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Friday 29 Mar 2024 | Actualizado a 05:44 AM

El pasado de los miedos

Lo que hemos visto en estos días nos lleva a preguntarnos si estas distancias de siglos realmente existen.

/ 14 de marzo de 2020 / 23:25

En 1978, el historiador francés Jan Delumeau publicó su libro, hoy clásico, El miedo en Occidente. A su entender, a lo largo de los siglos XIV al XVIII, dos tipos de temores habían asolado en Europa a hombres y mujeres de clase alta y baja. Unos derivados de la naturaleza, como pestes, hambrunas o catástrofes naturales; y los otros emergentes de procesos culturales, como pavor al pobre, al errante o al bandido.

Releyendo estas luminosas páginas no es difícil hallar pistas para entender los comportamientos colectivos frente a la pandemia del coronavirus COVID-19. Parecería que una sociedad más tecnológica y racional podría conjurar sus temores de una manera distinta a la de las masas y sus gobernantes del pasado, alborotadas por lo desconocido o amenazante. Pero lo que hemos visto en estos días nos lleva a preguntarnos si estas distancias de siglos realmente existen. Al volverse nuevamente colectivos, los temores pueden, como en el pasado, transformarse en pánico, en un camino ya recorrido

En 1878, justo un siglo antes de la obra de Delumeau, en Cochabamba, La Paz y Chuquisaca se produjo una inmensa sequía, seguramente asociada al fenómeno de El Niño. Dejó de llover y las cosechas de maíz y trigo disminuyeron drásticamente. La plebe, acosada por el hambre y la peste, no halló mucha solidaridad de los poderosos, que dejaron que las leyes del mercado fijen los precios de los alimentos. Los latifundistas y comerciantes acapararon los granos y los precios se elevaron por las nubes. Los más pobres, como siempre, pagaron la factura y dejaron de comer, debilitando sus ya frágiles cuerpos.

Quizá un poco antes o un poco después, lo mismo da, se desató una peste de tifus, que halló ambiente propicio en una comunidad malnutrida. La muy precaria —o ninguna— salud pública quedó sobrepasada, y la gente plebeya, atrapada sin salida entre el hambre y la peste, agonizaba y moría por decenas en las calles, en las iglesias o acurrucada en los pórticos. Voluntarios, orando por no ser contagiados, amontonaban los cuerpos en los extramuros para quemar los cuerpos enflaquecidos. Contados tenían la fortuna de ser sepultados.

A fines de 1878, cuando la situación se presentaba insostenible, masas de artesanos mestizos y labriegos indígenas, sacando fuerzas de donde pudieran, se amotinaron por su subsistencia al grito de “pan barato”. Asaltaron silos y depósitos de granos, tomaron haciendas y amenazaron la vida de patrones y patronas, de comerciantes y especuladores. En respuesta, los curas salieron en procesión con crucifijos, entonando cánticos y rezos, que poco sirvieron para apaciguar a la variopinta plebe amotinada. En la prensa se expresó el miedo del poder criollo cuando algunos articulistas hablaron de la posibilidad de que se repitiera la Comuna de París, sin ley ni orden.

Para fortuna de todos y todas, 1879, nefasto por otras razones, empezó con prometedoras lluvias que vaticinaban buenas cosechas y precios bajos. La peste, como actuando en consuno con la naturaleza, se esfumó, dejando tras de sí un tendal de cadáveres. Para olvidarse de tantos pesares y exorcizar el pasado temor, la sociedad en todos sus estamentos sociales y étnicos se aprestó a celebrar un colorido y ruidoso carnaval. No sabía, o no quería saber, que otra amenaza de la mano de intereses mercantiles se aprestaba a interrumpir la música, para sustituirla por el redoble del tambor militar. El 14 de febrero, Chile ocupó el puerto de Antofagasta y otro miedo, el del fragor de la guerra, con su carga de heridos, muertos y mutilados, golpeó a bolivianas y bolivianos.

Quizá, como hizo Demelau, escribir sobre la historia de nuestros miedos colectivos nos ayude a exorcizar aquellos que ahora se presentan.

NdD. Tras representar a Bolivia en Lima durante más de cinco años, Gustavo Rodríguez Ostria retoma su columna de Opinión en La Razón. Para este matutino constituye un privilegio poder enriquecer las lecturas de nuestro público con las reflexiones de este destacado historiador, economista y filósofo.

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Teoponte: la gente que no vino

/ 2 de agosto de 2020 / 00:17

El 19 de julio se cumplió el medio siglo del inicio de la guerrilla de Teoponte por el ELN, la que intentó seguir a pie juntillas la táctica y la doctrina del Che Guevara. Pasé años de mi vida investigando para conocer cómo 58 de los 67 integrantes de la columna en armas perdieron la suya, la gran mayoría ejecutados cuando se hallaban prisioneros de las tropas militares.

Hacer historia del tiempo presente es distinta que aquella que pertenece al tiempo largo, donde se enfrenta a la mudez de los añosos documentos intentando hacerlos hablar; en el primer caso, en cambio, el testimonio y la memoria del actor o actora, su verdad y su silencio se pasean con quien investiga y quiere ser partícipe de lo que escriba y que se ajuste a sus visiones particulares. No me fue pues fácil recorrer un camino sembrado de sufrimientos, muertes y utopías truncas y mantener un equilibrio emocional y una distancia para establecer qué pasó. El grupo internacionalista de Teoponte, y así lo escribí, parecía integrado fundamentalmente por bolivianos y chilenos, en cuyo país además y con el apoyo de militantes socialistas enrolados en el ELN, se había organizado la logística guerrillera. Años más tarde, con el libro ya publicado —y en verdad a causa de sus páginas que me abrieron otros escenarios— descubrí un nuevo hilo de la madeja.

El día que el Che fue asesinado en La Higuera, 60 de sus compatriotas se entrenaban en Cuba. Tras el fracaso en Bolivia retornaron a su país, pero un buen grupo de hombres y mujeres fue reconvocado para participar en la aventura con Inti Peredo al mando. En 1969, estructurados en columnas, desarrollaron varios operativos en el Gran Buenos Aires: quema de los supermercados del millonario norteamericano David Rockefeller, ataque frustrado a una estación policial de élite cerca del aeropuerto de Ezeiza, asalto a un banco en Quilmes. Debían venir a Bolivia a integrarse en la guerrilla, pero nunca llegaron. ¿Traición? ¿Miedo? Recorrí medio mundo para saberlo y hablar con los y las contados sobrevivientes de la noche del terror argentina. La muerte de Inti, la emergencia de movimientos de masas en la ciudades (“Cordobazo”), les hicieron dudar la efectividad de “foco” rural, condenado a perecer aislado y fuera del foco de las bullentes masas insurgentes que por miles tomaban las calles y las fábricas y no el camino al monte con el uniforme verde olivo. Fueron las primeras críticas internas al guerrillerismo; luego, tras el fracaso de Teoponte, vendrían muchas más desde la propia militancia asentada en Bolivia, Cuba y Perú.

 A inicios de 1970, una delegación argentina vino a La Paz para a hablar con la dirección del ELN. Volvieron desencantados por el crudo militarismo y la improvisación que observaron. “Así nos van matar a todos”, sintetizó Eduardo Finito Streger al decidirse a integrarse al PRT-ELN, en cuyas filas combatiendo moriría. Otra parte fundarían las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), que el 30 de julio de 1970 coparían el pueblo de Garín, como para establecer que su rumbo era la lucha urbana y no en la montaña selvática. En 1973 se fusionarían con los peronistas Montoneros, revalorizando su experiencia histórica y buscando ir al encuentro con el movimiento popular en sindicatos, calles y universidades para organizarlo y bregar con ellos. Un paso que ni el Che ni el ELN habrían dado por considerarlos ambiguos, “populistas” y no declaradamente socialistas.

Si alguna vez reabro antiguas notas, papeles y grabaciones y reelaboro mi ya largo texto sobre Teoponte, habrá un espacio para los argentinos y las argentinas que por razones fundadas tomaron un quiebre conceptual, político y militar y no vinieron a morir en las húmedas selvas de la provincia Larecaja.

Gustavo Rodríguez Ostria es historiador.

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San Juan: Guerrilla y clase

/ 19 de julio de 2020 / 00:30

Al amanecer del 24 de junio de 1967, noche de San Juan, las tropas caen de sorpresa en las emblemáticas minas nacionalizadas de Siglo XX y Catavi, y luego la de Huanuni. El saldo del recuento oficial es de 71 heridos y 16 muertos, pero se habla de muchos más. La masacre, como muchas otras, nunca se investiga ni menos se sanciona a los culpables.

¿Cuál puede ser la razón para esta sangrienta represión? En la historia boliviana las matanzas estatales a los trabajadores mineros no son nuevas sino recurrentes apelaciones del poder capitalista, pero en este caso la guerrilla del Che actúa como un fantasma que oprime la cabeza de los militares derechistas. Para el 24 y el 25 de junio está prevista la realización de un Ampliado Minero en el poblado de Siglo XX.  Su propósito es tratar temas de reorganización sindical y luchas sindicales, al que han sido invitados dirigentes de distintas organizaciones laborales y universitarias.

Según tres importantes autores (C. Soria G., J. Pimentel y E. García C.), la intervención de la Policía y el Ejército fue una medida preventiva para impedir el apoyo minero a la guerrilla y reafirmar la presencia del poder castrense vulnerado y desafiado por los reiterados éxitos de los montaraces insurgentes. La conexión entre las fuerzas del Che y la histórica y rebelde clase minera, está también sugerida en la película de Jorge Sanjinés, “El coraje del pueblo” (1971).

Un informe del Comando del Ejército, por su parte, da cuenta que en una asamblea realizada días previos en la mina de Huanuni, decide prestar apoyo “moral y material” a la guerrilla y realizar descuentos por planilla de 5 bolivianos (unos 40 centavos de dólar) “para gastos de víveres con destino a los guerrilleros”. Otros documentos castrenses insisten en un plan insurreccional, entrenamiento militar y formación de milicias, actos que son negados por Simón Reyes, que aquella jornada está en las minas.

Los mineros son portadores de una larga historia de disputa por el control de sus espacios de vida y de trabajo, que llaman “territorios libres”, como de procedimientos colectivos de autodefensa armada. No desdeñan la violencia, pero, de cara a la historia, la ejercen en sus propios territorios, mediante sus sindicatos actuando como masa y multitud. Si bien distintos protagonistas afirman que la emoción y la sensibilidad producidas en el proletariado del subsuelo de la emergencia de una fuerza armada contestataria en el sudeste boliviano, de ahí que el análisis de René Zavaleta Mercado—que en septiembre de 1967 se incorpora al ELN— apunta más bien a una desconexión.

Los alzados, que tienen otra lectura del rol de las clases sociales, del proletariado histórico, el de carne y hueso, y de su forma de actuar en una revuelta armada, emiten un pronunciamiento que busca impactar sobre los golpeados mineros y la población en general. Llaman a los trabajadores a sumarse a sus filas, a no “derramar sangre en tácticas heroicas, sí, pero estériles”,y a abandonar los “falsos apóstoles” de la conciliación en la lucha de clases. Les advierten que aunque el proletariado no debe abandonar la lucha cotidiana y reivindicativa contra el Gobierno, “solamente una pequeña vanguardia móvil, la guerrilla en el seno de pueblo” garantiza la victoria,

El texto traduce la concepción guevarista. Sin embargo, ¿cómo se combinaría la praxis sindical colectiva, nudo de la experiencia minera, con una guerrilla que no es un frente de clases y se considera a sí misma como una vanguardia militar autogestada que niega el principio leninista de la predominancia de la política y la dirección obrera?

El mensaje no llega a sus destinatarios, y trabajadores y guerrilleros siguen su propio derrotero.

Gustavo Rodríguez Ostria es historiador

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Ilo: un puerto, no una playa turística

Fue más bien durante el gobierno del presidente Evo Morales, principalmente luego de la celebración en junio de 2015 del primer “Encuentro Presidencial y Gabinete Binacional”, realizado en Puno, que comenzó un cambio de estrategia.

/ 5 de julio de 2020 / 17:55

Hace unos días, pese a la pandemia, atracaron por separado en el puerto de Ilo, dos naves trayendo miles de toneladas de cargamento con destino a Bolivia. El año pasado fue sin duda el despeje del uso de este atracadero administrado por la Empresa Nacional de Puertos (Enapu) del Perú para nuestro comercio exterior. El volumen de carga alcanzó entonces un inédito, creciente e importante volumen, y aunque pequeño en relación al que se mueve por los puertos chilenos, mostraba una alternativa para importadores y exportadores muchas veces atascados en Arica.

Podría suponerse que esta beneficiosa situación, que seguramente cobrará nuevos bríos, una vez que las rutas comerciales se liberen del todo, es el resultado directo de los acuerdos suscritos en 1992 entre los presidentes de Perú, Alberto Fujimori, y Bolivia, Jaime Paz, precisamente en Ilo. La difundida idea que Bolivia obtuvo entonces acceso al mar por esta vía, no tiene en rigor de verdad asidero ni legal ni diplomático. “Bolivia Mar” no fue una concesión de una franja de playa con el objetivo de que Bolivia pudiera obtener un puerto que le permitiera conectarse con el océano Pacífico y el mundo. Por el contrario los convenios de 1992, estipulan que su función, mediante un comodato, debía limitarse estrictamente a fines turísticos. Si algún atracadero podía erigirse allí solo serviría para atar las cuerdas de una motoacuática o un esplendoroso yate.  Además se estipuló que la administración estaría a cargo de una empresa binacional integrada por un consorcio privado peruano-boliviano. De hecho en los inicios del gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada se hizo una convocatoria pública, pero las empresas que ganaron y adjudicaron la concesión no movieron un grano de arena ni levantaron un solo ladrillo. Y así no emergieron rutilantes malecones, hoteles modernos, casinos de juego o departamentos con vista al océano. “Bolivia Mar” quedó abandonada y solo el fuerte oleaje y un herrumbrado monumento recuerdan los abrazos de 1992.

Fue más bien durante el gobierno del presidente Evo Morales, principalmente luego de la celebración en junio de 2015 del primer “Encuentro Presidencial y Gabinete Binacional”, realizado en Puno, que comenzó un cambio de estrategia. “Bolivia Mar” y sus planes turísticos y de diversión mundana, quedaron atrás y se empezó a establecerse las bases para una mayor integración económica y de infraestructura del sur peruano con Bolivia. En esta óptica el puerto de Ilo, bajo administración y soberanía del Perú, fue visto como una alternativa para el comercio exterior de Bolivia. En los sucesivos encuentros binacionales, de los cuales se celebraron cinco, el último en 2019, y no casualmente, en Ilo, se fueron perfilando acuerdos que facilitaran nuestro acceso a este puerto. Entre sus resultados, se pueden contar la inauguración en abril de 2018 del moderno y amplio Centro Binacional Integrado de Atención de Frontera (Cebaf) en Desaguadero, los importantes avances en la construcción de la carretera La Paz-Tacna y el mejoramiento de la infraestructura y las de facilidades del uso del puerto de Ilo para la carga boliviana, por ejemplo tarifas rebajadas, formaron parte de los acuerdos binacionales, que desde Perú fueron impulsados por su actual presidente Martín Vizcarra.

Los convenios y el arribo de naves al puerto colaboró a que la población de Ilo, que miraba con cierta desconfianza las ofertas de Bolivia, se convenciera de que había ahora un proyecto estructurado y con resultados tangibles. De este modo, organizaciones cívicas, empresariales y la propia universidad pública se convirtieron en actores que defendían e impulsaban la presencia boliviana, conscientes de que la política desarrollada por el presidente Evo Morales desde 2015 mostró la viabilidad del puerto de Ilo para nuestros exportadores e importadores.

*Es historiador

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La memoria de la pandemia

¿Quiénes tendrán la tarea de escribir lo que hoy pasa frente a nuestros ojos?

/ 21 de junio de 2020 / 07:40

Resulta muy difícil escapar de la obligación (o la maldición) de escribir sobre el oscuro tiempo presente. Pensar por ejemplo, sobre el colapso de la salud pública o el mercantilismo capitalista del sector privado, las idas, vueltas y contradicciones de las autoridades, los riegos del contagio o el feliz advenimiento de una vacuna salvadora. Como historiador uno no deja de preguntarse incesantemente cómo se recordará esta época en un tiempo que ya no veremos. ¿Qué registros sobrevivirán en los archivos, fuente documental de nuestro trabajo y cómo éstos se instalarán en la memoria colectiva, con sus vaivenes afectivos, psicológicos y emotivos de los que habla Pierre Nora? ¿Quiénes tendrán la tarea de escribir lo que hoy pasa frente a nuestros ojos? ¿Olvidarán las generaciones futuras los padecimientos actuales, del modo que la nuestra poco o nada conoce de la (mal) llamada “gripe española” que en 1918 asoló el mundo con su secuela de millones de muertos o de la peste y la hambruna que entre 1878 y 1879 mató a miles en Cochabamba y otros rincones de Bolivia?

Hay testimonios y presencias desgarradoras, que quizá —en verdad espero— figuren entre aquellos testimonios de los daños irreparables causados por el COVID. El día de la celebración católica de Corpus Christi, el arzobispo de Lima Carlos Castillo celebró misa a puerta cerrada frente a los rostros de miles y miles de las victimas del virus. La amplia e histórica Catedral “quedó llena de fotografías en las bancas y los muros, aunque vacía por las restricciones de la pandemia”. Sin embargo, estaban presentes aquellos y aquellas que siguen vivos y vivas en la memoria de quienes acompañaban la ceremonia por la televisión y las redes sociales. El arzobispo, graduado en Sociología y cercano a la Teología de la Liberación, llamó a la fraternidad y la solidaridad y también criticó que el lucro domine el negocio de la salud “que más bien es un sistema de enfermedad, porque está basado en el egoísmo y el negocio y no en la misericordia y en la solidaridad de la gente”. ¿Quedará impresa su condena? En el Perú, como en otras latitudes, la apropiación privada de la salud hizo que sobrevivir sea una condición de recursos económicos, de clase y etnia, pese a los destacables esfuerzos de su gobierno por fortalecer la atención social y pública.

¿En los necesarios registros de esa historia futura estarán los retratos, los nombres y las vidas de quienes, por falta de atención, murieron en las calles de Cochabamba y otras ciudades de Bolivia? Para ver imágenes semejantes habría que retroceder a fines del siglo XIX, a la “pestilencia” previa a la invasión chilena al territorio de Bolivia en 1879. Los registros de prensa cuentan que entonces la gente, en su gran mayoría pobres mestizos e indígenas, abatida por el hambre y la enfermedad, al no hallar atención sanitaria, caía en las calles para no levantarse más. Impacta al pensar que aquello ocurrió hacia casi siglo y medio, y que hoy se repite frente a nuestra impávida mirada.

¿Habrá lugar para médicos y médicas que enfermaron o murieron por protegernos? Leí que Juan Carlos Vichini, galeno voluntario, fue al Beni llamado por su “ajayu” y por dar fiel cumplimiento a su juramento hipocrático. ¿Habrá una línea, una página para él? ¿Y para las enfermeras que trabajan en condiciones precarias de seguridad? ¿Y para policías y militares vigilantes? ¿Y periodistas veraces? ¿O para aquellos y aquellas que con paciencia y esperanza aguardan recluidos en sus hogares, esperando que la “normalidad” de abrazos regrese?

Borronear la historia desde nuestro oficio es una dura tarea, pero más difícil es escribirla con la vida.

Gustavo Rodríguez Ostria
es historiador.

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Ser docente hoy

Se requiere enseñar al estudiante a vivir en y para la vida y a vivir en una comunidad plural y democrática

/ 7 de junio de 2020 / 08:50

No recuerdo su nombre de pila, pero solo su apellido “profesor Fernández”, es suficiente para marcar toda una gran historia. Fue en 1958 cuando en el Colegio La Salle de Cochabamba me enseñó a distinguir la A de la Z y el diferente valor entre el cero y el siete.

Llegaba sonriente en su bicicleta inglesa y se iba en ella por las todavía vacías y monótonas calles de Cochabamba. Era firme pero suave, ni los movedizos momentos que debía enfrentar la algarabía de niños díscolos, nunca lo vi levantar la mano ni esgrimir la palmeta del castigo físico en un tiempo que era socialmente admitido y pedagógicamente santificado pregonar y ejecutar que “la letra entra con sangre”.

En 1967, abandoné el cuartelillo franquista de los hermanos lasallistas y sus desfiles con calatravas de los tercios del Requetés y me fui al Don Bosco buscando aires de libertad y no me equivoqué. En el gran patio del colegio conocí al padre Edward Fogarty, que muy tradicional vestía sotana, pero, lo supe muy pronto, sus ideas eran del Concilio Vaticano II que renovó la Iglesia y la acercó a la opción de los pobres. Alto como una torre, era católico irlandés y cuando podía en un lenguaje nacionalista y republicano despotricaba (y con razón) contra la dominación inglesa de su patria. Este no era pues el mundo de tranquilidad y rezo del rosario que me pitaron en La Salle. Del salesiano aprendí que los curas también tienen opciones políticas radicales y que había que jugarse incluso hasta la vida por defenderlas.

Me deslizo por estos recuerdos personales porque el 6 de junio se recuerda el Día del Maestro. Todos y todas debemos algo y mucho más que algo a un profesor o una profesora. Claro que entre mis años infantil juveniles y hoy, mucha agua ha corrido en los ríos de la educación y la pedagogía. Tuve profesores que me hacían aprender de memoria ríos, la tabla periódica de los elementos o fechas de batallas y presidentes, como si fuese un catecismo.

Actualmente un niño o niña puede conocer, gracias a la televisión o el internet tanto o más que su docente escolar. Recuerdo cómo un día mi hija Yara vino entre furiosa y decepcionada porque su profesora le había puesto mal a la pregunta: ¿qué se usa para orientarse? Ella, muy actualizada, puso el GPS pero la “seño” dijo que la respuesta correcta era la brújula.

Desencuentros que no siempre ocurren pero son frecuentes en la era digital. La manera de aprender ha cambiado y también debería ocurrir lo propio en la de enseñar. En los registros del docente (y me incluyo) es imposible re(conocer) una base de datos que se amplía y modifica cada segundo, la que un o una estudiante puede obtener con solo prender su celular. Para las nuevas generaciones lo que importa es el conocimiento útil, que puede durar solo segundos y luego se desecha. ¿Qué hacer entonces, cuando ya no somos los guardianes del conocimiento? Educar solo para la memoria, ya no es suficiente, se requiere enseñar al estudiante a vivir en y para la vida, a seleccionar la información y a vivir en una comunidad plural y democrática.

Umberto Eco respondió a un alumno que le inquirió: “Disculpe, pero en la época de internet, usted, ¿para qué sirve?”. La respuesta del escritor italiano encierra toda una lección, que vale la pena citar: “Lo que hace que una clase sea una buena clase no es que se transmitan datos y datos, sino que se establezca un diálogo constante, una confrontación de opiniones, una discusión sobre lo que se aprende en la escuela y lo que viene de afuera. Es cierto que lo que ocurre en Irak lo dice la televisión, pero por qué algo ocurre siempre ahí, desde la época de la civilización mesopotámica, y no en Groenlandia, es algo que solo lo puede decir la escuela”.

Gustavo Rodríguez Ostria
es historiador

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