia, en tiempos en los cuales el momento neoliberal empezaba a evidenciar agotamiento y el cumplimiento de su ciclo, la emergencia de sectores populares que iniciaban su acción política hacia el poder fue entendida por aquellos gobiernos como una ruptura e interpelación no tolerable del orden democrático, y decidieron que era necesario controlarlos con la ley en la mano. Esto inauguró el ciclo de judicialización de la política y la instauración del orden del miedo. Los principios de justicia y libertad fueron reducidos a criterios exclusivamente legales.

La presencia de la pandemia del coronavirus Covid-19 ha generado en el país una crisis sanitaria y de salud no visualizada, la cual se suma a la irresuelta crisis política originada en noviembre pasado; no la acalla ni la traslada a un plano menor. Ambas se entrecruzan de forma negativa y afectan el orden pensado por quienes avanzan con su proyecto político de poder. Ciertamente la crisis sanitaria exige un orden social apremiante y requiere un acatamiento necesario que valore el distanciamiento físico de las personas. El hecho trascendente para el Estado, la política y los bolivianos radica en que puede ser un orden de miedo, o bien, un orden de consciencia y reflexión.

Bajo la apariencia de indisciplina y acción política interesada, en las últimas horas la sociedad boliviana ha revivido las conferencias de prensa utilizadas como advertencias represivas y de cuidado, como si las formas democráticas hubiesen sido derogadas: “Que quede claro, tengo una orden expresa de salvar vidas, no de jugar con nadie. El que venga a jugar conmigo, gobernador, alcalde, lo voy a meter preso. No estoy jugando, la Presidenta me ha dado orden de meter preso hasta al ministro que no trabaje (…). Este no es un tema de ‘por favor’, este es un tema de ‘se acata, se obedece’ y punto”, avisa la autoridad.

El miedo logra establecer únicamente un orden circunstancial, vacío de voluntariedad y convencimiento en su aceptación. Un orden sin equilibrio social no alcanza a constituirse en orden armónico. La armonía es un principio respaldado en justicia, libertad e inclusión social. Sin justicia, nadie encuentra un orden estable. La justicia no es una persona, menos un poder accidental, y tampoco la intimidación disfrazada de lucha por la vida.

Los bolivianos, quién podría negarlo, requieren orden y tranquilidad. Esto vale a pedir justicia extendida a todos. El súperhombre del orden autoritario nunca será preferible ante el desorden y la injusticia.

Jorge Richter, es politólogo.

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Ser revolucionario hoy

Bolivia replica crisis políticas de forma persistente e inmutable, con treguas más o menos extendidas en el tiempo.

/ 27 de febrero de 2020 / 00:21

Quién quiere una revolución en Bolivia?, ¿en la Bolivia después de Evo, en el país “noviembrista”?, ¿en el que se habla de libertad, democracia, inclusión social y pacificación?, ¿y en el que nada de ello ocurre, aunque todos dicen pensar en esto? La derecha boliviana claramente no puede ser revolucionaria, su esencia se lo impide de forma regular. A su vez, la izquierda dejó de ser revolucionaria, pues el transcurrir del tiempo la desnaturalizó en mesurada.

Bajo una concepción historicista y técnicamente politológica, la izquierda entronca con lo revolucionario, y revolución es hablar de socialismo. Del centro hacia la diestra del escenario político, la derecha es conservadora, pues sus prácticas y hábitos políticos evidencian una tendencia apenas reformista. Ser un reformador es algo que distancia de los cambios que subyacen en el nunca visible sustrato social, pero dispensa la gradualidad no traumatizante.

Aunque las revoluciones en la perspectiva categorial tradicional se asocian a momentos de quiebre y ruptura política, donde la acción armada suele materializarse de forma presencial, en democracia éstas transitan por algo más hondo y verdadero: la condición humana. Alguien, persona o partido, que actúa y declama en nombre de la revolución no puede ignorar que su fin es el sentido humano que debe dirigirla. Este momento histórico donde el “noviembrismo” rehúsa dar paso al segundo momento de cambio e inclusión social que el país necesita exige hombres con esencia e identidad revolucionaria, con la perspectiva puesta en la grandeza y no en el poder material y miserable de la detentación misma por su sola frivolidad.

En la perspectiva democrática el cambio es un proceso. Si remueve estructuras negativamente sedimentadas, encuentra entonces matices revolucionarios. Bolivia replica crisis políticas de forma persistente e inmutable, con treguas más o menos extendidas en el tiempo. Estas crisis se manifiestan, entre otras formas, a través de un Estado político que se ha gestado y ensamblado con evidente preponderancia de las clases sociales dominantes, con lógicas de articulación propias de los sectores que socialmente se asumen superiores y reservados a conducir el país, en una suerte de destino manifiesto y conciencia de superioridad.

También se manifiestan en otro espacio desagregado del Estado político: la sociedad civil, con una composición multiclasista, con un mestizaje extendido por toda la geografía nacional y con presencia de anchurosos sectores étnico, culturales, originario campesino, con formas de articulación (a lo largo de nuestra historia) prehispánicas, comunitarias y precapitalistas; un sector civil invisible a la acción política independiente, un fragmento social que su presencia de masa cobriza y anónima solo era anexada como número y como hecho simbólico. Las crisis, de forma palpable, expresan la permanente pugna de una oligarquía dominante que ha tomado el Estado para sí y una sociedad civil que desafía a ese Estado a ampliar los sectores que en él pueden intervenir.

Bolivia solicita un nuevo momento transformador donde el sujeto de vanguardia revolucionaria encamine el país prioritariamente hacia la pacificación; que interpele en su compromiso a ese país de oriente y occidente, a los sectores sociales populares, a la clase media y a los grupos económicos. El reformismo insinuado por quienes reclaman gobernar Bolivia no alcanza para alejarnos del círculo no virtuoso de las crisis políticas y sociales. Ser revolucionario implica llevar al país hacia la pacificación nacional. Apremia una segunda revolución, que construya una nueva sociedad plural en la que “ningún ser humano tenga derecho a mirar desde arriba a otro, a no ser que sea para ayudarlo a levantarse”, como aconsejó Gabriel García Márquez.

* Es politólogo.

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La no pacificación

Las últimas horas son de una endeble tranquilidad. Se confunde pacificación con tranquilidad.

/ 1 de enero de 2020 / 11:19

Gobernaba su país con estilo e impronta inhumana y, aun así, incomprensiblemente, muchos lo bendecían. Lo suyo era la mano dura y evitar las concesiones a esas desequilibradas invocaciones democráticas. Decía ser un demócrata. Buscó todo el tiempo alejar de sí esa imagen de dictador que le perseguiría como una sombra adherida a su esencia más profunda. En alguna ocasión le pidieron su opinión ante la atrocidad encontrada, varios cadáveres en una tumba; sin alma en el cuerpo respondió: “mire usted que economía más grande”. Pinochet no consideraba que un plebiscito le negaría su gusto por la perpetuidad en el poder. Con inteligencia dictatorial dijo unos años antes que él no “tenía plazos, sino objetivos”. En 1990 tuvo que marcharse, pero mantuvo consigo una enorme cuota de poder, y ante el asombro de todos permaneció como comandante en jefe del Ejército para juramentar, ocho años después, como senador vitalicio de su país. Gente que luchó y expuso su vida ahora compartía un asiento en el Parlamento de Chile. Una ofensa necesaria por la democracia y la paz chilena.

Muchos años después, en 2017, las FARC colombianas realizaron su primer congreso, decidieron mantener su sigla con un significado ya de partido político, preparatorio para las elecciones congresales: Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común. La votación obtenida fue menor, sin embargo, los acuerdos de paz les garantizaron cinco escaños fijos por los próximos ocho años. Quienes enfrentaron la guerrilla y su temeraria acción política de secuestro y muerte, ahora compartían un asiento, esta vez en el Parlamento de Colombia. Una ofensa necesaria por la democracia y la paz colombiana. 

Pacificación es un concepto que difiere sustancialmente de tranquilidad social. La ausencia de acciones manifiestas de movilización por demandas insatisfechas o no atendidas, individuales o encadenadas unas a otras no expresan necesariamente una ruptura que exija un constructo de encuentro y reconciliación. Un país de evidente tranquilidad, carente de manifestaciones, bloqueos y enfrentamiento, puede ser también un país sin pacificarse. La tranquilidad tiene varias formas de presentarse: miedo, persecución, autoritarismo y abuso de poder son los pobres y a veces eficientes métodos que dan la apariencia de tranquilidad pero que, soterradamente, preservan bajo el subsuelo de la organización societal, la polaridad contenida de la ruptura social, de aquello que puede ser un país agrietado y dividido.

Pacificar es construir, y construir es un proceso dialogado por unir y ensamblar. Social, política, cultural y étnicamente exige una articulación inclusiva entre distintos —distintos ideológicos, distintos en origen— sentenciados a coexistir en espacios de tensión en un primer momento hasta evolucionar a periodos de aceptación habitual y complementación positiva.

La pacificación es también un acuerdo que inclusivamente no discrimina, que asegura igualdad de derechos individuales, políticos y sociales fundamentalmente. Es un proceso que en sociedad asegura el pluralismo, retira las hegemonías y aparta las sedimentaciones elitarias. La pacificación es una acción por un todo indisoluble.

Un Estado puede tener leyes y ello no asegura que se cumplan las fundamentales. El encono político degenera incontroladamente en saña, tirria y capacidad de destruir a un semejante. Albert Camus, entrañable humanista, relataba con angustia la crueldad de las torturas nazis             —Himmler en particular, ese insuperable maestro del dolor y el sufrimiento— observando que las personas creen que hay hechos que no suceden, pero que en realidad forman parte de nuestra historia, hombres que desprecian a hombres, que los persiguen, los torturan y les arrebatan inmisericordemente la vida. Sin paz, la hostilidad y el odio se instalan para no marcharse.

Las últimas horas de los bolivianos son de una endeble y delgada tranquilidad. Se confunde pacificación con tranquilidad. Se habla de ella indistintamente sin percibir que se referencia significantes que en el momento de hoy son incomparables. La pacificación no concurre en la vida de un país cuando los desa-cuerdos se muestran en el dolor de los velatorios de bolivianos muertos de manera incomprensible, o cuando la libertad se pone en entredicho porque los salvoconductos —el infame documento que generaban las opresivas dictaduras— son el pasaporte válido hacia la libertad y ésta, paralelamente, es la noticia evidente de nuestra penosa agenda informativa. En formas impensadas, políticas y sociales, quienes ayer perseguían ahora son perseguidos y los perseguidores de hoy fueron los perseguidos de ayer. Molesto espectáculo de la inexistencia de tolerancia política, social y étnica. Aun así, con un Estado violento alguien piensa que el país se ha pacificado.

Ricardo Balbín, aquel político argentino que tuvo que sobrellevar la condena de ser contemporáneo a la figura colosal de Perón —con lo cual sus proyecciones políticas quedaron siempre aplazadas—, consciente de la importancia del proceso electoral tras la muerte del General ese primero de julio del año 74, afirmaba, “llegaremos a las elecciones, aunque sea en muletas”. No hubo elecciones, pues el golpe cegó la democracia argentina para abrir paso a la muerte y a la violencia. Fue el inicio del desencuentro argentino.

Para nosotros los bolivianos, enero 2020 insinúa ser un mes imprevisible y tenso, y en medio de ese escenario incierto, unos buscan la proscripción de otros, intentan conseguir paz bajo la irracional modalidad de un exterminio absoluto del enemigo. Los otros ansían el regreso para ajustar cuentas todavía incompletas. Intentan llevar sus consignas hasta el fin, y allá en el fin, no hay nada. Ante estos casos de demencia incontrolada, René Zavaleta acostumbraba reflexionar: “En la política, el sueño de las victorias totales es tan absurdo como en las guerras”.

El discurso por la libertad y la democracia está bajo observación ciudadana y popular. En el doble discurso hay mucho relato, pero pronto se estrella con la vida. El peor enemigo del doble discurso es el tiempo. El tiempo te desnuda, te muestra y te expone. No hay paz sin diálogo, y el diálogo siempre tendrá que ser inclusivo, éste y no otro, es el principio capital de la pacificación.

Jorge Richter es politólogo

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