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Constitución fantasma/Constitución moribunda

Como en las novelas de terror, esas donde tétricamente conviven personajes lúgubres, somos testigos de un hecho que de a poco se instala en la política nacional: la convivencia de la joven Constitución, ya irreversiblemente moribunda (que agoniza como un viejo que ve disiparse su existencia), y de una Constitución fantasma, esa que sin estar escrita está ahí.

¿Qué es una Constitución? Con esta pregunta Ferdinand Lassalle interpeló a su auditorio en abril de 1862. En aquel entonces, la crisis entre conservadurismo y liberales que atravesaba el viejo Estado prusiano no parecía encontrar cauce. Lassalle expuso que ningún Gobierno moderno podía sostener perspectivas de gobernabilidad sin una determinación clara hacia el constitucionalismo.

La valía de una Constitución está en comprender la esencia que posibilita su trascendencia por encima de la escueta y hasta rutinaria referencia que la conceptúa como la “ley de leyes”; establecer aquello que posibilite saber, repitiendo con Lassalle, si es buena o mala, viable o ilusoria, inmanente o absurda. Una Constitución es algo distinto a una ley, pues entre ellas se instalan profundas desproporciones. En cambio la Constitución es la única entidad que tiene el inconmensurable poder de extender su ascendencia en toda la estructura de leyes sobre las que se asienta una nación que ha decidido gobernarse en libertad.

Entonces, en esencia, la norma constitucional atiende la organización de los factores de poder, su equilibrio, representación y alcances; procurando que no descompensen los índices de libertad, democracia e igualdad. Los factores de poder son nuestras instituciones, los diversos poderes del Estado, las fuerzas del monopolio de la violencia estatal, lo que las caracteriza y su rol en la sociedad. La Constitución también precisa algo esencial: el mecanismo sucesorio del poder, que es uno de los que más resisten los hombres de la política, pues es una regulación a sus ambiciones hegemónicas.

La institucionalidad se entremezcla con los factores de poder. Lo castrense difiere y disputa con lo civil. En los hechos, la democracia permanece sitiada por el actuar y el respaldo que el poder militar le otorga al civil. La organización social convive sin excepción en espacios de tensión permanente. La salvaguarda a todo ello es el desarrollo de conciencias y conductas sedimentadas en años de tradición y respeto a la Constitución, ese documento escrito y preceptor del ordenamiento societal y político.

Lo otro, la indiferencia y el desprecio ante la Constitución, la transforma progresivamente en un documento de papel sin valor, que da paso a una Constitución fantasma, esa que está ubicada en las decisiones personales diarias, sórdidas y mezquinas de los hombres del poder. Esta espectral manera de proceder en la política boliviana ha quebrantado nuestras instituciones, libertades y anhelos de igualdad social hasta encerrarnos en la mentira global de mayor democracia. Bien se podría repetir aquello que el rumano Mircea Cartarescu expresó: “Antes nos habían mentido. Ahora nos están mintiendo”.

En Bolivia la Constitución real, la de papel, en palabras de Lassalle, hoy es un cuerpo moribundo con sus últimos resuellos en espera de su final de vida. Y ha sido reemplazada por una Constitución fantasmagórica que tan solo responde al interés político y a los factores de poder del orden democrático policial. La Constitución es algo incómodo cuando se quiere gobernar hablando de democracia siendo profundamente antidemocrático. Así, lo funcional para ellos es esa norma que sin estar escrita nos gobierna día a día. Y la pregunta: ¿cuánta democracia hay con una Constitución abatida?

* Es politólogo.