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El pasado de los miedos

En 1978, el historiador francés Jan Delumeau publicó su libro, hoy clásico, El miedo en Occidente. A su entender, a lo largo de los siglos XIV al XVIII, dos tipos de temores habían asolado en Europa a hombres y mujeres de clase alta y baja. Unos derivados de la naturaleza, como pestes, hambrunas o catástrofes naturales; y los otros emergentes de procesos culturales, como pavor al pobre, al errante o al bandido.

Releyendo estas luminosas páginas no es difícil hallar pistas para entender los comportamientos colectivos frente a la pandemia del coronavirus COVID-19. Parecería que una sociedad más tecnológica y racional podría conjurar sus temores de una manera distinta a la de las masas y sus gobernantes del pasado, alborotadas por lo desconocido o amenazante. Pero lo que hemos visto en estos días nos lleva a preguntarnos si estas distancias de siglos realmente existen. Al volverse nuevamente colectivos, los temores pueden, como en el pasado, transformarse en pánico, en un camino ya recorrido

En 1878, justo un siglo antes de la obra de Delumeau, en Cochabamba, La Paz y Chuquisaca se produjo una inmensa sequía, seguramente asociada al fenómeno de El Niño. Dejó de llover y las cosechas de maíz y trigo disminuyeron drásticamente. La plebe, acosada por el hambre y la peste, no halló mucha solidaridad de los poderosos, que dejaron que las leyes del mercado fijen los precios de los alimentos. Los latifundistas y comerciantes acapararon los granos y los precios se elevaron por las nubes. Los más pobres, como siempre, pagaron la factura y dejaron de comer, debilitando sus ya frágiles cuerpos.

Quizá un poco antes o un poco después, lo mismo da, se desató una peste de tifus, que halló ambiente propicio en una comunidad malnutrida. La muy precaria —o ninguna— salud pública quedó sobrepasada, y la gente plebeya, atrapada sin salida entre el hambre y la peste, agonizaba y moría por decenas en las calles, en las iglesias o acurrucada en los pórticos. Voluntarios, orando por no ser contagiados, amontonaban los cuerpos en los extramuros para quemar los cuerpos enflaquecidos. Contados tenían la fortuna de ser sepultados.

A fines de 1878, cuando la situación se presentaba insostenible, masas de artesanos mestizos y labriegos indígenas, sacando fuerzas de donde pudieran, se amotinaron por su subsistencia al grito de “pan barato”. Asaltaron silos y depósitos de granos, tomaron haciendas y amenazaron la vida de patrones y patronas, de comerciantes y especuladores. En respuesta, los curas salieron en procesión con crucifijos, entonando cánticos y rezos, que poco sirvieron para apaciguar a la variopinta plebe amotinada. En la prensa se expresó el miedo del poder criollo cuando algunos articulistas hablaron de la posibilidad de que se repitiera la Comuna de París, sin ley ni orden.

Para fortuna de todos y todas, 1879, nefasto por otras razones, empezó con prometedoras lluvias que vaticinaban buenas cosechas y precios bajos. La peste, como actuando en consuno con la naturaleza, se esfumó, dejando tras de sí un tendal de cadáveres. Para olvidarse de tantos pesares y exorcizar el pasado temor, la sociedad en todos sus estamentos sociales y étnicos se aprestó a celebrar un colorido y ruidoso carnaval. No sabía, o no quería saber, que otra amenaza de la mano de intereses mercantiles se aprestaba a interrumpir la música, para sustituirla por el redoble del tambor militar. El 14 de febrero, Chile ocupó el puerto de Antofagasta y otro miedo, el del fragor de la guerra, con su carga de heridos, muertos y mutilados, golpeó a bolivianas y bolivianos.

Quizá, como hizo Demelau, escribir sobre la historia de nuestros miedos colectivos nos ayude a exorcizar aquellos que ahora se presentan.

NdD. Tras representar a Bolivia en Lima durante más de cinco años, Gustavo Rodríguez Ostria retoma su columna de Opinión en La Razón. Para este matutino constituye un privilegio poder enriquecer las lecturas de nuestro público con las reflexiones de este destacado historiador, economista y filósofo.